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Susan Sontag y los estilos radicales

Para la edición española de su libro de 1969 Styles of Radical Will (Estilos radicales, traducción de Eduardo Goligosky, Alfaguara), Susan Sontag (1933-2004) escribió un breve posfacio, donde defiende la radicalidad de los años sesenta frente a esta otra, radicalmente conformista década de los noventa.

También admite: “Lo que amaba entonces sigo amándolo hoy. Pero los objetos de mi ardor eran más frágiles de lo que imaginaba”.

Inteligente y honesta, Sontag acepta el decreto de la historia, que nos aleja del pasado como de un amor extinguido. En efecto, seguimos amando lo que amábamos, que es eterno (por eso lo amamos) pero no a quien amábamos, porque es mortal y desaparece con el tiempo.

Me gusta Sontag, aunque no me gusta todo lo que dice. Me gusta más lo que va diciendo, el espectáculo de una inteligencia alerta y preocupada por lo que quiere bien, sospechosa de sus preferencias.

Sus lectores acabamos compartiendo sus vaivenes, pensando con ella, y esto es lo mejor que puede ofrecernos un escritor. Aparte, hay ciertas complicidades “generacionales” (fea palabra, no hallo otra) que me acercan a Sontag. Edades similares, escape provisional a un final amenazante (cáncer, dictadura militar), memoria de un tiempo compartido en la juvenil parcela de la vida que guarda los necesarios entusiasmos primeros.

Es verdad que ella se entusiasmó por Bergman y Godard, que a mí siempre me aburrieron, el uno por anticuado y el otro por seudomoderno, pero la espera de una gran renovación política y cultural en el mundo del sesenta nos afectó en medidas comparables.

Naturalmente, hay una diferencia de peso. La que va de la Argentina de mi juventud a los Estados Unidos de la suya. Si rebobino la película, veo un mundo que de bipartito se torna tripartito.

Aparece una zona que escapa a la división de la conferencia de Yalta–Postdam, un mundo terciario confusamente agrupado en torno a Nasser, MaoDe Gaulle y –para la ufanía argentina‒ anunciado por Perón. La astucia de la historia, como siempre, mantenía sus naipes boca abajo. Cuando los descubrió, el resultado fue más bien sorpresivo.

Releídas hoy, las páginas de Sontag sobre Estados Unidos y Vietnam describen otra perspectiva: son el documento de una norteamericana autocompasiva y filial, hija de un país enorme que ella, con involuntaria megalomanía, considera una suerte de Imperio del Mal (más o menos, lo que Ronald Reagan opinará, años más tarde, de la Unión Soviética). Sociedad conservadora y acorralada, máximo exponente de ese cáncer de la historia humana (sic) que es la raza blanca (sic), víctima de su adolescencia prolongada, la civilización norteamericana destruye viejas culturas, rompe el equilibrio ecológico del planeta y pone en peligro la vida misma de la especie.

Más o menos, lo que alborozaba a Marx y Engels y terminó entristeciendo patéticamente a los marxistas del sesenta. En términos freudianos (que Sontag recoge): la neurosis de la cultura, el resultado de la historia. Una contradictoria fe en la violencia que se compensa o se desgarra al enfrentarse con su propio e insaciable moralismo.

El entusiasmo de Sontag por el Vietnam que lucha contra los Estados Unidos es la fascinación por esa humanidad sin historia, inocente y puro, ese conglomerado de bons sauvages rusonianos que son seres unitarios e ignoran la disociación de nuestra subjetividad (o sea: la base de nuestra vida moral) y carecen de herencia de culpa (es decir: de pecado original).

No han caído, están en el Paraíso. Son alegres y sinceros –aunque Sontag no entiende lo que dicen– y la guerra, en vez de fastidiarlos, como a cualquier mortal, los ha hecho más democráticos y civiles, siendo que sus tradiciones resultan fuertemente jerárquicas.

En rigor, han vivido casi siempre en guerra: de sus 4.000 años de historia, 2.000 han sido de invasión extranjera y luchas de independencia. Los vietnamitas son como los judíos: mártires e invulnerables. Se dan el lujo de admirar a sus enemigos y mimarlos si caen prisioneros.

Tal vez, sin saberlo claramente, cumplen la parábola de la humillación y la renuncia, la cristiana parábola de la purificación.

Quizá Sontag fuera mucho más cristiana de lo que se cree, y esa admiración por la víctima le viniera de la figura cimera del cristianismo, un Dios encamado y escarnecido en la tortura de la cruz. Heroicos y marciales, los vietnamitas de Sontag son una suerte de guerrilleros de un Cristo invisible, el pueblo redimido por el comunismo, nueva Encarnación, esta vez colectiva.

No obstante su deslumbramiento, Sontag percibe algunas desazones: hay tiendas para extranjeros y altos funcionarios; ella banquetea con sus guías y anda en coche con chofer en medio de una población pobremente vestida y alimentada; sabe que troskistas y pequeños propietarios han sido exterminados bajo los retratos de Stalin; los periódicos locales le merecen abominación.

En fin: la tratan como si fuera una niña y no pudiera dejar de serlo, sometida siempre a una supervisión benévola. Pero la paradoja fuerte de su viaje a Hanoi es que no le gustaría vivir en ese país admirable, donde la mayoría ha mejorado su vida y la minoría a la que Sontag pertenece, se vería empobrecida por la uniformidad igualitaria.

Ella necesita variedad e ironía, dos cosas que el comunismo prohíbe, porque ha hallado la forma definitiva de la vida excelente: austera, casta, disciplinada, homogénea, libre de dudas y disidencias. “Los voraces hábitos de mi espíritu impiden que me sienta cómoda con lo que más admiro (…) y me unen sólidamente a lo que condeno”.

Agobiante y monocromático, el Vietnam que seduce a Sontag no es su país. Es el Reino del Bien y Sontag pertenece al Reino de la Cultura, que lo es del Pecado. En efecto, la escisión lleva a la distinción y la posibilidad de cometer malos actos.

El placer de disfrutar los bienes de la cultura es, finalmente, malo, porque es precisamente placentero. La bondad surge de la abstención y el dolor.

¿Cómo conciliar estas oposiciones? Sontag propone una fórmula transitoria que no deja de ser una expresión de júbilo, o sea de aquiescencia: la confortable distancia solidaria que aprueba el Reino del Bien desde el Reino de la Cultura.

Desde luego, los años han pasado y el ser amado ha envejecido y muerto. Los soldados norteamericanos que pelearon en Vietnam vuelven a las tabernas de Hanoi donde los atienden sus antiguos enemigos, convertidos en emprendedores yuppies. Pero el objeto del amor sigue allí, incólume, en el Paraíso de la unidad anterior a la historia.

La parábola de Sontag, descrita por ella misma con sincera lucidez, es la de muchas inteligencias modernas, que sospechan de su propia modernidad.

¿No habrá sido un gigantesco error modernizar al mundo, abrir la caja de Pandora del desarrollo indefinido, investigar la naturaleza en vez de dejarla dormitar su equilibrada rutina, cultivar la duda en la escisión del ser y la conciencia? ¿No será mejor “ser vietnamita”, ir con alegría al heroico sacrificio y vivir en la obediencia estoica del soldado?

En ese sentido, las devociones paralelas de Sontag –GodardBergmanBarthesArtaud, la vanguardia pop, la contestación antiburguesa– resultan igualmente pecaminosas, hijas de la infinita escisión que llamamos inteligencia y que no soporta la repetición y la ignorancia propias del campesino sencillo y paciente, que se sabe habitante de un tiempo cíclico ya instalado en la eternidad. Nosotros, los jóvenes del sesenta y los maduritos del noventa, nos sabemos modernos, es decir históricos, efímeros, transitivos y, ahora, también transaccionales.

¿Dónde estarán hoy la unidad, el ser, la inocencia y la alegre disciplina de las guerras de liberación? ¿Lucharon aquellos esforzados campesinos vietnamitas para llegar a la globalización de la aldea planetaria y las sórdidas peleas del mercado internacional?

Imagen superior: «Regarding Susan Sontag» (2014), de Nancy Kates.

Copyright del artículo © Blas Matamoro. Este artículo fue publicado originalmente en la revista Vuelta, y aparece publicado en Cualia con el permiso de su autor. Reservados todos los derechos.

Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")