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«Tubular Bells» (1973): Crónica de un éxito inverosímil

Hace algún tiempo, la BBC emitió un documental de elaboración propia dedicado a Mike Oldfield. Más concretamente a la gestación de su mítico Tubular Bells, el disco que le haría mundialmente famoso. Siguiendo la falta de lógica y sinrazón que es buscar la causa de todas las cosas hasta sus últimas consecuencias –hasta allí donde se demuestra que el ser humano no ha desarrollado el pensamiento necesario para comprender el mundo, algo que, por otra parte, ya está más que probado en su torpeza para deshacerlo y destruirlo— podemos afirmar que, sin aquel disco, publicado en 1972, no existiría Virgin Galactic, la compañía que promete ser pionera en los vuelos espaciales privados. De hecho, no es una afirmación propia: lo dice Richard Branson, propietario de la marca.

Mike Oldfield era un niño que jugaba con la guitarra a tocar unos cuantos acordes que le enseñó su hermana Sally, una apasionada de las nuevas músicas, como la mayoría de adolescentes de mediados de los sesenta. Un día, tras llevarse a la madre al hospital para dar a luz, el padre volvió a casa solo. Ni ella ni el bebé regresaron en bastante tiempo. Cuando Mike y Sally la volvieron a ver, era adicta a los barbitúricos y mecía a un niño imaginario que apretaba contra su pecho.

Fueron tiempos oscuros en la casa de los OldfieldMike se refugió en su guitarra y apenas hizo otra cosa que tocar y aprender por su cuenta nuevas técnicas en un ambiente de soledad y angustia.

A los quince años, estaba considerado un virtuoso en los ambientes musicales de un Londres ávido de novedades y revoluciones culturales. Y así pasaban los años, mientras tocaba con unos cuantos colegas de pub en pub, a cambio de dos libras por actuación. Durante algunas tardes de uno de esos oscuros noviembres británicos, hasta arriba de LSD, a Mike le salieron unas notas que tocó en el órgano electrónico de un colega. Las grabó en una casete y las envió a algunas productoras de música para probar suerte.

Ello no bastaba, ni de lejos, para que las grandes compañías se fijaran en él. EMI jamás hizo acuse de recibo de la primera grabación de unos cuantos acordes de lo que luego se llamaría Tubular Bells. CBS, ante la misma grabación, la rechazó por su extravagancia; ni siquiera incluía una voz cantante.

Entonces apareció otro friki-emprendedor del momento: Richard Branson; un tipo que encontró cierta oportunidad vendiendo discos de forma ilegal a precios más baratos que en las tiendas. Luego, Branson y sus colegas decidieron producir música de grupos emergentes, pero Richard no sabía nada de música: él estaba allí únicamente para ganar dinero.

Sus colegas, Simon Heyworth y Tom Newman, eran en cambio unos melómanos excéntricos. Un día, apareció Mike Oldfield con su cinta casera, suceso que Simon describe como el encuentro con un desequilibrado antisocial y autodestructivo, en pleno proceso de ruina psíquica. Pero escucharon la cinta y, cómo no, era tan rara que les fascinó. Los dos aceptaron producir el disco. Richard tuvo que confiar en sus socios e ingeniárselas para conseguir los instrumentos que se necesitaban para la grabación, demasiados y un tanto fuera de lo común, sobre todo en un momento en que apenas tenían dinero suficiente para comprar unas cuantas guitarras.

Tubular Bells fue el primer disco de Virgin Records. Tardó un año en llegar al número uno de las listas británicas. Fue un proceso lento de boca a boca y de empujones progresivos  en las radiofrecuencias de los más selectos. Poco tiempo más tarde, el azar quiso que alguien dejara el disco encima de una mesa, en una productora de cine de Estados Unidos, justo cuando unos tipos se reunían para decidir contra reloj la música de un par de escenas de su nueva película, El exorcista. El disco estaba allí, nadie lo conocía, pero lo pusieron y les gustó cómo sonaban las primeras notas. Aquello bastaba para salir del paso. Y aquello bastó para convertir a Mike Oldfield en un fenómeno internacional.

Sin todas estas pequeñas anécdotas, Richard Branson habría encontrado otras formas de llegar a ser el multimillonario que es hoy y Virgin Galactic existiría igualmente. Pero las historias fueron las que fueron: un cúmulo de miserias que se amontonaron en el mismo lugar, y favorecieron una serie de procesos personales de putrefacción que compostaron apropiadamente el terreno.

Pensemos ahora en la llegada de Oldfield a la industria desde un plano biológico. Con sus variantes, las miserias de unos son los nutrientes de otros. En términos físicos, la vida es lucha contra la entropía, es decir, un combate por mantenerse en un estado de desequilibrio frente a la estabilidad que es la muerte. El propósito para existir es inherente a la existencia misma; todo organismo quiere vivir por la simple razón de que está vivo.

La necesidad de un sentido trascendente llegaría cuando se toma conciencia de que el propio destino es la descomposición del sistema orgánico, físico y mental, para que el flujo de información que es la vida siga su progresión hacia escalas que no pertenecen al individuo. Es la biosfera, no sus individuos, lo que preocupa a la naturaleza. ¿Será sólo cuestión de selección natural?

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Rafael García del Valle

Rafael García del Valle es licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Salamanca. En sus artículos, nos ofrece el resultado de una tarea apasionante: investigar, al amparo de la literatura científica, los misterios de la inteligencia y del universo.