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«Tubular Bells» (Mike Oldfield, 1973). El arte del rock instrumental

Las primeras actividades musicales de Michael Gordon Oldfield ‒un guitarrista de folk y rock oriundo de Berkshire‒ tienen que ver con sus lazos familiares. Primero, formando un dúo con su hermana, The Sallyangie, que dio lugar al LP Children of the Sun (Transatlantic, 1968), y luego con su hermano Terry, presentándose esta vez como los Barefoot.

Sin embargo, Oldfield se ganó su reputación en The Whole World, la banda de Kevin Ayers. Es en esa formación donde comienza a experimentar con los instrumentos, y también, aunque de forma rudimentaria, comienza a «doblar» las guitarras, aunque en estos primeros intentos no tenga la intención de alcanzar una verdadera consistencia sinfónica. La obra que desarrolla a partir de esos recursos va a ser rechazada por la mayoría de los ejecutivos discográficos, a excepción del dueño de Virgin, Richard Branson, quien se arriesga a encontrar los fondos necesarios para producir el álbum, editado finalmente tras agotadoras sesiones de grabación (en el legendario estudio «The Manor») y después de duros rechazos por parte de las empresas de distribución.

Titulado finalmente Tubular Bells, este es el primer disco de un Mike Oldfield veinteañero. Se trata de una extensa pieza dividida en dos partes, cuya esencia vital proviene de un absoluto dominio de los instrumentos (interpretados casi totalmente en solitario) y de sus respectivos espectros tímbricos y sus concatenaciones creativas (tanto naturales como artificiales, asimismo virtuosas, líricas y geométricas). La forma de suite se entrega a un sonido absoluto (donde la variedad tímbrica representa poco más que una metáfora), y el amor por ese matiz pictórico de las incrustaciones sonoras carece de precedentes.

Este debut será recordado como un nuevo foco de inspiración para el rock de la Escena de Canterbury, y en general, para el art rock y sus derivaciones cultas (en particular, Heaven and Hell, de VangelisEquinoxe, de JarreImplosions, de Micus, hasta llegar a Passion, de Peter Gabriel, e incluso a Anima, de Vladislav Delay). Eso por no hablar de otra gama muy amplia de influencias, que fluctúa, con gran naturalidad, de la psicodelia a la world music, del jazz rock al hard rock, de la improvisación vanguardista al simple relieve sonoro, en un conjunto que será una de las piedras angulares de la new age más primordial.

Podemos decir que la primera parte del álbum está completamente generada por un teclado en el que se advierte el influjo de Glass, a lo que se agregan excelentes frases de bajo y piano, en una tensión densa de progresivo enriquecimiento de los colores. El fraseo pianístico da lugar a una sonata a cuatro manos, con vientos bolivianos y épicas espirales de guitarra, que suavizan la atmósfera en un tema resuelto con mandolinas y con alegres toques de glockenspiel. Ese aire nos lleva a un cambio de tempo digno de las fantasías tardorrománticas; así, la inagotable inspiración creativa conduce a una ferviente contemplación. El regreso al tempo primo agrega acentos del Medio Oriente y nuevas variaciones en el leitmotiv, hasta que la tranquilidad se rompe con la fanfarria. Una extraordinaria cesura introduce un episodio de danza india, que finalmente da paso a un nuevo tramo de sosiego en el que murmullan y evolucionan las guitarras folk, con un órgano distante y pasajes diáfanos.

El cierre es un gran ejemplo de crescendo agógico, a la manera del Bolero (y un resumen de toda la composición), en el que los instrumentos entran en fila india a partir de un encantador motivo de diez compases, y luego van contrapunteando en suspensión, sobre una refinada cinta de fusión riff, hasta que toda esa pródiga puesta en escena (que culmina acertadamente con las campanas tubulares del título) se disuelve mágicamente en un arpegio de guitarra clásica.

El segundo movimiento comienza armoniosamente a partir de este clima sonoro. Una serie de florilegios se balancea de forma esotérica, superponiéndose en un bosque intrincado (donde Oldfield mantiene un rigor bachiano de modulaciones y contramodulaciones), y después de unos cinco minutos, se repliega en forma de minueto pastoral para órgano, para luego tomar vuelo, llevado por los ecos de la mandolina y por un coro femenino.

Por último (después de casi diez minutos), la armonía errante se eleva en un solemne tema renacentista, animado por los timbales y literalmente triturado por una cortina de disonancia. Recobrando la marcialidad, la sarabanda evoluciona en una jam progresiva, con estertores de animales y con el piano en la misma entrada, entre riffs estentóreos e improvisaciones sureñas que aumentan el suspense. Se produce entonces un choque contra el coro sobrehumano que integran el órgano religioso y unas guitarras celestiales, como una onda sinusoidal manejada a voluntad (recuperando elementos del ataque), que lleva hasta una melodía del órgano en solitario. El sorprendente gran final (una cita impecable de un tema alegre y conocido) es la culminación de esta elegante hazaña, que cierra a la perfección la cadena sinfónica.

El músico británico, lidiando con el peso de este debut (definido de inmediato como mítico ya sólo por el exiguo empleo de la batería), muestra su fascinación por el misticismo que introdujo A Rainbow in Curved Air (1969), el álbum de Terry Riley, y completa el ejemplo más memorable de compensación musical. Este es el disco con el que el rock instrumental alcanzó definitivamente la categoría de arte mayor, de acuerdo con un reciclaje gradual en el que la posibilidad de distinguir alteraciones en la partitura está perdida desde el inicio. El admirable fraseo se encauza aquí con la sensación de armonía reducida al mínimo, absorbida por las incansables filigranas, y por lo tanto, aún más ferviente, catártica, abierta a la exploración.

La voz que interpela a los instrumentos en el final de la primera parte es la de Vivian Stanshall, poeta, escritor y cantante de la Bonzo Dog Doo-Dah Band; y la voz del endemoniado de la segunda parte es del propio Oldfield, a modo de respuesta práctica a esas limitadas discográficas que querían una canción melódica para hacer el álbum un poco más comercial. En el colofón, el compositor se apropia de The Sailor’s Hornpipe [s. XVIII] tal vez esperando ‒por su parte‒ el saqueo de la grandiosa introducción (entregada ese mismo año al film El Exorcista).

Olfield prolongó indignamente este álbum con Orchestral Tubular Bells (1975), Tubular Bells II (1992), Tubular Bells III (1998), The Millennium Bell (1999), Tubular Bells 2003 (2003) y Tubular Beats (2013), lo que confirma la inferioridad de su posterior discografía.

Copyright del artículo © Michele Saran. Publicado por cortesía de OndaRock con licencia CC. Traducción de Guzmán Urrero. Reservados todos los derechos.