Julian Huxley, nieto del principal defensor de Darwin, T.H. Huxley, fue no sólo un notable biólogo evolucionista, sino un activo divulgador científico. En colaboración con H.G. Wells, publicó un tratado en nueve volúmenes titulado La Ciencia de la Vida.
Pionero en la utilización de los medios de comunicación como canales divulgativos, ganó un Oscar por el primer documental cinematográfico sobre el mundo natural, The Private Life of the Gannets (1934). Su trabajo en zoología promovió la educación medioambiental y el conservacionismo y su labor fue reconocida con su nombramiento como el primer Director General de la UNESCO (United Nations Educational, Scientific and Cultural Organization). Y, por si fuera poco, en 1961 fundó la World Wildlife Fund (WWF). Y, con todo, en la historia popular de la genética, su figura queda ensombrecida por la de su hermano, Aldous.
Aldous Huxley no es sólo famoso por firmar un guión original para Alicia en el País de las Maravillas de Walt Disney (1), sino, sobre todo, por ser el autor de uno de los más importantes iconos de la ciencia-ficción: Un mundo feliz, un libro visionario al tiempo que enraizado en su tiempo, en el que se ofrece una inquietante visión de un futuro definido por la ingeniería genética y social.
Huxley halló su inspiración en la obra del colega de su hermano Julian, el ilustre H.G. Wells. Éste, como hemos visto repetidas veces en este espacio, se había ido convirtiendo en un reformista social que abogaba por medidas que condujeran en la dirección de sus fantasías utópicas, fantasías plasmadas en obras como Una utopía moderna (1905) y, especialmente, Hombres como dioses (1923). Fue precisamente en respuesta al optimismo que destilaba esta última que Huxley decidió escribir su desafiante distopía, una distopía que, por otra parte, el propio Wells había considerado en etapas más tempranas de su carrera en la novela Cuando el durmiente despierte (1899).
Un mundo feliz avanza hasta el siglo XXVI para retratar la desconcertante sociedad londinense. Dividido en tres partes, el libro nos presenta en primer lugar las generalidades del Estado Mundial, una sociedad que Huxley imaginó tras regresar de un viaje a los Estados Unidos. En el Estado Mundial del año “634 D.F:”, es decir, 634 años después de Ford, no hay guerra, pobreza ni dolor. Y todo ello gracias a la precisa aplicación de la ciencia genética.
Dicho así, podría interpretarse como un sentido homenaje al abuelo del autor, pero enseguida se hace evidente que tal paraíso oculta oscuros secretos. Porque todos estos parabienes se han obtenido eliminando cualquier desviación genética entre la población, borrando en el proceso (que incluye manipulación de los fetos, clonación y condicionamiento intensivo) todo aquello que los convierte en individuos dotados de personalidad propia.
Es una sociedad homogénea y hedonista que se entrega a la promiscuidad, el uso intensivo de drogas alucinógenas, la felicidad vacía de expresión, el consumismo inducido y el culto al señor Ford ‒símbolo del utilitarismo y el capitalismo más descarnado‒. No existen el crimen, la miseria o la enfermedad, y la medicina ha conseguido una especie de juventud perpetua hasta la muerte que, cuando acontece a los sesenta años, se afronta de forma tranquila y serena en establecimientos diseñados a tal efecto.
Los dos mil millones de ciudadanos de este Estado Mundial no nacen, sino que son criados en grandes incubadoras (de hecho, consideran el parto biológico como un concepto atávico y desagradable). Desde su estadio fetal se les imprimen no solo las características físicas, sino una serie de habilidades y virtudes entre las que se incluyen la obediencia pasiva a la autoridad, el consumismo, el sentimiento gregario y la promiscuidad sexual. Desde antes siquiera de cobrar forma, se les clasifica en castas: los Alfas en el vértice de la sociedad, se encargan de las tareas profesionales; los Betas ocupan posiciones intermedias de mando y los inferiores Gammas, Deltas y Epsilones quedan relegados a los trabajos manuales.
Los niños ni siquiera son educados por sus progenitores. El distanciamiento del mundo natural se hace patente en la frase pronunciada por un científico: “Porque deben ustedes recordar que en aquellos tiempos de burda reproducción vivípara, los niños eran criados siempre con sus padres y no en los Centros de Condicionamiento del Estado».
En esos centros, los niños son sometidos a un intenso adoctrinamiento conductivo a base de lemas. Por ejemplo: «Comunidad, Identidad, Estabilidad», que se repite hipnóticamente a los niños durante su sueño con el fin de que asuman como natural la rígida división en castas genéticas: «¡Oh, no, yo no quiero jugar con niños Delta! Y los Epsilones todavía son peores. Son demasiado tontos para poder leer o escribir. Además, visten de negro, que es un color asqueroso. Me alegro mucho de ser un Beta porque no trabajo tanto (…) Y, además, nosotros somos mucho mejores que los Gammas y los Deltas. Los Gammas son tontos (…)».
De igual forma, el eslogan “Cuando el individuo siente, la comunidad se resiente” justifica el que, para alcanzar la paz social, sea necesario eliminar todo aquello que afecte emocionalmente o impulse a reflexionar. De ahí animar a los niños a practicar el sexo desde edades muy tempranas, vaciando el acto de cualquier tipo de compromiso o moralidad; las drogas legales (“soma”) con que se premia a los trabajadores; o los sensoramas, un trasunto de realidad virtual que sustituye a las descargas de adrenalina descontroladas.
La educación se reduce a lo estrictamente necesario para realizar el trabajo que a cada individuo se le asigna en función de su casta genética. En palabras de uno de los directores de un centro de reproducción: «Porque los detalles, como todos sabemos, conducen a la virtud y la felicidad, en tanto que las generalidades son intelectualmente males necesarios. No son los filósofos, sino quienes se dedican a la marquetería y los coleccionistas de sellos, los que constituyen la columna vertebral de la sociedad”.
Y, por supuesto, el consumismo y la eficiencia económica. Hasta los cadáveres se reciclan. Todo se sacrifica al altar de la eficacia y la productividad, palabras–mantra con que se nos bombardea hoy día en el mismo intento de lavado de cerebro que en el libro de Huxley. Esa obsesión llega hasta el propio diseño genético: “Aunque la mente de un Epsilon alcanzaba la madurez a los diez años, el cuerpo no era apto para el trabajo hasta los dieciocho. Largos años de madurez superflua y perdida. Si el desarrollo físico pudiera acelerarse hasta que fuera tan rápido, digamos, como el de una vaca, ¡qué enorme ahorro para la comunidad!». Es la eficiencia fría y deshumanizada que tanto temían los intelectuales de la época.
Y es que Huxley imagina una sociedad basada en los principios de ingenieros especialistas: uniformidad e ideología comunitaria taylorista. Frederick Taylor había muerto en 1915, pero su filosofía, el taylorismo, tal y como la entendió y aplicó Henry Ford en la línea de montaje de su famoso modelo T, se convirtió en uno de los iconos de la modernidad tecnológica en los años veinte y treinta del siglo XX.
El fordismo transformó la fábrica en una suerte de supermáquina que combinaba partes mecánicas y otras humanas. No es extraño pues, que las sensaciones de alienación y deshumanización dominaran el pensamiento intelectual de la época. El vagabundo interpretado por Charlie Chaplin acaba «procesado» por la cadena de montaje en Tiempos Modernos; Fritz Lang edifica una Metrópolis en la que los obreros son tratados como máquinas y Aldous Huxley retrata la producción en serie de individuos manipulados genéticamente en un mundo en el que Henry Ford es venerado como una figura sagrada y el Interventor Albert Mond, al mando de Europa Occidental, simboliza el perfecto industrial.
Lo realmente aterrador de ese futuro es que, como reza el título, todo el mundo es feliz. El propio Huxley indicaba en la introducción a una edición posterior: «Un Estado totalitario realmente eficaz sería aquel en el cual los jefes políticos todopoderosos y su ejército de colaboradores pudieran gobernar una población de esclavos sobre los cuales no fuese necesario ejercer coerción alguna, por cuanto amarían su servidumbre. Inducirles a amarla es la tarea asignada en los actuales Estados totalitarios a los ministerios de propaganda, los directores de los periódicos y los maestros de escuela». Ese mismo razonamiento se repite en el texto de la novela: “Y éste es el secreto de la felicidad y la virtud: amar lo que uno tiene que hacer. Todo condicionamiento se dirige a lograr que la gente ame su inevitable destino social”.
He dicho que todo el mundo es feliz, pero no es totalmente cierto. Bernard Max es un Alfa Plus, el más elevado de los círculos sociales. Pero se siente fuera de lugar, alienado y desgraciado debido a que un fallo en su proceso de clonación le castigó con un físico poco agraciado propio de castas inferiores. Despreciado por sus jefes y compañeros, amargado y resentido, consigue sin embargo el favor de Lenina Crown, una amante circunstancial de la clase Beta, con quien emprende un viaje turístico a las fronteras del Estado Mundial, a una «reserva» de salvajes en Nuevo Mexico.
La segunda parte del libro describe el encuentro de los «civilizados» turistas con un nativo, John el Salvaje, hijo de una mujer del Estado Mundial, Linda, que quedó atrapada en la reserva tras un accidente. Su fragmentaria filosofía vital y nociones de la dinámica social están determinadas tanto por la tribu de indios en la que vive como por un viejo libro con el que su madre le enseñó a leer: las obras completas de William Shakespeare. Bernard Marx ve en el joven la oportunidad de mejorar su estatus y credibilidad entre sus compañeros Alfas, así que arregla las cosas para que John y Linda le acompañen a la civilización.
La última parte gira alrededor del choque cultural que provoca la llegada de John al Estado Mundial. Se convierte en una exótica atracción a la que se pasea por salones y fábricas. En este Mundo Feliz, la religión y el arte han sido eliminadas por su tendencia a desestabilizar la armonía comunitaria. El Salvaje, que se ha autoeducado a partir de embriagadores extractos de las obras de Shakespeare, se enamora intensa y destructivamente de la vacua Lenina, un comportamiento totalmente inadecuado en una sociedad en la que la familia, la monogamia y el romance se han eliminado. La intensidad de las emociones de John lo lleva a la desesperación. Alterna periodos de felicidad y hedonismo conciliador con otros de desolación y feroces remordimientos hasta que, cuando Linda muere tras abusar de las drogas en un intento de escapar del mundo real, enloquece.
Llevado a presencia del Su Fordería Mustafá Mond, Interventor de Europa Occidental, John mantiene con él una conversación que constituye el auténtico clímax de la novela. En ella, mediante razonamientos tan lúcidos como desasosegantes, ambos debaten los méritos relativos de una miseria poéticamente idealizada y la felicidad diseñada científicamente. Tal es la fuerza de los argumentos de Mond, que John no tiene más remedio que aceptar la enorme disociación entre su marco de valores y el, a su juicio, decadente y depravado mundo en el que ahora vive. Nada le quedará ya sino afrontar su inevitable y solitario destino.
Imagen superior: Aldous Huxley fotografiado por Philippe Halsman en 1958, el mismo año en que editó «Nueva visita a Un mundo feliz». Por aquellas fechas, una nueva generación de lectores se acercaba a sus obras suyas como «Contrapunto» (1928), «Ciego en Gaza» (1936), «La filosofía perenne» (1945), «Los demonios de Loudun» (1952) o «Las puertas de la percepción» (1954).
Huxley dibuja un mundo en el que la felicidad humana y su permanencia son la cualidad definitoria. Los pensadores utópicos siempre habían asumido que la consecución del éxito social vendría por una de estas dos vías: o la eficiencia creciente de (por ejemplo) los aspectos militares/mecánicos de la sociedad; o, más frecuentemente, el criterio utilitarista de maximizar la felicidad para el mayor número de personas. Huxley no estaba interesado en la utopía militarizada, pero su ingeniosa y profunda innovación consistió en preguntarse por las relaciones entre la felicidad y la utopía, un tema constante en su obra.
George Orwell opinó de Un mundo feliz que era “una brillante caricatura del presente”, pero insistió en que el libro “no arroja luz sobre el futuro. Ninguna sociedad de esa clase duraría más de un par de generaciones”. La razón para la inestabilidad de esa dictadura, según Orwell, era el hecho de que la casta gobernante carecía de una “estricta moralidad”, una creencia cuasi religiosa en sí misma que rozara la mística. Es curioso que Orwell interpretara el libro de esa manera, porque precisamente Un mundo feliz se basa en la estudiada ausencia de “mística”, de espiritualidad. El hedonismo banal de su mundo imaginario adquiere todo su horrible sabor por la ausencia ‒supresión de hecho‒ de cualquier aspecto divino.
No hablo sólo de religión –aunque la religión organizada es una de sus manifestaciones‒. Cuando John discute con Mustafá Bond, éste afirma que “Dios es incompatible con la maquinaria, la medicina científica y la felicidad universal” y explica cómo la droga “soma” ha reemplazado al sentimiento religioso: es el “Cristianismo sin lágrimas”. Dios es un concepto incómodo para esta civilización y la insistencia de John en desear precisamente eso, la incomodidad por sí misma, es la manifestación de un masoquismo enfermizo que le aboca a su final. “No quiero comodidad” le dice a Mond, “Quiero a Dios, quiero poesía, quiero auténtico peligro, quiero libertad, quiero bondad, quiero pecado”. Mond sugiere que lo que está haciendo es “reclamar el derecho a ser infeliz” y cuando John lo confirma, aquél le señala que tal derecho también incluye “el derecho a envejecer, ser feo e impotente; el derecho a padecer sífilis y cáncer; el derecho a tener poco que comer; el derecho a sentirse mal; el derecho a vivir en un constante temor a lo que pueda suceder mañana; el derecho a coger el tifus; el derecho a ser torturado por atroces dolores de todo tipo”. Es difícil no admitir que algo de razón tiene.
La sátira aquí es totalmente anfi-freudiana. La definición de Freud de salud mental como la habilidad de trabajar y amar, es caricaturizada en el típico ciudadano del Mundo Feliz, “un ciudadano feliz, duro trabajador y buen consumidor” con acceso ilimitado al sexo. El otro paralelo de la sátira de Huxley es la Rusia bolchevique. En los años cincuenta, Huxley observó que la dictadura que encabezaba Stalin había comenzado a dejar paso a una forma más actualizada de tiranía y que “el sistema soviético combina elementos de 1984 con elementos proféticos de lo que sucedía entre las castas más altas de Un mundo feliz«. De nuevo, en contraste con el ataque más que evidente de Orwell contra el sistema comunista, el genio de Huxley consistió en seguir la lógica de la ideología comunista hasta sus conclusiones finales.
Es posible ignorar, como han hecho muchos críticos, lo razonable del discurso de Mond cuando justifica el sistema del que forma parte. Es también posible –aunque más difícil‒ simpatizar con John y su atolondrado y masoquista idealismo cristiano–shakesperiano. Pero lo que no parece correcto es argumentar que Huxley esté a favor de la idea de que el espíritu humano requiera la presencia de dolor y dificultades porque sin ellos la vida se convierta en algo blando e innoble. Esa visión de que el hombre requiere de sufrimiento para crecer y evolucionar es compartida por Nietzsche y otros autores de ciencia-ficción, como H.G. Wells (me remito al comentario de su libro La Máquina del Tiempo. En él achaca el retraso mental y físico de los Eloi a su vida fácil y sin complicaciones).
Pero Huxley no alberga fantasía alguna sobre el dolor; no es de sufrimiento de lo que los cobardes y hedonistas ciudadanos de Mundo Feliz carecen. Es algo más: el sentimiento “divino”, espiritual, es para él un elemento imprescindible para una mente sana. No tiene que ver con la existencia real o no de un ser divino, sino con esa vertiente trascendente, que nos diferencia de los animales. La felicidad de Mundo Feliz es distópica no porque elimine el sufrimiento, sino porque suprime el elemento espiritual. En la novela, Huxley opone lo grotesco de las autoflagelaciones de John con la belleza de sus citas de Shakespeare: el elemento espiritual de la poesía oscurece lo inverosímil de un campesino mexicano autodidacta del siglo XXVII devenido experto en la obra de un dramaturgo inglés del siglo XVI.
Resulta sorprendente la fría acogida que esta magnífica obra recibió en Estados Unidos cuando se publicó por primera vez. El motivo es que en ese país la ciencia-ficción estaba viviendo la edad dorada de las revistas pulp y la vertiente más popular del género se definía a menudo a sí misma en contraposición con la ficción de corte más literario.
En Amazing Stories, un crítico (que firmaba tan sólo como C.A.B.) la valoró en términos de su fracaso a la hora de satisfacer las expectativas de los lectores de esa revista: «Desde el punto de vista de un aficionado a la ciencia-ficción, este libro es decididamente un fracaso». Una de sus objeciones estaba relacionada con la crudeza de la novela, ya que la sexualidad explícita estaba por aquel entonces excluida de aquellas publicaciones. Pero la principal crítica, sin embargo, era que «o bien al señor Huxley no le gusta la ciencia, particularmente su posible evolución en el futuro, o bien no cree en ella». Parece que no le bastó que el británico predijera la clonación, los úteros artificiales, el uso de las drogas con fines recreativos y de control social y los cambios sociales que se derivaban de tales innovaciones. Tampoco contó mucho su prosa fluida, la valiente caracterización de sus personajes, sus agudas observaciones sobre la condición humana ni su inteligente forma de saltar de la especulación verosímil al humor sin perder el paso.
En Estados Unidos se esperaba que una novela de ciencia-ficción transmitiera tanto la cara más optimista de la ciencia como el espíritu de la aventura, el misterio y el romance. Si no era así, quizá la novela pudiera calificarse de literatura, pero desde luego no de ciencia-ficción. Y Huxley ofrecía todo lo contrario al canon pulp: un análisis de todo lo que veía mal en el siglo XX, un sentimiento de pérdida, las consecuencias de la adoración a los peligrosos dioses de la tecnología, el placer vacío, la cultura de masas, la industrialización masiva y el abandono de la espiritualidad…
Por ello, resulta irónico que Un mundo feliz, que no fue publicada como ciencia-ficción, sea hoy una de las novelas de ese género más intensas y famosas de todos los tiempos. No solo eso, sino que tuvo un impacto tremendo en la forma en que ahora vemos nuestra propia especie en relación al progreso científico. Su título y mucho de su vocabulario entró en el habla coloquial anglosajona y aún se sigue citando como advertencia de posibles futuros abusos y antídoto de ciegos optimismos. La ciencia-ficción ya no volvería a mirar al futuro de la misma manera.
Por cierto, ya hemos mencionado que Huxley plantea en el libro el uso de las drogas por parte de las autoridades como herramienta de control social. En eso se equivocó –al menos por ahora– pero lo que sí hizo fue convertirse en el pionero del uso «recreativo» de las sustancias alucinógenas. En su ensayo Las puertas de la percepción (1954), narraba sus propias experiencias con la mezcalina y no tardó en convertirse en un libro de culto entre los militantes contraculturales de los años sesenta. El «soma» de Un mundo feliz, irreal y por tanto imposible de obtener, no despierta tentaciones entre los lectores, pero las vivencias del autor con la muy real mezcalina fueron un anuncio publicitario de primera. Por desgracia, la búsqueda de lo místico y trascendental que el autor perseguía en los alucinógenos se convirtió en sus seguidores en el patético escapismo de la realidad que practicaban los ciudadanos de Mundo Feliz.
La visión futurista de Huxley no fue ajena a su propio historial genético. El legado científico de su abuelo marcó tanto su vida como la de su hermano. Huxley encarna, literalmente, esa premisa que afirma que la ciencia estimula la ficción y ésta, a cambio, inspira a los científicos. Y, como todo buen clásico, Un mundo feliz nos invita a reflexionar sobre nosotros mismos y la sociedad en la que vivimos. Los escritores de ciencia-ficción a menudo aciertan en la creación de un marco general futurista fallando en cambio en todos los detalles, como es el caso de 1984, de Orwell. O al contrario, realizan predicciones muy concretas sobre esto o aquello pero no consiguen captar toda la complejidad del cuadro social. Un mundo feliz parece más profético con cada década que envejece.
¿Qué ecos podemos encontrar de la novela en el mundo actual? Desgraciadamente, más de los que nos gustaría ¿O es que mucha gente joven no se mostraría hoy encantada con la idea de una sociedad en la que se viviera hasta edad avanzada, sin enfermedades, con mucho tiempo libre y sexo a discreción? ¿No estarían dispuestos a sacrificar a cambio incluso su libertad? ¿Acaso no sufrimos un continuo bombardeo de mensajes que invitan al consumismo más voraz y de eslóganes que empujan a la corrección política y la uniformidad ideológica? ¿No ha aumentado abrumadoramente la banalización sexual gracias a las nuevas tecnologías, con pornografía a la carta en los canales televisivos e internet? ¿No se ha primado la super-especialización educativa por encima de la cultura general? ¿No ha desplazado el bienestar material a la espiritualidad? ¿No hay grandes porciones de la sociedad que se mantienen a base de sexo, deportes, drogas y televisión, tal y como sucede en Un mundo feliz?
Sí, cierto. Las drogas son aún ilegales, las ciudades distan de ser seguras, la especie humana ha conseguido vencer los esfuerzos totalitarios de planificación social y la utopía hedonista que Huxley creyó ver latiendo bajo la Norteamérica de los años treinta aún no es más que una fantasía. Entonces, ¿por qué parece que Mundo Feliz –o una versión suya– parece estar cada vez más cerca?
Y lo peor de todo es que, demasiado a menudo, cuando leemos el periódico o vemos las noticias en la televisión, la deformada utopía de Huxley no nos parece tan mal lugar para vivir…
Nota:
(1) En 1945, Walt Disney propuso a Aldous Huxley una adaptación de «Alicia en el País de las Maravillas». El proyecto iba a incluir escenas de acción real, con el fin de narrar el origen de la novela. Su primer título fue «Alice and the Mysterious Mr. Carroll». En principio, el papel de protagonista iba a ser encarnado por Luana Patten y se pensó en Cary Grant para dar vida a Lewis Carroll. Cuando llegó la hora de concretar el proyecto, Disney rechazó la aportación de Huxley por considerarla «demasiado literaria».
Imagen de la cabecera: obra de la exposición «Brave New World» (11 de septiembre de 2015-25 de enero de 2016) organizada por el Centro de Arte Contemporáneo DOX (Praga).
Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Publicado previamente en Un universo de ciencia-ficción. Reservados todos los derechos.