Como de costumbre, la prensa rosa encontró en marzo de 2024 materia inflamable en la casa real británica. El rey parecía gravemente enfermo y se retiró de su despacho habitual. La reina estaba de viaje. El sucesor era inexperto y apenas se lo veía. La princesa consorte no se sabía si pertenecía aún a este mundo o si había optado por el otro.
Si me tocase juzgar este cañamazo como lector de guiones en una productora de cine, lo rechazaría. El argumento lo solía explicar la escritora argentina Beatriz Guido: la vida a veces se equivoca y para eso está el arte, para corregirla.
Hace siglos que no existen en Occidente monarquías absolutas. Las hemos sustituido por democracias liberales, repúblicas, monarquías constitucionales o dictaduras. Sin embargo, nuestros públicos siguen interesados por las coronas y las diademas de las personas que ostentan títulos nobiliarios.
También los dibujos animados continúan contando las historias de Blancanieves y la Cenicienta, el Rey León y la Princesa del Dólar. La sota monta a caballo y llega a ser reina. Sota, caballo, rey.
A su vez, la monarquía, aparte de contener recuerdos de grandezas perdidas como es el caso de Inglaterra, pone en escena uno de nuestros mitos más poderosos: la familia inmortal. En efecto, siempre a un rey sucede otro pues a rey muerto, rey puesto. La inmortalidad de esta familia paradigmática asegura, por su parte, la identidad y la continuidad de un Estado.
Y es lo que sucede en Inglaterra, cuando uno de los poderes del Estado juega a estar ausente. Una familia real no es cualquier familia, es la Familia por excelencia porque corporiza al Estado, da carne mortal a una entidad inmortal. Por eso no hay que descabalgar al rey pues corre el peligro de convertirse en una mera sota.
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