De Enki Bilal ya hemos hablado en repetidas ocasiones en este espacio en relación a las obras anteriores a la que ahora comentamos, por lo que me remito a ellas para quienes estén interesados en hacer un seguimiento cronológico de la trayectoria del autor dentro de nuestro género favorito. Los tres álbumes que forman la conocida como Trilogía Nikopol fueron, y siguen siendo en mi opinión, su trabajo más logrado como autor completo (aunque no superior a Partida de caza, con guión de Pierre Christin, un drama político absolutamente recomendable que no tiene nada que ver con la ciencia-ficción).
La Feria de los Inmortales (1980) fue el álbum que marca la apertura de esa saga. En ella se nos cuenta cómo Alcide Nikopol, un hombre que, tras haber sido condenado por deserción a encarcelamiento orbital en animación suspendida, cae a la tierra treinta años después. Su miserable vida experimenta un giro radical, y no para mejor, cuando recupera la conciencia. Con una pierna amputada por la caída pero sin haber envejecido un ápice, ha ido a parar al París autónomo del año 2023, regido por el dictador Jean-Ferdinand Choublanc (que en francés significa perdedor). La situación política y social se halla marcada desde hace varias semanas por la aparición en el astropuerto de una nave en forma de pirámide tripulada por unos extraterrestres con la forma de los dioses del panteón egipcio. Ocultos a todos los ojos, sólo Choublanc conoce el verdadero aspecto e intenciones de los extraterrestres e intenta manipularlos para conseguir la inmortalidad.
Pero entre los dioses hay un renegado, el ambicioso y vengativo Horus, que rapta y cura a Nikopol con la intención de poseer su cuerpo y llevar a cabo una revancha particular contra sus congéneres. La política global y las intrigas entre los alienígenas han degenerado al nivel de grotescos y enloquecidos circos de los que se aprovecha Horus para, con el cuerpo de Nikopol, infiltrarse con una argucia en el bunkerizado palacio del Elíseo y hacerse con el poder. El destino del infeliz humano, no obstante, será la muerte, la resurrección y el internamiento en un psiquiátrico no sin antes ceder el puesto a su hijo, que, debido a la hibernación del primero, tiene no sólo igual apariencia sino la misma edad que su padre.
La historia propiamente dicha no es gran cosa. Resulta evidente que Bilal tenía en mente multitud de ideas y conceptos que no sabía bien como hilar de forma coherente y equilibrada. Efectivamente, nos encontramos con un marco general construido a base de lugares comunes bastante conocidos como son la distopia militarista, racista y sexista liderada por un individuo fascistoide cuya ambición sólo es igualada por su incompetencia; los clérigos colaboracionistas con el poder político que nadan entre la estupidez, el exhibicionismo y la crueldad; o la sociedad dividida entre los ricos privilegiados, decadentes y afeminados encerrados en sus barrios/fortaleza; y los más pobres, enfermos y desahuciados, igualmente encerrados en sus ghettos. Ese enfoque es deudor muy posiblemente de su etapa como dibujante de los guiones de Christin, escritor comprometido en cuyas obras se insertan a menudo comentarios sociopolíticos, si bien con un tratamiento mucho más inteligente que el aquí encontramos.
El desarrollo es asimismo bastante convencional y los personajes que no responden a tópicos flotan en la indefinición; los diálogos no están particularmente conseguidos y el humor corrosivo y satírico –presente en las historias cortas de, por ejemplo, Doble Dimensión – parece aquí algo fuera de lugar, por no hablar de incoherencias de bulto (¿una dictadura fascista de tipo personalista convocando elecciones? ¿naves construidas por alienígenas/dioses impulsadas por petróleo?)
Pero la verdadera fuerza del álbum y lo que le hizo merecedor de los elogios de la crítica y la apreciación general de los lectores, fue su delirante y grotesco surrealismo, rasgo que se manifestaba tanto en el plano conceptual como en el gráfico, fundiendo ambos de forma indisoluble. Las obsesiones de Bilal toman forma en un París a medio camino de lo orgánico y lo inanimado, poblado por unos seres que tanto podrían ser alienígenas como humanos mutantes afectados por la radiación de las dos últimas guerras nucleares; o en los huevos extraterrestres gigantes depositados por las calles, frente a establecimientos que venden inscripciones para la próxima reencarnación; o en esos cielos perpetuamente grises bajo los que la Torre Eiffel aún sobrevive cubierta de viscosas amebas gigantes extraterrestres; o en esas criaturas alienígenas que se asemejan a angelotes sexuados de rostro maléfico e inquietante; o en los túneles abandonados del metro, donde entre vagones oxidados y cadáveres de extrañas formas deambulan misteriosos humanoides encapuchados… todo tiene una cualidad onírica, con un pie en la fantasía y otro en la ciencia-ficción.
Esa sensación de decadencia, decrepitud y futuro desesperanzado que en obras anteriores (Doble dimensión, Exterminador 17) se había manifestado en el ámbito gráfico, ahora se funde con una narración igualmente pesimista en la que nada parece salir del todo bien: la dictadura no desaparece, sólo se transforma en una versión aparentemente más benévola e inestable; y Nikopol regresa a casa pero su locura le impide siquiera reconocer a su hijo. Es el protagonista de la historia, nunca el héroe, porque en ningún momento controla su destino, viéndose a su pesar atrapado entre alternativas poco deseables: la muerte o la esclavitud física y mental; un desertor pacifista ascendido a su pesar a poderoso dictador.
Desde el primer momento, Bilal se planteó realizar una trilogía. Sin embargo, el resultado final dista bastante de ser un proyecto uniforme y lineal. Todo lo contrario. En una decisión creativa ciertamente inusual, Bilal dejó pasar bastante tiempo entre álbum y álbum, retomando la saga sólo cuando hubiera acumulado vivencias y experiencias personales que tuvieran cabida no sólo en los personajes de la historia, sino en la propia plasmación gráfica. El resultado es que cada álbum supone una evolución considerable respecto al anterior en todos los sentidos.
Así, seis años después de la publicación de la primera entrega, en 1986, aparece La mujer trampa. Se nos presenta aquí una llamativa y melancólica mujer fatal, Jill Bioskop (palabra que en serbio significa cine), una reportera de piel blanquísima y pelo azul que viaja de Londres a Berlín dos años después de los acontecimientos narrados en el primer álbum. El asesinato de su amante durante unos disturbios callejeros la sume en una melancolía que le impulsa a mandar noticias, a través de un extraño aparato, al pasado, al periódico Liberation de 1993 (un ejemplar ficticio del cual acompañaba a la edición del álbum). Anestesiada emocionalmente a base de pastillas, se distancia del presente mientras camina hacia un futuro incierto, trayectoria que acaba sembrada por los asesinatos de aquellos hombres que intentan intimar con ella. Nikopol padre, entretanto, emerge de su locura y Horus escapa del cautiverio al que le habían sometido sus compañeros divinos. De vuelta en la Tierra retoma su alianza con Nikopol y ambos se reúnen con Bioskop para huir de la fría Europa y dirigirse al Cairo. El álbum finaliza con estos tres excéntricos personajes unidos por su falta de propósito en la vida más allá de su alienación e incapacidad para adaptarse a una sociedad con la que no parecen tener nada en común (Nikopol proviene del pasado, Horus de otro planeta y Bioskop de un presente en el que no distingue lo real de lo ilusorio), huyendo de la caza a la que les someten los alienígenas egipcios.
Seamos sinceros: Bilal, en su faceta de autor completo siempre ha estado más interesado en la experimentación estética que en la construcción de historias sólidas. Ciertamente, aquí desaparecen el humor o la sátira política que hasta cierto punto lastraban La Feria de los Inmortales , pero la narración general es, no ya extraña, sino confusa e incoherente. ¿Por qué escribe Jill noticias hacia el pasado? ¿Quién es y qué propósito tiene el misterioso amante alienígena que no aguanta la luz? ¿Qué la impulsa a lanzarse en los brazos de Nikopol nada más conocerle?
Da igual, lo que aquí importa es el aspecto visual. A mitad de camino entre la estética de la novela negra y la tragedia surrealista, la acción comienza en un Londres opresivo, siempre cubierto por una malsana niebla blancuzca y sumido en criminales enfrentamientos raciales/religiosos. De los muros de los edificios, agrietados y sucios, sobresalen colas de cohetes o misiles, como residuos oxidados de una guerra olvidada. El hotel Savoy, en el que se aloja Jill, parece a punto de derrumbarse, con alfombras corroídas, cañerías supurantes y muros desconchados. Las habitaciones, los muebles, los edificios, la propia ciudad, parece una vieja reliquia, símbolo de un pasado devorado por la decadencia y el abandono. Todo tiene un aspecto añejo en su estilo y decoración, pero también humanizado y sensible, como si hasta las paredes pudieran sangrar.
Berlín, único enclave autónomo del imperio checo–soviético no es mejor: devastada por conflictos entre grotescos grupos islamo-cristianos (como un anticipo de lo por venir en Sarajevo). Bioskop se mueve como en un sueño por parajes pesadillescos cada vez más surrealistas, como ese edificio-búnker mezcla de iglesia y mezquita y sobre cuyos tejados explotan huevos gigantes; o las escenas reminiscentes del Muro –todavía en pie en aquel momento–. La estructura más o menos convencional de La Feria de los Inmortales deja paso aquí a una narración de ritmo extraño estructurada como serie de viñetas/ilustraciones en los que el texto se margina en cartuchos independientes o pequeños y escasos bocadillos.
Cabe destacar en el apartado gráfico el predominio del color sobre la línea. La aplicación del color directo ha sido siempre uno de los puntos fuertes de Bilal y gracias a él ha conseguido llevar a un nuevo nivel la capacidad expresiva del medio, puesto que las tonalidades y los cambios sutiles de matices –mezcla de acrílico y pastel– ayudan a impregnar esas viñetas/ilustraciones de la emoción adecuada, en muchas ocasiones de forma más tenue y efectiva que el propio trazo de tinta. Las fotografías en blanco y negro coloreadas que utiliza aquí y allá como fondos no sólo ayudan a plasmar en una sola escena el mundo real y el percibido por la protagonista, sino que, junto a la forma alargada de las viñetas, anticipan las incursiones en el medio cinematográfico que inmediatamente después realizará el autor con resultados discutibles.
Efectivamente, el estreno de su primera película, Bunker Palace Hotel (1989), se salda con un fracaso que le empuja a terminar la trilogía. En 1992 aparece el último episodio, Frío Ecuador, en el que introduce múltiples referencias a su reciente descalabro cinematográfico. En 2034, el gobierno progresista de Nikopol hijo ha sido finalmente derribado por los fascistas. Su revolución ha tenido una vida corta y él comienza la búsqueda de su padre, un periplo que le lleva al interior africano. Su primera etapa es un decrépito –¿qué no lo es en la ciencia-ficción de Bilal?– estudio cinematográfico en el que su padre y Jill Bioskop comenzaron a rodar una película años atrás dejándola inconclusa. Al azar, se sube a un tren que se dirige hacia el sur, hacia el Ecuador. El tren sólo transporta un humano –todos los vagones están ocupados por animales inteligentes–: Yelena, una genetista embarcada en su propia búsqueda.
El destino de todos los personajes se da cita en Ecuador City, ciudad de población humana y animalista que nació como centro de distribución de ayuda humanitaria, creciendo de forma monstruosa hasta convertirse en una población de miles de seres gobernados por un consorcio privado devenido mafia corrupta y tiránica. Escondido en la ciudad bajo una identidad falsa se halla Nikopol padre, tutelado por Horus y dispuesto a conseguir el título de campeón mundial de un delirante juego que mezcla boxeo y ajedrez. Sobre la ciudad aparece la pirámide de los dioses/extraterrestres, que no han cejado en la caza del renegado Horus.
Como conclusión, Frío Ecuador es una historia delirante de encuentros y desencuentros con un excesivo rebuscamiento conceptual que contrasta con la simpleza de su propuesta argumental. Sus imágenes oníricas y surrealistas, repletas de una simbología demasiado personal como para poder interpretarla, se imponen a un texto desigualmente distribuido y mal aprovechado. Para una estructura narrativa en la que abundan las planchas de dos viñetas, yay demasiados personajes como para desarrollarlos adecuadamente. Yelena, el boxeador John Elvis Johnelvisson y su grotesco manager, los líderes del consorcio de Ecuador City… son presentados de forma prometedora, pero jamás llegan a fructificar y la historia termina de forma extravagante, abierta e insatisfactoria.
La turbadora e inolvidable visión que Bilal nos ofrece en esta trilogía gráfica es la de una distopia decadente, barroca y desconcertante que desafía cualquier intento de clasificación y cuya inspiración dentro del género podría remontarse a directores cinematográficos como Andrei Tarkovsky (Solaris o Stalker). La intensa y desbordante personalidad gráfica y conceptual de su autor no hace de estos tebeos obras fáciles de abordar y requieren de una atención y acercamiento particulares.
Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.