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Un genio llamado Galileo Galilei

El conocimiento humano trabaja sospechando de lo evidente, en una suerte de combate sin término fijo contra la obviedad. Galileo Galilei advirtió que la luz es separable del calor y de todo ambiente luminoso. La luz dejó de ser una cualidad y se convirtió en un cuanto de corpúsculos invisibles, de velocidad instantánea y propagación universal.

Si se quiere, lo que Francesco Patrizi, filósofo hermético y neoplatónico, había insinuado: la luz es corpórea tanto como inmaterial. Galileo –es casi superfluo recordarlo– fue un hombre de ciencia. No por ello desdeñó las sugestiones de pensadores y poetas: el filósofo Dionisio Aeropagita, agustinos como Diego de Zúñiga y carmelitas como Paolo Antonio Foscarini y nuestro San Juan de la Cruz.

Coincidía el florentino con las teorías de Copérnico que colocaban el Sol en el centro del sistema planetario, en contra de las tradiciones aristotélicas que lo centraban en la Tierra. No fue la menor disidencia entre Galileo y Aristóteles. Frente a éste y su física de lo continuo, aquél pensó una física de lo discontinuo y aun del vacío. La materia galileana se resuelve infinitamente, está llena de huecos, por decirlo con un oxímoron muy propio de aquellos años barrocos. La mayor grandeza puede construirse con partes inextensas.

Hay partículas indivisibles, indiscretas, inconmensurables. Nada de atomismo o materialismo clásico sino un homenaje a las reminiscencias platónicas, una teoría no física sino matemática de la materia.

Muchas de las aseveraciones de Galileo han quedado ya fuera del campo de la ciencia para ingresar en la indispensable historia de la ciencia. No obstante, sus Discorsi y, especialmente, tantas páginas de su Saggiatore, perviven como admirable prosa barroca. Y quien dice prosa dice razonamiento.

La naturaleza galileana, efectivamente, es un bello libro cuyos signos proponen descifrar el pensamiento de Dios, que está oculto y es, en sí mismo, misterioso. No se trata de una revelación, sino de una hermenéutica. Y más: de una estética, porque el Libro de la Creación es bello.

La verdad no tiene nada de aparente, más bien mucho de simulado, equívoco, enmascarado, encubierto y, finalmente, de inalcanzable por ser misterioso: barroco.

Sus cifras son geométricas y aritméticas, no filológicas. Descifrar el pensamiento divino en la naturaleza que le vale de antifaz, huele a herejía. Preferir la tradición hebraica de los pitagóricos a la griega de los peripatéticos, aunque ambas fueran de impregnación pagana, atacaba al dogma.

La Iglesia había decidido que todo estaba en los libros de Aristóteles. Es claro que los prelados más inteligentes admiraban a Galileo, frecuentaban su trato y atendían sus lecciones. Así el cardenal Roberto Bellarmino y el Papa Urbano VIII Barberini, paisano del científico.

Nada impidió que Bellarmino leyera a Galileo, como velada amenaza, la condena eclesiástica a las teorías de Copérnico, ni que el citado Papa obligara al pensador a retractarse. Siglos más tarde, otro Papa, Juan Pablo II, pidió disculpas por la maniobra antigalileana.

Desde luego, estamos hoy más cerca de un cristianismo ecléctico, irenista, que busca coincidencias entre ortodoxos y herejes, antes que disidencias doctrinales erizadas de aparatos de tortura y guerras de religión.

Una mente culta y refinada como Bellarmino o Barberini, no podía ignorar que la centralidad de la Tierra y la compactidad aparente de la materia eran groserías insostenibles a la luz de la razón. Pero la verdad era, en sus manos, el poder institucional. O sea la obediencia a las jerarquías de quien manda (léase: quien amenaza).

Bellarmino murió en 1621. No sólo intentó atemorizar a Galileo sino que condujo, en su momento, el proceso que llevó hasta la hoguera a Giordano Bruno, por considerar que su fe en Cristo era más decisiva que cualquier explicación acerca de lo Revelado. Bellarmino fue santificado y yace en un suntuoso sepulcro romano, diseñado por Bernini. No cabe derogar su santidad ni pedir disculpas por sus milagros. Quizá sólo quepa una sonrisa caritativa, la de Bruno y Galileo.

Imagen superior: Tito Lessi, «Galileo Galilei già cieco parla con Vincenzo Viviani nella villa di Arcetri», 1892.

Copyright del texto © Blas Matamoro. Este artículo fue editado originalmente en la revista Cuadernos Hispanoamericanos. El texto aparece publicado en Cualia con el permiso de su autor. Reservados todos los derechos.

Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")

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