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Tres Giocondas para el Liceo

En un test cultural rápido, la respuesta inmediata al estímulo suscitado ante la palabra La Gioconda la mayoría de la gente probablemente respondería: “Leonardo da Vinci”, recordando el famosísimo y enigmático cuadro que se exhibe en el Louvre parisino. Pero puede que un aficionado a la ópera, fanático o no, se motivaría más evocando al compositor Amilcare Ponchielli que en 1876 estrenó en la Scala de Milán un partitura de idéntico título, basada en Angelo, tirano de Padua de Victor Hugo y que lograría per omnia secula seculorum eternizar su fama por encima de otras obras suyas hoy día prácticamente olvidadas salvo por referencias enciclopédicas.

La Gioconda es una ópera espectacular y brillante, por la excelencia literaria de barroquísimo lenguaje redactado por Arrigo Boito (bajo el seudónimo de Tobia Gorrio, anagrama de su nombre), la riqueza, variedad de y aparatosidad de sus escenas y, especialmente, por la facultad de ofrecer a sus intérpretes numerosas ocasiones de lucimiento paralelas a sus onerosas exigencias vocales. Seis voces que recorren todas las posibilidades canoras del ser humano: soprano, tenor, mezzosoprano, barítono, bajo y contralto. Por lo demás, el coro tiene también su cometido, el director de orquesta su lucimiento y no menos el director de escena. Sin olvidar el famosísimo ballet La danza de las horas. Una obra, pues, que parece la culminación, la apoteosis de la ópera italiana el Diecinueve.

El Gran Teatro del Liceo recuperó en la temporada 2018-2019 una producción de Pier Luigi Pizzi allá estrenada en 2005, asimismo programada en Verona, Roma, París-Bastille y el Real madrileño. Por ella han pasado sopranos de diferente cualidad pero con una en común, la de ser una cantante de poderosos medios y reconocibles posibilidades dramáticas: Andrea Gruber, Violeta Urmana, Deborah Voigt, Susan Neves o Elisabete Matos.

De nuevo, gracias a la transmisión del Palacio de la Prensa madrileño, días después de la avalancha agobiante de la final de la Champions que colapsó el centro de la capital, incluida la plaza del Callao, se pudo disfrutar de esa velada en una representación en conjunto algo desigual.

La producción de Pizzi es impecable, fruto de tantos años de una actividad iniciada 1951 con apenas 21 años, primero como decorador y figurinista, luego como factótum total de los espectáculos, salvo la iluminación que suele dejar a colaboradores fijos, en este caso el asimismo importante director escénico Massimo Gasparon. El escenario dominado siempre por amplias escaleras en un gran espacio capaz de facilitar las escenas de mayor intimidad y acoger las masivas incluido el momento danzable, evoca una Venecia sobria casi estilizada pero rápida e inequívocamente reconocida. La acción, pues, la cuenta Pizzi con rapidez y claridad, añadiendo su particular y exquisita sensibilidad artística, dirigiendo a los cantantes principales sin excesos, dejándoles cantar cómodamente, y a los figurantes con mayor disciplina que a un coro que cumplió con profesionalidad.

Un sutil detalle de la observancia de Pizzi hacia el texto boitiano: cuando Laura se reúne con Alvise al inicio del acto III, éste le dice en el texto original “sedete” (sentaos). Como la escenificación carece de un lugar para sentarse, entonces le indica: “scendete” (descended), ya que lo que hace la mezzo es bajar por las escaleras. ¡Gracias, Pizzi, por tu respeto a Boito y Ponchielli! Sobre todo en época de descontrolado, caprichosos e imperdonables desacatos…

El Liceo había previsto en su doble reparto a dos sopranos de orígenes nacionales y repertorios bien dispares: Irene Theorin, de experiencia wagneriana, admiradísima en el teatro barcelonés (previamente aplaudida como Isolde y Brünnhilde)y que con la parte realizaba un muy esperado debut, y la nueva spinto italiana de ascendente e imparable proyección internacional, Anna Pirozzi, que volvía la teatro tras su Odabella de Attila.

Pero Theorin hubo de suspender por intempestiva y engorrosa enfermedad y para sustituirla apareció una tercera Gioconda que fue la que disfrutó de la toma cinematográfica: la madrileña Saioa Hernández. El nombre y la personalidad vocal de esta joven cantante ya había sido anunciada de alguna manera a partir de un recital tinerfeño de 2011, dirigido por Jorge Rubio, donde había llamado poderosamente la atención cantando partes verdianas tan exigentes como Elena, Elisabetta di Valois, la Leonora sevillana y Aida. Poco después, el sello Bongiovanni nos hacía llegar la lectura completa de Zaira de Bellini captada desde el festival de Marina Franca. Saioa, por otro lado, ya se había presentado en varias localidades españolas y europeas con un repertorio de extraordinaria diversidad: Fiordiligi, Lucia di Lammermoor o Gilda, Imogene de Il pirata, Micaela de Carmen, Tosca, Luisa Miller, Amelia, Wally de Catalani, Francesca de Zandonai, así como en partituras patrias de La tabernera del puerto, El Gato Montés, Curro Vargas.

Sin embargo, el gran espaldarazo la había recientemente disfrutado gracias a Riccardo Chailly al elegirla para dar pistoletazo de salida a la temporada de la Scala de Milán 2019-2020, como Odabella de Attila.

Se puede ya adelantar: la Hernández fue la mejor del equipo. Voz ancha y colorida, graves carnosos, agudos de una seguridad apabullante, sin problemas ante una partitura sopranil onerosísima, a los que añadió recursos actorales convincentes y una presencia física muy atractiva. El único borrón, mínimo ante tanta exuberancia, fue la repetición de frase del aria Suicidio! que cambió un poco para que le resultara más fácil desarrollarla: domando al cielo de dormir quieta. Una soprano spinto a la italiana con toda la regla, con un presente extraordinario y un futuro mejor.

A su lado, deslumbró también la Ciega de María José Montiel y de hecho, en los aplausos finales, se llevó la ovación más cerrada. Cantó su arietta del rosario de forma excelente por la variedad expresiva y la exhibición de notas tenidas (permitidas por la batuta). La Montiel merecería la parte más importante de Laura Adorno.

Y no es que en este caso la imponente Dolora Zajick, más cercana a los setenta que a los sesenta años, con la voz aún firme y extensa, no estuviera a la altura del cometido. Pero a esta Laura la edad le pasó factura por el físico (reflejado sin piedad por las cámaras) y una cierta desgana interpretativa, fruto puede de la rutina o el cansancio profesional.

Desgana que asimismo pareció ser el principal motor de su esposo escénico Alvise Badoero, Ildebrando d’Arcangelo, pese a que puso todo de su parte para destacar en su particular escena, aria y dúo, en realidad los momentos más flojos de una partitura llena de aciertos.

Gabriele Vivian, por su parte, intentó dar relieve a la maldad de Barnaba; algo que consiguió intermitentemente, con una voz que precisa de mayor empuje y sonoridad de la suya. Al contrario del Enzo de Brian Jadge, riquísimo instrumento de colorido homogéneo y poderoso pero manejado por un intérprete de un fraseo torpe y un canto de una superficialidad, como mínimo, preocupante.

El ballet concebido por Gheorge Iancu (otro habitual de Pizzi), aggiornato por Francesco Marzola, cumplió con efectividad su cometido, destacando como es lógico la pareja principal: Letizia Giuliani y Alesandro Riga.

Colaboró sin altibajos el resto del equipo: Carlos Daza, Marc Pujol y Beñat Egiarte.

Guillermo García Calvo reflejó una lectura ejemplar por lo bien que hizo sonar a la orquesta y por lo mejor que supo acompañar a los solistas, tratándose, pese a la cuidadísima escritura instrumental, de una ópera de voces.

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Fernando Fraga

Es uno de los estudiosos de la ópera más destacados de nuestro país. Desde 1980 se dedica al mundo de la música como crítico y conferenciante.
Tres años después comenzó a colaborar en Radio Clásica de Radio Nacional de España. Sus críticas y artículos aparecen habitualmente en la revista "Scherzo".
Asimismo, es colaborador de otras publicaciones culturales, como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Crítica de Arte", "Ópera Actual", "Ritmo" y "Revista de Occidente". Junto a Blas Matamoro, ha escrito los libros "Vivir la ópera" (1994), "La ópera" (1995), "Morir para la ópera" (1996) y "Plácido Domingo: historia de una voz" (1996). Es autor de las monografías "Rossini" (1998), "Verdi" (2000), "Simplemente divas" (2014) y "Maria Callas. El adiós a la diva" (2017). En colaboración con Enrique Pérez Adrián escribió "Los mejores discos de ópera" (2001) y "Verdi y Wagner. Sus mejores grabaciones en DVD y CD" (2013).