La literatura de Azorín invoca la serenidad que nace de lo cotidiano, lo casero, lo vulgar. El escritor lo sabe tratar primorosamente, según dijo alguna vez su lector juvenil Ortega y Gasset. No obstante, a los españoles de su generación, en especial a los agrupados en el llamado Noventa y Ocho, el tiempo les propuso unas marcas violentas y traumáticas: el desastre colonial, la semana trágica, Annual, la guerra civil. El plácido escepticismo de Azorín, la calma en la tempestad, puede ser una respuesta a las cuestiones de la historia. Cuestión es pregunta.
Quizá fuera éste el problema identitario del Noventa y Ocho. Si en la historia nos ha ido mal ¿qué hacemos con ella? Una salida sería la paradójica entrada, el refugio en el hogar y la privacidad. Así lo vemos en los saloncillos donde transcurren las comedias de Benavente, los aventureros de Baroja que vuelven al txoko tras la desilusión mundana, los carlistas de Valle-Inclán que se encierran en sus pazos y mansiones góticas.
La alternativa azoriniana, como la de tantos poemas machadianos, es buscar paisajes donde la historia parece no existir, donde ha huido y dejado un rastro inerte. Las viejas ciudades con sus barrios inmemoriales, los pueblos donde rigen costumbres arcaicas, los panoramas despoblados de sierras y mesetas. Aquí no ha pasado nada y si ha pasado, justamente, ha pasado sin dejar huella. La marca es anterior al cataclismo.
La opción de Azorín no es la indiferencia. Baste leer sus páginas sobre la miseria andaluza, unas crónicas encargadas por un diario monárquico como el ABC. Tal vez el escritor rememoró su juventud anarquista y sus novelas así llamadas orgánicas, La voluntad y Antonio Azorín. En ellas se retrataba una juventud intelectual que buscaba un lugar en el espacio español, sin hallarlo. La opción era el nihilismo libertario o el retiro meditativo del azoriniano pequeño filósofo.
En esa suerte de rincón de la historia, Azorín dio con la intimidad de la vida española recóndita, inerte si se quiere pero una suerte de almacén ideal de reservas morales. La moral del “no me toques” evangélico, si se prefiere, pero también una especie de fraternidad estática, llena de espera o de vacío, si cabe el oxímoron, como en el Noventa y Ocho. Azorín rescató para ella a muchos escritores olvidados del pasado español, visitó los pueblos, recorrió la ruta de Don Quijote. Se descubrió andariego como Teresa de Ávila y meditativo como Juan de Yepes. En todo caso, silencioso de soledad sonora, atento al habla y melancólico al igual que Cervantes. No hay en sus andanzas españolas ninguna alharaca imperial ni patriótica. La suya es la España de las pequeñas cosas y de las pequeñas gentes. En todo caso, la grandeza española está secretamente guardada en sus clásicos de la escritura.
Los últimos años de Azorín sucedieron en el silencio de la persona aunque su trabajo de escritor siguió su curso. Los encuentros con un maestro taciturno hacían pensar en una actitud, no decir nada en una España semiderruida por la guerra, poblada de paradójicas ausencias, las de tantos compañeros de generación: Antonio Machado, Unamuno, Maeztu, Valle-Inclán. Rememoraban en silencio aquella fecha en que España advirtió la pérdida definitiva de su imperio colonial. Los escritores del Noventa y Ocho consiguieron obtener un provecho de la inevitable desdicha. Por un lado, escarbaron en la herencia de la lengua y, por el otro, recibieron su renovación a partir del modernismo que venía de la lejana y perdida América, cuando se volvió recuperación y proximidad. En el culto por la minucia y la primorosa vulgaridad de Azorín hay mucho de este acercamiento en el espacio común de una lengua. En el silencio de la historia, el oído atento escuchó un eco.
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