¡Se fue la luz!, oigo exclamar no menos de una vez al día en la colorista y luminosa ciudad de Mérida, capital del estado que lleva su nombre, en la cordillera Andina de Venezuela. Pero no, no «se fue la luz», la cortaron. Los habituales apagones no se deben a ninguna avería, sino a cortes programados por el gobierno debido a la imposibilidad de costear el suministro de forma general y continua. Los cortes diarios de luz suelen durar una media de cuatro horas; pueden producirse dos o tres al día, y en ciertas localidades han llegado a estar semanas enteras sin electricidad. Si tomas un ascensor te arriesgas a echar la tarde en él. Ahora piensa en tu vida cotidiana e imagínala a oscuras, sin poder trabajar ni estudiar, sin internet, con la nevera apagada, sin aire acondicionado ni cualquier otro aparato eléctrico funcionando. Sin la Champions ni tu serie de Netflix… Venezuela, en algunos aspectos fundamentales, es «sin».
No puedo en absoluto presumir de conocer Venezuela, apenas pasé tres semanas en la capital merideña y en algunos pueblos de los alrededores. Pero sí tuve el privilegio de asomarme a su realidad cotidiana como algo más que un mero turista, -realmente pude vivir eso que la modernidad llama «una experiencia inmersiva»-, gracias a los amigos que me acogieron y hospedaron, a haber podido conversar con gente de todo tipo y condición, y a haber estado atento a los mil detalles que marcan la vida de un lugar más allá de costumbres y diferencias culturales. Y es con esas vivencias de primera mano, con las que me atrevo a trazar un esbozo un tanto impresionista, pero creo que en absoluto maniqueo ni desviado de la realidad.
Proyecté esta aventura como un viaje de placer y de introspección personal, en busca de inspiración, de aires nuevos, y con el deseo de vivir una valiosa experiencia que acabó superando la mejor de mis expectativas. Tras una noche de escala en Caracas -directo desde Madrid-, tuve que volar hasta la localidad de El Vigía, para luego trasladarme desde allí a Mérida en taxi por una carretera destartalada -con más trampas que una partida de Mario Kart-, atravesando unos parajes montañosos de fantasía que resultan abrumadoramente hermosos a los ojos del recién llegado.
Venezuela no está actualmente en el foco del interés turístico internacional por razones obvias, y por paradójico que suene, tratándose de uno de los países del mundo con más atractivo a tal fin. No es fácil organizar un viaje a según qué zonas, ni contratar vuelos con las compañías locales «Estelar» y «Láser» (que no operan en España), a lo que se suma alguna que otra traba burocrática menor, y a que no se considera un destino seguro. De modo que hacer una semblanza de la actualidad venezolana desde una mirada externa resulta hoy día algo poco usual, y una oportunidad que no puede ser desaprovechada.
Llegué a Mérida el día de San Valentín, y el flechazo fue instantáneo. Mérida es una preciosa ciudad de estilo colonial, asentada longitudinalmente entre los ríos Albarregas y Chama en un gran valle de altas montañas, con sus calles llenas de color y vida, sus plazas de estilo español, su catedral barroca, y una viveza bulliciosa y latente. Mantiene los rescoldos de lo que fue hasta no hace mucho una ciudad Universitaria de prestigio cultural en el país, a la que acudían jóvenes de toda Venezuela para realizar sus estudios, comparable -por poner un ejemplo-, a la ciudad de Granada en España, también por su orografía y su carácter turístico. Ese dinamismo estudiantil ha ido disminuyendo en estas dos últimas décadas hasta reducirse a algo que empieza a resultar anecdótico, y sostenido a base de esfuerzos individuales, que no de fondos ni recursos, ni impulso público alguno, sino más bien todo lo contrario.
Mérida posee también sus extrarradios menos recomendables, barriadas que el turista no suele visitar. Si bien no es una ciudad por la que haya que transitar con temor, conviene hacerlo con cautela en ciertos lugares y a ciertas horas del día, y tratando de mimetizarse con el ambiente. No cometas el error de pasearte con una camiseta roja -como hice yo sin ser advertido a tiempo-, ya que dicho color está asociado con los partidarios del chavismo, y esto es algo que hoy día despierta recelo y poca o ninguna simpatía. Sorprende lo prolijo del pequeño comercio, los puestos en las calles, mercaditos, tiendas, galerías compartidas por distintos negocios, y rincones donde resulta apetecible comer una arepa, un guiso, una cachapa, o un pabellón, y todo ello a precios bastante económicos.
Los merideños son, por lo general, gente afable, educada y tranquila; buenos conversadores, un tanto reacios al principio con el extranjero, aunque se acaban abriendo con una mezcla de orgullo y aceptación cuando comprueban que no has ido allí a juzgarles, ni a robar el oro y las mujeres, ni a matar a «Nevado» (el perro de Simón Bolívar), como cuenta la leyenda que hizo un soldado español, cosa que aún hoy no nos han perdonado. Cuando especifico que vengo de Madrid, el tema futbolístico aflora de inmediato, pues no falta allá un seguidor del Madrid o del Barça interesado en la liga -cuestión delicada para un «colchonero» como yo-, ni falta tampoco quien te diga que tiene un hijo o un hermano viviendo en alguna de nuestras ciudades, haciéndose patente lo generalizado de la diáspora venezolana.
Y es que, junto con el famoso «se fue la luz» -asunto con el que abría este relato-, «desde que llegó el sosialismo…» es también una expresión que escuchas cuando te toman confianza y se arrancan a hablar, una frase que precede a la narración de alguna situación catastrófica o de carestía que revela un estado de venida a menos, una crítica a la falta de recursos y mantenimiento, tanto en las estructuras sociales como en las infraestructuras y servicios públicos. No olvidemos que Venezuela ha pasado en pocas décadas de ser el país más rico de Sudamérica, a tener una de las rentas per cápita más bajas del continente.
Desde que llegó el socialismo comenzó la diáspora de quienes deberían ser el músculo de la sociedad venezolana: jóvenes formados, profesionales, intelectuales, gente con recursos y capacidad emprendedora; aquellos que no han visto más salida que buscarse la vida fuera del país para desarrollar sus proyectos vitales y, ya de paso, para contribuir a sostener la economía de las familias que dejaron atrás, y a la que tanta dificultad tienen para volver a ver. Porque el coste de los vuelos, y los «pagos extra» con los que grava deliberadamente una burocracia asfixiante y corrupta, obstaculizan el libre tránsito de personas, un duro castigo sobreañadido al que ya de por sí impone la distancia del exilio.
Los sueldos en Venezuela son notablemente bajos, y si hablamos de empleados públicos, me sigo preguntando cómo puede vivir un profesor universitario, un funcionario, o un pensionista, con un sueldo de cinco o diez dólares mensuales, cuando «hacer mercado» -que es como llaman allá a hacer la compra-, cuesta tanto o más que en España. Lo curioso, lo sorprendente, es que en las calles y comercios la apariencia es de normalidad, no hay desabastecimiento -actualmente-, los estantes están colmados de productos, y la gente hace su compra. Pero es una «normalidad» cogida con alfileres, un escaparate que oculta en la trastienda una enorme masa poblacional que subsiste con lo mínimo, que estira mágicamente sus recursos, y que llama «lujo» a lo que aquí representa el 80% de la cesta de la compra cotidiana.
Mérida está plagada de grandes centros comerciales, tan modernos, pulcros y vistosos como cualquiera que puedas encontrar en una ciudad española, donde se alternan tiendas de marca, de ropa low cost, tecnología, cafeterías, cines, y todo tipo de servicios. Desgraciadamente estos comercios están prácticamente vacíos de público, y quienes pasean por ellos miran más que compran. En algunos llama la atención la cantidad de locales y plantas enteras cerradas. Fueron construidos en una época aún de bonanza económica, y algunos de estos negocios se mantienen debido a que -a pesar de las enormes desigualdades sociales-, existe una pequeña clase privilegiada que sí puede permitirse un nivel de vida elevado. Son la excepción, como lo demuestra el hecho de esa precariedad visible.
Esto contrasta con el pequeño comercio local en la parte antigua de la ciudad, donde sí se manifiesta una actividad constante, un consumo de productos más asequibles, y donde se mantiene latente el pulso social de la urbe. Los comerciantes, asomados a las puertas de sus locales o puestos, te salen al paso con una frase que se repite como un mantra: «a la orden». No acosan ni importunan, es un recurso que emplean educadamente para reclamar la atención y ofrecer sus productos. Pero es evidente que hay competencia, más oferta que demanda, y esto obliga a ir a la captura del posible y esquivo cliente.
Descubrí por azar y algo tarde -ya en mis últimos días de estancia-, un bar de música pop-rock en un centro comercial, de los pocos que allí encuentras de este estilo, cool, moderno, y decorado con catrinas fluorescentes. En las dos ocasiones que lo visité, el encargado y los empleados se desvivieron por atendernos y que todo estuviese a nuestro gusto, y al conocer mi procedencia me agasajaron con un excelente repertorio de pop español de altísima calidad, nada de mainstreams, el Dj sabía lo que se hacía. Tal grado de atención se debía -además de a la amabilidad y la profesionalidad de aquel grupo de muchachos-, al hecho de que mi acompañante y yo fuésemos, junto con otra pareja, los únicos parroquianos aquella noche en un local que, en cualquier ciudad española, habría estado abarrotado de público un sábado a esa hora. Y es que, ciertamente, las dinámicas de ocio y consumo han disminuido de forma drástica en Venezuela desde hace ya demasiados años.
En materia de salud pública, en España estamos malacostumbrados a quejarnos de un sistema que es francamente mejorable, pero que existe, va funcionando, atiende y es gratuito (aún). Ahora imagina que esa atención sanitaria pública se reduce a unos precarios centros atestados y carentes de medios; que obliga a largas esperas, petición de favores, y pagos al personal sanitario para ser atendido y cubrir los gastos de material (desde guantes y mascarillas, hasta -por supuesto-, los medicamentos y la intervención realizada). Esta circunstancia propicia un mercadeo de la dolencia, los cirujanos se disputan a los pacientes de pago, y quienes no pueden asumir gastos deben encomendarse más al milagro que al derecho o a la caridad.
Enfermar en Venezuela es un drama verdadero, un lujo macabro; representa contraer deudas, tener que sacar dinero de debajo de las piedras sustrayéndolo de otras necesidades esenciales, o simplemente no poder asumirlo. En el Estado Mérida, colindante con la frontera colombiana, es posible viajar al país vecino para realizarse un chequeo médico, o recibir alguna atención sanitaria gratuita, siempre que se cuente con la documentación precisa. El venezolano medio no puede recibir un tratamiento contra el cáncer en su país, y afortunadamente Colombia atiende aún este tipo de contingencias.
Hospitales inacabados que no fueron puestos en marcha; puentes bajo los que no pasa un camión; calles y carreteras sempiternamente bacheadas; centros educativos y de formación profesional que cayeron en la inoperancia y perdieron la subvención que los mantenía; viviendas sociales mal construidas y deshabitadas… «Todo lo que toca el gobierno lo hace mal o lo jode», te explican acostumbrados a esa anómala normalidad.
Pese a todo, en Mérida existe una infraestructura particularmente bien cuidada, motivo de orgullo local -y con razón-, por el valor turístico que ofrece, y que es de obligada visita. Me refiero al teleférico, el segundo más largo del mundo y el que a mayor altitud asciende (4.800 metros, donde se ubica el Pico Espejo). Desde allí se puede observar a no mucha distancia el Pico Bolívar (el más alto del país a casi 5.000 metros), y el glaciar Humboldt, en la Sierra Nevada merideña. El teleférico se divide en cuatro tramos y cinco estaciones, en las que puedes recrearte en cafeterías y restaurantes modernos, degustar productos locales y hacer compras. La experiencia resulta tan apasionante como llegar a la isla Nublar en helicóptero, tanto por la altura a la que circulan suspendidas las cabinas, como por la magnitud de las montañas y la extensión que la vista alcanza. Y aunque esta instalación tampoco se ve ajena a los cortes de luz, lo más que puede pasar es que disfrutes un par de horas extras de un paisaje por el que bien vale cruzarse el mundo.
En la Plaza de las Heroínas, enclave turístico junto al mencionado teleférico, te sale al paso un hombre de avanzada edad, algo encorvado, vestido digna y humildemente. Al principio puedes pensar que está pidiendo en la calle, pero con toda corrección se dirige a ti -siempre de usted, como acostumbran allá-, para ofrecerte un servicio turístico. Este hombre organiza pequeños tours por los pueblos en colaboración con algún chofer amigo, o bien te indica cual es el mejor modo de viajar a tal o cual destino. Educado y con voz apagada, algo cansado, te explica que en tiempos tuvo un local con empleados y chóferes, donde ejercía su profesión; pero desde hace años, desde que fue desapareciendo el turismo internacional y nacional de la ciudad de Mérida hasta casi desaparecer, hubo de prescindir del local y de los trabajadores por la imposibilidad de mantener los gastos. Actualmente está ojo avizor al turista ocasional echando la jornada en un banco de la plaza, o en un taburete de plástico que sitúa estratégicamente en alguna esquina. Después de concertar un tour por el páramo a la sombra confortable de un enorme árbol, le invitamos a un refresco, pues el día había sido caluroso y a todos nos agrada un pequeño placer. En determinadas circunstancias, no es difícil traspasar la mera relación profesional, más aún cuando llegas del otro lado del charco y supones un estímulo que resulta novedoso y, ya de paso, gastas unos dólares que a alguien le salvan la semana.
En la misma plaza de Las Heroínas, conocí a J., taxista, hombre afable de unos cuarenta años, quien también ofrece visitas a los parajes de la zona. J. tuvo que cerrar hace unos años el negocio que regentaba, una panadería-pastelería, por el mismo motivo que el señor anterior, cambiando la harina por el volante, y el local por un taxi que ya va necesitando de una revisión. Y es que el estado de las calles y carreteras por su falta de mantenimiento, hace que los vehículos se resientan y vibren como sonajeros.
La obtención de combustible se convierte también en una aventura heroica, una prueba de estoicismo y paciencia que afecta tanto a particulares como a profesionales del volante. Existe una limitación por vehículo y mes, es frecuente encontrar «bombas de repostaje» (gasolineras) cerradas, y en las que están abiertas se organizan a veces colas interminables que obligan a tediosas horas de espera.
El parque automovilístico se ve anticuado, y es habitual -para quien aún pueda permitírselo-, acudir al mercado de segunda mano. Salpicando la ciudad y las fincas de los pueblos, saltan a la vista viejos coches norteamericanos -varados, oxidados y desmantelados-, cuyo mantenimiento se tornó inasumible hace años. El tráfico de vehículos en calles y carreteras no se ve congestionado, y destaca de forma llamativa la cantidad de motocicletas, en las que a veces puede viajar una familia entera. Es frecuente ver a una pareja con uno o dos críos acoplados como piezas de tetris en el precario chasis. La moto es más económica que el coche en todos los aspectos, y se ha convertido en el medio de transporte más habitual. Desgraciadamente son frecuentes los accidentes de tráfico protagonizados por este tipo de vehículos, debido en buena medida a que apenas existen semáforos y cruces bien señalizados, lo que convierte la circulación motorizada y de peatones en una práctica de cierto riesgo. Existe un interesante servicio de transporte, las mototaxis, en las que viajas de paquete agarrado a pilotos equipados con ropa colorista, como si del mundial de motocross se tratase. Pero la mejor alternativa para moverse por la ciudad es la buseta, que merece un párrafo propio.
La buseta es un pequeño bus, del estilo de un transporte escolar, con asientitos de eskay o tela gastada. En su exterior e interior se pueden leer oraciones religiosas y ver imágenes de Cristo, y también bufandas del Barça o del Madrid sin otra alternativa. Las busetas están personalizadas por sus chóferes, como una especie de «almodovariano» taxi colectivo. Al subir te encuentras con música a buen volumen, salsa, vallenato, bachata… música colorida y robusta que convierte el breve viaje en una fiesta tropical. El importe es económico, y te suele cobrar un muchacho que hace las veces de ayudante del chofer, y que va, como los dueños de las atracciones de feria, haciendo acrobacias agarrado a la barra junto a la puerta abierta, con medio cuerpo fuera y atento a todo: cobros, pasajeros que suben y bajan, incidencias… Son chicos vivaces y ágiles a quienes no se les pasa una. Estar al quite es importante allí en cualquier actividad.
El viaje en buseta resulta dinámico y ajetreado. Su interior es un espacio angosto y habitualmente congestionado. Adolescentes y niños suben a vender dulces a los viajeros, e incluso a cantar canciones a cambio de unos bolívares cuando el destino es una población rural. El intercambio de moneda de bajo importe en el pago, hace que frecuentemente te encuentres con devoluciones de billetes de un millón de bolívares; un millón, sí, que es el billete de menor valor, un síntoma de esas épocas inflacionarias en las que se añadieron ceros sin fin a la unidad de un dinero devaluado.
Pero no te hagas ilusiones a medida que acumulas millones, pues deberás juntar nueve o diez de estos billetes para pagar unos caramelos en un puesto callejero. Este billete con la efigie de Simón Bolívar se ha convertido en un chiste, y en un curioso objeto de colección que te sirve al regreso para bromear con el viejo tópico de que hiciste las Américas. Allá recuerdan, como un mal sueño, los tiempos en que debían llevar fajos de billetes en una caja de zapatos para pagar la compra. Hoy el dólar -yanqui e imperialista-, es la «extraoficial» moneda oficial que circula y facilita realmente los pagos allá donde vayas.
Salir de la ciudad y explorar los bellos pueblos y la naturaleza circundante, es una obligación y un sorprendente placer que recomiendo. En sus carreteras, pronto te topas con unos puestos de control llamados alcabalas, que son como pequeñas fronteras que recuerdan a las aventuras de Tintín en algún imaginario país del este de Europa. Un joven ataviado de militar detiene el auto en que viajas. El uniforme le queda holgado -parece más un disfraz-, y su aspecto genera desconfianza. «No hables», me aconsejan mis acompañantes. El acento extranjero delata tu foraneidad, y aunque eso no tenga por qué suponer ningún problema, el soldado de turno puede ver en ello una ocasión para sacarte algunos dólares, probablemente extendiéndote algún «permiso oficial», sin el cual no podrías continuar la marcha. Se ve a esos soldados -hombres y mujeres-, demasiado jóvenes y demasiado improvisados, pero van armados con fusiles Kalashnikov y están ahí puestos por el gobierno. Tienen una misión de control, sí, pero su autoridad es plena y la arbitrariedad está latente.
«Resignación, esa es la palabra, señor Fernando», me reconoció S., otro amigo taxista, mientras visitábamos una truchicultura abandonada en la pintoresca localidad de Gavidia. Y es que el pueblo venezolano asume el presente cansado y cabizbajo, con una sensación de pérdida en la constante comparativa con tiempos no tan lejanos, un pasado siempre presente en la memoria colectiva. Y así, se encomiendan a un milagro divino que encauce las cosas en un futuro cercano -que sueñan más que vislumbran-, mientras tejen lo cotidiano sobre una deshilachada urdimbre con los mimbres de que disponen o inventan.
Los pueblos del páramo y la montaña viven principalmente de la agricultura. En las escarpadas laderas de localidades como Mucuchíes o Los Nevados, se cultiva caña, maíz, ajo, fresa, yuca, y todo tipo de hortalizas y frutas. Y son típicos, productos como el queso ahumado y el miche andino, un vigorizante aguardiente de hiervas que despeja la mente y expulsa del cuerpo al frío. Los habitantes de estos pequeños paraísos llevan una vida modesta, esforzada, pero calmada y sana. Se respira en el ambiente parsimonia en cualquier acción o plática, y sólo echan en falta la afluencia turística de la que en buena medida se nutrían tiempo atrás, con la venta de productos locales, paseos guiados en mula, o alquiler de posadas y servicios.
Entre aquellas montañas monumentales, destaca con luz propia el pueblo de Los Nevados, un auténtico Shangri-La detenido en el tiempo, situado a 3000 metros de altitud y aislado de la civilización, donde puedes contemplar los paisajes más hermosos imaginables y la vegetación más variada y exuberante. Selvas umbrías, amplios páramos, desfiladeros de piedra propios de un western, caminos de vértigo junto a acantilados, y los ríos de aguas más limpias. Abruma la naturalidad virgen de una vida que al urbanita se nos negó, y que nos resulta propia de otra época o de un relato de leyenda. Si Peter Jackson hubiese tenido noticia de tal lugar, habría rodado allí El Señor de los Anillos con todas sus localizaciones y un resultado siete veces más espectacular. Entre tanta abundancia, lo único que escasea a tres o cuatro mil metros de altitud, es el oxígeno que le llega al cerebro y a los músculos en cuanto afrontas diez metros de rampa cuesta arriba, pero que al menos está libre de la contaminación ambiental de otras latitudes, y de otras toxicidades sociales. El pueblo de Los Nevados es, definitivamente, el Jardín del Edén del que jamás hubiese querido irme.
Varias semanas después de mi regreso a España, he visto algunos vídeos de jóvenes youtubers venezolanos que muestran los diversos aspectos de su país. Quise comprobar si ciertas cosas que experimenté se deben a una visión mía demasiado subjetiva, o si es un sentir general allá y responde a la realidad cotidiana. Y compruebo dos cosas: la primera es que la situación real se ajusta bastante a la impresión que yo obtuve; la precariedad económica, las insuficientes prestaciones y servicios del estado, las infraestructuras desatendidas, y la resignación, están a la orden del día y extendidas por todo el país. Y la segunda es que la gente se expresa con cautela, con miedo a quejarse más de lo necesario o de señalar a quienes consideran responsables de este estado de cosas, como si todo se debiese a un castigo divino, o a una etapa de vacas flacas sobrevenida por azar. Criticar al gobierno es algo que se evita hacer en público, el miedo a la represalia existe, y motivos para ello hay.
Debo subrayar que no he pretendido en este relato ofrecer una visión catastrofista, ni sesgada. Lo que narro aquí supone una experiencia personal, basada en la observación crítica, y en el conocimiento de la historia reciente y el presente de aquel maravilloso y cálido país. Es la realidad que impone un sistema político fallido y enquistado tercamente en el poder, que ha dejado una siniestra herencia a un pueblo que no merece tal castigo, y que hoy -como antes y siempre-, quienes más lo sufren son los más débiles y desfavorecidos. La llegada del socialismo, de la mano dura de Hugo Chávez, no sólo no resolvió ninguno de los antiguos problemas, sino que destruyó y desestructuró todo aquello que sí funcionaba. El pueblo venezolano ya ha derramado demasiadas lágrimas, y demasiada sangre, y merece salir de esta pesadilla. Son gente noble y trabajadora, y poseen un país rico en recursos naturales y paisajísticos como pocos en el mundo (muchos de estos recursos vendidos ya -como las joyas de la abuela-, a China, Rusia y Arabia Saudí).
Y es que el chavismo y sus continuadores han dilapidado «la herencia del abuelo», han malversado el capital material y humano, han arruinado el negocio que ponía la arepa en la mesa, y han convertido en una escombrera el mismísimo paraíso en la Tierra. Apoyar o justificar semejantes desmanes llevado de la ceguera ideológica es inaceptable, y resulta de una ruindad moral que ninguna persona sensata debe tolerar. No se puede imponer a otros, como un experimento social, un régimen que uno mismo no querría para sí ni para los suyos. No conozco a ningún ciudadano europeo que estuviese dispuesto a cambiar sus circunstancias por las del venezolano medio; ni a perder calidad de vida, garantías legales, derechos, servicios públicos, oportunidades, y la tan estimada y abstracta Libertad de la que aquí tanto presumimos.
Quise escribir sobre la realidad de aquel lugar sin caer en una exposición excesivamente pasional, pero resulta imposible hacerlo como un extraterrestre elaborando un informe sobre algún planeta extraño en el que acaba de aterrizar. No hay nada extraño allá, sólo ciudades y pueblos en los que vive gente digna que trata de subsistir y ser feliz, como en cualquier otro lugar del mundo. Pero es cierto que viven en la anomalía de una dictadura mal disimulada, de un régimen cuanto menos autocrático e intervencionista -sin remontarnos ya a la violencia gubernamental y los crímenes cometidos contra los ciudadanos-, que ha llevado al país a un estado de precariedad y duelo que no hubiese soñado el venezolano más pesimista hace treinta años.
En todo caso, sí he pretendido incidir en el impacto que esta experiencia me ha supuesto a título personal, en la belleza de este -para mí- «nuevo mundo», tanto por sus condiciones y características intrínsecas, como por el contraste con lo que aquí vivimos. He disfrutado ampliamente de sus cromáticas calles, de sus paisajes, sus sonidos, sus sabores; de su español melodioso y plagado de inentendibles localismos; de la gentileza de un pueblo variopinto y alegre. Y de la esencia cautivadora de todo el conjunto, que tanto me costó doblegar para regresar a Madrid, como me vi obligado a hacer cuando se me agotaron los días de estancia previstos, junto con mis últimos dólares.
Y por todo ello no quiero dar en absoluto una imagen tremendista ni disuasoria de aquel país, sino todo lo contrario. El viajero allí va a ser magníficamente recibido y bien tratado, Venezuela no resulta un destino peligroso para el turista español. La experiencia merece la pena, no está exenta de aventura, y el disfrute está garantizado. Conocer Mérida y la cordillera andina, es una vivencia intensa y valiosa de la que el visitante no se arrepentirá.
Tuve en mi periplo merideño, el privilegio y la suerte de conocer a un grupo de excelentes artistas vinculados con la enseñanza; profesionales de enorme mérito y autores -cada uno en su estilo-, de un trabajo que estaría a la vanguardia del arte internacional de no colisionar con la falta de medios, y con lo complicado que resulta técnica y económicamente traspasar sus fronteras, y no digamos ya dar el salto a Europa. Pero resultó vivificante compartir aquellas horas de oro con ese grupo de intelectuales, maestros artistas, que proyectan la realidad de su mundo con su lúcida y particular mirada. Tanto es así que regresé a España con la ilusión y el sueño de que un día puedan mostrar aquí su talento, pero con la frustración realista de la dificultad que esta idea entraña.
Y es que, si ya en Venezuela el conjunto de la población vive una realidad compleja, el hecho de que los artistas -el ámbito cultural en general-, no puedan difundir y exportar su voz, su expresión y su obra, supone una condena que les somete -a ellos y al país entero-, al ostracismo, a la incomprensión y a la inexistencia más absoluta. Porque uno de los «logros» de este ya dilatado periodo de autocracia en Venezuela, es que su drama cotidiano haya dejado hace tiempo de ser noticia, y que la prensa y el interés internacional no atiendan ya a lo que allí acontece.
Para concluir, y ya como colofón a este dilatado artículo, me he reservado dos guindas para el final, las que a la postre resultaron ser mis mejores y más entrañables experiencias en Mérida.
La primera fue encontrarme con el regalo de una fiesta sorpresa el día de mi cumpleaños por parte de un grupo de amigos, donde no faltaron globos de colores, música, tarta, dulce de mango, cerveza Polar, y una preciosa canción de cumpleaños que cantan allá, y que me hizo saltar las lágrimas de pura emoción. Celebración que se repitió días después prolongándose como una boda gitana, y en la que recibí, de su cariño y su compañía, el más valioso e inmaterial regalo que uno pueda soñar. Cuánta belleza, y cuánta generosidad alberga a veces el corazón humano. Y es que este salto cuántico al otro lado del Atlántico, ha supuesto para mí un renacer, y un redescubrimiento de ilusiones y esencias propias que aún hoy, varios meses después de mi regreso, sigo intentando poner en orden.
Y la otra gran experiencia fue un encuentro con los alumnos de la Facultad de Arte a quienes imparte clase mi amigo el profesor D. Casi sin haberme preparado para ello, me vi conferenciando y departiendo con una veintena de jóvenes artistas en ciernes, que valoraron como un tesoro poco usual la presencia de un artista extranjero en sus aulas. Chicos y chicas entusiastas, educados y cultos, que son -ellos sí-, la Luz que falta allí varias horas al día, la energía que debe fluir en una sociedad que está en continuo proceso de reconstrucción y rebrote, y que lo hace sin recursos, sin estructuras ni cauces, en medio de una oscura deriva política que se resiste a devolver el país a sus legítimos dueños: los venezolanos.
«Volvió la luz», es algo que se exclama de forma redundante cuando el apagón se da por terminado. Y es de desear que algún día vuelva definitivamente la luz, y que puedan volver quienes iluminan aquel maravilloso país, si así lo consideran, para quedarse. Y si el destino y las circunstancias me lo permiten, poder regresar yo mismo también a uno de los lugares más bellos del mundo, donde se me quedó para siempre prendido un considerable jirón del alma.
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