Un esbozo biográfico de Diego Rivera, tan interesante como siempre lo es Ramón al contar las vidas de otros. No logra que sienta simpatía hacia Rivera, sino más bien todo lo contrario, por ejemplo al contar la anécdota de lo que respondía cuando le preguntaba por qué llevaba pistola: “Para orientar a la crítica”.
Una boutade, se supone, como la de Milán Astray u otro fascista o nazi que dijo algo parecido: “Cuando me hablan de cultura, saco la pistola”. Pero resulta especialmente siniestra cuando recordamos la casi segura colaboración de Rivera en los intentos de asesinato de Trotsky (segura sí fue la participación de Siqueiros, que entró en la casa de Trotsky con ametralladoras): se cree, aunque no hay certeza, que Diego Rivera y quizá Frida Khalo, ayudaron a Ramón Mercader a cometer el infame asesinato.
Qué espantoso tiempo se avecinaba cuando se escribió este artículo de Ramón, un tiempo en el que los intelectuales, los escritores y los poetas se convertirían pronto no en tiranicidas, sino en defensores de los tiranos. No en defensores de la libertad de prensa y de palabra sino de su persecución implacable. No en defensores de los disidentes y heterodoxos, sino en comisarios políticos de los dictadores de uno y otro signo. Y así durante décadas.
Lo mejor del artículo, la magnífica descripción que hace del retrato cubista que le hizo Rivera (que incluí en mi Museo de los Mundos Posibles). A continuación, incluyo un fragmento de esa larga descripción.
“Yo, ¡qué queréis!, estoy muy satisfecho de ese retrato, que tiene la condición de que es de perfil y de frente al mismo tiempo, y tengo el gusto de explicarlo con un puntero, como quien explica Geografía, pues somos verdaderos mapas más que trozos de paisaje.
En ese retrato hay más cantidad de elementos que en otros muchos, aunque haya menos uniformes y menos condecoraciones.
Al hacerme ese retrato Diego María Rivera no me sometió a la tortura de la inmovilidad o a la mirada mística hacia el vacío durante más de quince días, como sucede con los demás pintores, ni me puso ese aparato que tanto se parece al garrote vil y que en las fotografías colocan detrás de la nuca. Yo escribí una novela mientras me retrataba, fumé, me eché hacia delante, me eché hacia atrás, me fui un rato de paseo y siempre el gran pintor pintaba mi parecido; tanto, que cuando volvía del paseo —y no es broma— me parecía mucho más que antes de salir.
El pintor tampoco se estaba inmóvil. A veces pintaba de espaldas a mí y, sin darme importancia, mirando con más interés el paisaje del balcón que a mí, o leía un libro como si copiase párrafos de sus páginas con colores de su paleta. Todo el cuadro estaba rebatido sobre el horizonte, hacia la distancia, sin limitar el espacio, sin que el pintor se hiciese el sueco ante ningún problema y sin que dejase de ser peripatético. Él no me podía tratar como a una momia inmóvil ni como quien por verme de frente pudiese hacerse el ignorante de que me conocía de perfil.
Este retrato es el más estupendo retrato mío. Sus colores me animan, y todo él me aparta de lo que de estampa podría haber en mi rostro. Mi retrato cubista no figurará nunca en ese concurso de presumidos a que asiste todo retrato. Con este retrato acabó en mí el poco aire de irresistible que pudiera haber tenido. Este retrato aspira más a la verdad pura y lironda que cualquier otro” (Sur, otoño 1931).
Imagen superior: retrato de Ramón Gómez de la Serna, por Diego Rivera.
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