Desde su inauguración, el 8 de octubre de 1992, la colección Thyssen completa los agujeros del coleccionismo madrileño. Si bien Madrid es una de las ciudades mejor dotadas en pintura y escultura, cabe aceptar que sus tesoros son muy desiguales. El Prado, la Academia de San Fernando, el Lázaro Galdiano y el Museo de Arte Contemporáneo exhiben esplendores y ausencias en cantidades equiparables.
Seguramente, quien quiera ver a Velázquez, Rivera, Goya, El Greco, El Bosco, Tiépolo y aun algunos de los mejores Ticianos, deba pasar por Madrid. Pero, en cambio, hallará muy poco Cuatrocientos italiano y, después del siglo XVIII, aparte de pintura española, menos y nada.
Con algún añadido: una zona destacada en las artes visuales del siglo XX es obra de españoles, pero que, en su tiempo, tuvieron escasa aceptación en el país de origen. De tal modo, Picasso, Juan Gris, Miró, Dalí, Bores, Blanchard, etc. pueden verse mejor fuera que dentro de España.
El Museo Thyssen cubre espacios que ahora están decorosamente servidos al visitante de Madrid: Quattrocento, pintura norteamericana (desde los primitivos hasta los pop, pasando por el sofisticado Sargent), paisajes y retratos ingleses, un Caspar Friedrich (romanticismo enigmático si lo hay), impresionistas franceses, expresionistas rusos y alemanes, la barahúnda de nuestros días.
Confortable y bien instalado en el viejo palacio de Vistahermosa, rehecho tras haber sido vivienda noble, banco y pabellón de exposiciones, el Thyssen merece un día de divagación, entre salas, restaurante, librería y tienda. Yo he salido con la historia de la pintura en el bolsillo del recuerdo y con la perplejidad de haber asistido a la construcción y el desmontaje de un universo: el de las relaciones entre la pintura y el mundo.
En las tablas medievales, rostros intercambiables e inexpresivos muestran lo poco que, entonces, interesaba a la pintura el individuo, su fisonomía, su psicología, sus reacciones ante el exterior. Esta gente no se pertenece, sino que forma parte de un estamento, un tanto terrenal, un tanto (más, diría yo) celestial. En esos interiores hay escasas noticias de la circunstancia. El oro anuncia la conquista de la luz definitiva y apenas se nos cuentan detalles de los objetos y las vistas que percibían nuestros góticos antepasados.
El mundo empírico cuenta poco: todo se dirige a trascenderlo hacia la dorada verdad definitiva. Ésta se merece la representación, aunque no pase de ser una alegoría. La otra, sigue de largo ante la mirada del pintor. Cristo está sereno en su cruz, mientras la Virgen y Magdalena sonríen levemente ante el espectáculo de su gloria.
Las heridas y la agonía valen apenas más que una excusa compositiva. Pero, en cambio, el Resucitado del Bramantino (siglo xv) tiene llagado su recio cuerpo pálido, y nos mira con tristeza y angustia, interrogándonos y preguntándose qué sentido tienen tanto dolor y tanta belleza. Es un hombre, alguien con una historia individual, metido de lleno en el mundo de los cuerpos y las cosas, dubitativo de cuanto le proporciona una certeza sensible.
El Renacimiento es una población de individuos. Cada quien tiene su cara: su piel, sus cabellos, sus barbas, sus ojos, sus dientes, su cansancio, su arrogancia, su seducción y su fealdad.
La Giovanna Tornabuoni pintada en 1488 por el Ghirlandaio está tan segura de su perfección, que se nos pone de perfil, como si la mitad de su persona bastara para inmovilizarnos al admirarla.
Imagen superior: «Joven caballero en un paisaje», de Vittore Carpaccio.
Se me ocurre que la vedette y el centro de la colección es el joven caballero pintado por Vittore Carpaccio en 1510. Me sentí envuelto en una epifanía, los minutos en que me puse a recorrerlo con la mirada. Era para exclamar el Emmanuel bíblico, Dios esta entre nosotros, manifiesto y disimulado en su obra, Dios es júbilo de reconocimiento. Acepto la observación de ingenuidad que me hace el lector. Acepte, en trueque, mi confesión.
Pocas veces he estado ante presencia más elocuente de lo que es el humanismo renacentista. Centrado, el muchacho mira con atención y duda algo que está fuera del cuadro, mientras empuña su espada en un gesto ambiguo: ¿está enfundándola o desenvainándola? Pacífico pero conquistador, el hombre del Renacimiento se sitúa siempre a medias entre ambas actitudes, manejando una herramienta, un ingenio. Lo suyo es apoderarse del mundo, por medio del saber y del hacer. La mano y el instrumento lo definen y él busca su identidad en la reunión de ambos.
De hecho, a su alrededor, Carpaccio ha detallado la naturaleza descriptiva y clasificatoria de la ciencia renacentista: hierbas, árboles, flores, mamíferos, aves, nubes, rocas, aguas, están pintados con morosidad de inventario para un gabinete de naturalia.
Muy difuso, este mundo compacto y ordenado se refleja en la armadura del muchacho, suerte de espejo en forma de cuerpo: el microcosmos es la miniatura del macrocosmos.
En un segundo plano hay una construcción ojival y un hombre a caballo, guarnecido como para un torneo, que parece estar atravesando el cuadro para salir de él. Es la Edad Media, ya traspuesta, que se retira del pequeño escenario de la historia.
El equivalente burgués del caballero renacentista, instalado alegóricamente en el centro del mundo, es el señor o la señora retratados en los interiores del Seiscientos y el Setecientos. Los vemos vestidos de ciudad, con la dignidad de los textiles y las joyas que se pueden pagar, y rodeados por sus objetos emblemáticos: muebles, cuadros, lozas, alfombras, cojines y enfiladas que nos dan la imagen de su arropada cotidianeidad. A su vez, héroes y dioses, en el carnaval barroco, son hombres de todos los días, que han ocupado el lugar de paladines y deidades. Las ropas teatrales que los identifican en la fábula supuesta (hazañas o milagros) son disfraces tras los cuales podemos reconocerlos con cierta facilidad. Cielos y comarcas prodigiosas también se han humanizado.
La naturaleza, domesticada, se convierte en bodegón (vida callada la llaman los alemanes; naturaleza muerta solemos denominarla algunos): objetos naturales transformados en comida, entre cerámica y cristal, metal bruñido y muelle terciopelo, obras todas del ingenio humano que somete e instrumenta al mundo.
Cuando los románticos vuelven a salir a la intemperie, abandonando las escenografías del barroco y los protegidos/ protectores hogares renacentistas, pareciera que la naturaleza recuperase sus fueros. Tiene orillas imponderables y ya no se deja someter con matemática docilidad a la tarea del conquistador que la clasifica, parcelándola a su gusto. La visión humanista vacila. Ante la majestuosa infinitud del universo, el romántico siente vértigo y su razón pierde pie en un espacio sin límites. Quisiera poder sentir la totalidad de eso que lo envuelve, pero sólo dispone de un cañamazo y unos colores.
El paisaje se torna persecución o, por decirlo pictóricamente (y musicalmente): fuga. Sin esta perspectiva fugada y resbaladiza del romanticismo por entre medias de la naturaleza, sería impensable la experiencia de desintegración de la imagen mimética que atraviesa a la pintura moderna.
Los impresionistas renuncian a relacionarse con la naturaleza y siquiera a considerar que tienen un mundo para disponer en sus representaciones. La incontable pluralidad de “impresiones” dispersas nos proponen una intermitencia de percepciones, no una representación.
Pero la percepción ya no lo es del mundo, sino del cuadro mismo. Turner (en sus marinas y acuarelas, sobre todo) y, más tarde, Monet, ya advierten que las cosas se disuelven en el cuadro, en lugar de constituirse y salvarse del desgaste temporal, como creyeron los prolijos observadores del humanismo.
Las olas y las riberas de Turner, las ninfeas y los puentes japoneses de Monet, simplificando y tornando analítica la representación, empiezan a convertirse en manchas y redes de figuras que se alejan de la mímesis y no pueden ser recuperadas por ella. Efectos de luz y difusión de contornos van produciendo una autonomía del trazo que termina haciendo del cuadro una representación del cuadro mismo.
Cabe pensar que este fenómeno es contemporáneo a la invención del daguerrotipo, luego de la fotografía y, más tarde, del cine. La pintura comprendería que su función referencia1 y mimética se ha vuelto ociosa, pues las máquinas de “sujetar” la realidad son más eficaces que las manos del pintor y las sustituyen con ventaja y rapidez. En efecto, la pintura puede renunciar, sin pena, a sus quehaceres documentales. Esta renuncia implica, sin embargo, otra mayor y, si se quiere, más grave: la de relacionarse con el mundo, haciendo un “mundo aparte” productor de unos objetos que enriquecen, a la vez que enrarecen, el mundo dado.
Lo que, sin proponérselo, había hecho siempre la pintura, pero ahora con explicaciones y doctrinas, según acostumbra el arte de nuestro siglo. Un pintor abstracto puede someterse a la pura geometría, como Mondrian, o intentar un gesto expresivo de algo para siempre inefable, como Pollock, o cubrir el punto de vista sobre el mundo por medio de un cuadro que actúa de muralla (defensiva, inexpugnable y esquizofrénica), como Rothko.
En ningún caso nos propone una versión del mundo ni una miniatura cósmica. A veces, intentara disimular, siquiera, que nos esta ofreciendo un cuadro, como cuando pega sobre la tela, informalmente, fragmentos de materia que no son pintura, entre los cuales la pintura misma pierde toda formalidad pictórica. O copiará las imágenes previamente pintadas en cosas que encuentra en el mercado: Lichtenstein, en una propaganda de jabón; Warhol, en una lata de sopas Campbell o de Coca-Cola.
De algún modo, estos extremos son la inhumación de la pintura, paralela a los murales callejeros, destinados a ser desfigurados, cubiertos por otros murales, descascarados por la lluvia o enmascarados por carteles de publicidad. Pareciera que, hasta la mitad del siglo XIX, las relaciones entre la pintura y el mundo fueron activas y, si se permite la exageración, armoniosas.
Formaban parte de una historia, la crónica de la apropiación del mundo por el hombre, la transformación de la naturaleza en cultura. Un animal humano se convertía en retrato y un fragmento de bosque o de montaña, en paisaje. Hacia aquella fecha, se produce un divorcio entre el mundo y la pintura, un divorcio que, se me ocurre, debió ser concebido, en sus comienzos, como armonioso, tanto como lo había sido el connubio anterior. De todos modos ¿se resigna la pintura a este viaje sin retorno?
Me atrevo a decir que no. El cubismo, por ejemplo, empieza por ser una reforma de la visión que descompone la imagen en tantas imágenes como puntos de vista se pongan en juego: un análisis simultaneado de visiones. Pero luego desemboca en la síntesis, o sea en la construcción de planos, o, si se prefiere, en una reconstrucción del cuadro como tal.
Los informalismos y los happenings parecieron, hacia 1965, haber arrasado con la pintura de caballete, no digamos con cualquier esbozo de representación. Sin embargo, luego hemos asistido a un reventón de hiperrealismo y transvanguardia, o sea de “pintura muy pintada” y llena de objetos perfectamente reconocibles y de anécdotas fácilmente narrables.
Acaso, la pintura, víctima de la nostalgia, intentaba rehacer sus vínculos con el mundo, aunque más no fuera evocando, en términos de homenaje o de parodia, a aquella pintura que sí, con toda convicción y hasta candor, quería ser algo decididamente mundano.
En la medida en que la pintura refiere o traduce al mundo, lo constituye, lo hace como tal mundo. Una inmensa cantidad de visiones y convicciones que tenemos respecto a las cosas y las gentes que nos rodean (y a las que rodeamos, a la vez) proviene de que nuestra mirada ha sido conformación de la pintura, desde aquella anónima Virgen tardogótica hasta el caballero de Carpaccio que intentaba conquistar el mundo a golpes de espada y de palabras, guerrero y sabio, todo por junto.
Somos, qué duda cabe, más débil y dudosamente humanos que aquellos seguros señores del Renacimiento. Esto debilita nuestro mundo, nuestra dimensión mundana, pero nos incrementa como seres universales, perdidos y situados en algo que apenas podemos nombrar y cuyas dimensiones, que nos exceden para siempre, no existirían si no las ponderásemos nosotros mismos.
Si no pretendiéramos meter el todo en un cuadro que sería, por paradoja, una parte del todo. Se trata de encuadrar como un geómetra o cuadrarse como un soldado.
Copyright del artículo © Blas Matamoro. Este artículo fue publicado originalmente en la revista Vuelta, y aparece publicado en Cualia con el permiso de su autor. Reservados todos los derechos.