Don Claudio Sánchez-Albornoz dijo: «El Occidente mismo no existiría y sería incomprensible sin España. Porque no hemos sido un pueblo deudor, sino un pueblo acreedor de Europa. Aunque otra cosa crean quienes en esta hora (en cada hora triunfa una escala peculiar de valores que la hora anterior no estimó de igual modo y que la hora siguiente jerarquizará de otra manera) otorgan crédito preferente a actividades y creencias humanas que el homo hispanus (es injusto decir que no ha sabido) no ha podido llevar a cabo. Aunque otra cosa crean quienes a la hora de hoy desdeñan las gestas y las creaciones que nosotros hemos realizado y valorado y seguimos realizando y valorando».
Soy lectora compulsiva. Lo he sido toda mi vida. En todo momento y lugar debo estar leyendo algo y, si no es un libro, cualquier cosa me vale: una valla publicitaria, un prospecto farmacéutico, unas instrucciones, un cartel explicativo…
Dejé de leer cuentos con apenas ocho años y pasé, directamente, a novelas históricas. ¿Mi favorito? Charles Dickens. Seguido, muy de cerca, por sir Walter Scott (con el sir, no me sale decirlo sin el señor).
Con once años ya me había leído buena parte de la producción de ambos. Entonces me dio por leerme a Agatha Christie y a sir Arthur Conan Doyle. Lecturas que enriquecían mi conocimiento del mundo británico. Enriquecimiento que se nutría, además, con las películas que veíamos los sábados a mediodía. Esas de caballeros medievales, aquellas de piratas caribeños (nada que ver con los depps actuales), o las otras de reinas vírgenes pelirrojas que mandaban a hombres bellísimos… Todo ello, en variopinto cóctel mental, consiguió hacerme pensar lo maravilloso que resultaba ser inglés.
Los ingleses, pensaba yo, son unos tipos inmensamente afortunados. Tienen una historia gloriosa. Y yo, fanática de la Historia, me sentía una pobre desgraciada. No había novelas con héroes españoles. No había películas con estupendas historias patrias, desarrolladas en escenarios de nombres tan sugerentes como Nottingham que, seamos sinceros, suena infinitamente mejor que Tembleque, pongamos por caso (pueblo bonito rebonito, por otra parte).
Bien. Pasaron muchos años antes de que empezase a fascinarme por la Historia de España. Y muchos más antes de comprender que los ingleses sólo habían imitado el modelo de imperio previamente diseñado por los españoles. Fue, entonces, cuando empecé a mirar con otros ojos la historia de mi país. Una gran historia, plagada de héroes tan atractivos como los británicos que yo había admirado en mi niñez.
Escribir sobre Edad Moderna, señalar a Felipe II como mi ídolo, enamorarme de esa Sevilla capital del mundo… me ha servido para que muchos me sitúen del lado del fascio más extremo. De ahí que hace ya tiempo me sienta muy a gustito en tierra de nadie y observe a tanto intelectualoide de manual, a tanto cultureta de salón con cierto hartazgo rayano en la desidia más absoluta.
No consigo entender a tanto y tanto ser vivo que aborrece esto de España, de los españoles, de la patria, de… «La nacionalidad no se elige, es un simple accidente en tu biografía…» Pues ¡bendito accidente! Porque me podía haber tocado nacer en el Yemen o en Mali y ser maltratada, apedreada, mutilada y violada sólo por el hecho de ser mujer.
Me gusta mi país. Me gusta mi cultura. Me fascina mi historia milenaria. Y nuestra maravillosa gastronomía. Y el arte que destila toda la Iberia en su conjunto. Somos ciudadanos del mundo, evidentemente. Y, luego, somos occidentales. Y, más tarde, europeos. Y, si seguimos aumentando el objetivo de nuestro microscopio, somos mediterráneos. Y, por último, hijos de nuestro padre y nuestra madre, en última instancia, nuestra única y verdadera patria.
En resumen: nací en España. Soy española. Me criaron en la cultura judeocristiana. A mí y al resto de los que tanto despotrican a favor y en contra. Así que, por favor, coherencia. Si no quieres ser español, te declaras apátrida y todo resuelto. Si reniegas de tus orígenes judeocristianos, pero resulta que has sido bautizado y formas parte de la comunidad católica (como todo hijo de vecino de mi generación y anteriores), pues te vas a la iglesia más cercana y abjuras.
Es lo bueno que tiene vivir en un país libre: todos tenemos cabida, todos podemos hacer lo que nos venga en gana. Eso sí, tu libertad termina donde empieza la mía, y resulta que me puede molestar, por no decir joder directamente, que te pases el día entero insultando cosas que, aunque a ti no te importen un carajo, para mí sean importantes.
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