Hace más de 20 años, hacia 1989, me di a mí mismo unas reglas para leer a los filósofos. Son las siguientes:
Leer a los filósofos en sus obras originales.
Hasta no tener un conocimiento más o menos riguroso de la obra y de las ideas de un filósofo, conviene, en la medida de lo posible, evitar leer los prólogos y las notas que otros autores han añadido a las obras originales, excepto en caso de un problema de incomprensión manifiesta de alguna cuestión o palabra.
Yo, últimamente, hago lo siguiente:
A) Leo la obra en cuestión, anotando mis opiniones en notas o en un cuaderno
B) Leo las notas al texto
C) Leo los prólogos
D) Consulto opiniones de otos autores acerca de la obra (lo más diversas posibles)
E) Releo, si es necesario, la obra, o fragmentos concretos de la obra.
No anteponer prejuicios de ningún tipo, eliminar en la medida de lo posible toda idea preconcebida acerca del autor y de sus ideas.
Pondré algunos ejemplos de prejuicios frecuentes, a veces frecuentísimos, y muchas veces difíciles de evitar e incluso de advertir:
a) Prejuicios relacionados con características personales del filósofo en cuestión: muchas personas no atienden, o lo hacen ya predispuestas contra él, a aquellos individuos por los que sienten una repugnancia o desagrado basado en características físicas, como su rostro, su mirada, su boca, su sonrisa.
Este tipo de reacción es mucho más frecuente de lo que podría parecer, incluso en personas sensatas. A algunas personas les repele la apariencia general de un filósofo y dicen despectivamente que parece un cura, o un militar, etc. También sucede que detalles nimios pueden alejar a alguien de un filósofo, sin siquiera escucharle o leerle, o haciéndolo con suspicacia, desde la forma de vestir a la manera en que se mueve o mueve las manos (rudeza, amaneramiento, etc.).
La manera de hablar del filósofo (de escribir en el caso de textos) también puede influir negativa o positivamente en la manera en que se atiende a sus opiniones; así, casi siempre resulta desagradable alguien que habla con voz impostada, o con fatuidad y soberbia, o, en otros casos, sin la suficiente convicción, con titubeos, etc.
Algunos filósofos son aficionados a salpicar su discurso con chistes o chascarrillos sin gracia (o que hacen gracia a algunas personas y a otras no), o utilizan las mismas palabras con reiteración, a modo de coletillas, como “¿entiendes?, “pues bien”, etc.
No obstante, los prejuicios que más a menudo interfieren al leer a un filósofo o escuchar sus ideas, se basan en el conocimiento de la biografía o de las obras de ese filósofo, conocimiento a menudo superficial (chismorreos sin fundamento, descalificaciones apresuradas). Pero de todo esto se tratará, creo, más extensamente en otro punto.
b) Prejuicios basados en la raza o personalidad del filósofo, en la nacionalidad del filósofo, en su sexo o preferencias sexuales; en la calidad de sus discípulos o de sus opositores; en su pertenencia o enfrentamiento a ésta o aquélla escuela; a que esté de moda o no lo esté; a quienes le defiendan o ataquen actualmente, etc.
Lo importante es que ninguno de estos rasgos ni características ha de hacernos tergiversar el contenido de lo que nos dice alguien, debemos ser indulgentes con tales defectos (defectos siempre según nuestro propio criterio, claro). Defectos, además, de los que sin duda nosotros mismos no carecemos, aunque no lleguemos a advertirlos.
Evidentemente, todos los detalles que acompañan a un discurso pueden ayudarnos a la comprensión del mismo y, en algunas ocasiones, son más reveladores que el propio discurso, pero, si discutimos una opinión filosófica, esos detalles han de se dejados de lado. En otro momento podremos discutir de la incoherencia de tal o cual filósofo cuando dice esto y hace lo otro, por ejemplo, pero si no tenemos razones para negar un argumento, no es honesto desviar la cuestión hacia esos detalles que no se relacionan con los argumento en sí.
Una vez comenzada la lectura, no es correcto descalificar al filósofo a partir de un detalle erróneo en sus obras o palabras.
Incluso los filósofos más rigurosos no han podido evitar ciertos errores de bulto: machismo, nacionalismo y racismo, por ejemplo. Sólo tras una lectura completa, seria y rigurosa será posible decidir si esos pequeños detalles son parte importante y fundamental de las concepciones filosóficas del filósofo estudiado. Es más, sólo será realmente grave si esos pequeños detalles se deducen necesariamente de la filosofía elaborada por nuestro pensador, haciendo imposible tal filosofía sin dichos detalles. Una teoría filosófica puede ser fructífera y estimulante a pesar de contener decenas de errores.
Tampoco dejarse deslumbrar por aciertos ocasionales para proclamar nuestra adhesión total al filósofo.
Muchos filósofos han escrito páginas magistrales y, sin embargo, sus intenciones han sido deleznables (su concepción política y religiosa, por ejemplo). Algunos opinan, como los hegelianos, que no se puede citar o utilizar a un filósofo sin aceptar todo su sistema, o sin negarlo, pues lo contrario es actuar frívolamente. Mi opinión personal es que es perfectamente lícito tomar o citar argumentos de un filósofo y, al mismo tiempo, no aceptar ni negar, incluso no tener en cuenta, el sistema general del filósofo o el propósito para el que construyó tal argumento. Incluso se pueden utilizar tales argumentos para defender ideas opuestas, siempre y cuando no se pretenda que aquel filósofo defendía tales ideas.
Estar atentos a la manera y estilo en que se expresa el filósofo, para evitar interpretaciones apresuradas o erróneas.
Así, hay filósofos que exponen claramente los argumentos que atacan y los que defienden. Así lo hace Santo Tomás, que en la Suma Teológica expone primero el dogma a establecer, las objeciones al mismo y, finalmente, la discusión de tales objeciones, hasta eliminarlas. Por ello, el lector sabe desde el principio que el santo negará las objeciones y confirmará el dogma inicial.
Hay otros autores como San Agustín. Especialmente en los Soliloquios, éste discute cada cuestión sin dar pistas de cuál será la conclusión final: enfrenta unas opiniones a otras con argumentos de similar intensidad y da casi siempre la impresión de buscar la verdad, o la respuesta a un problema. Y no, como Santo Tomás, justificar una solución ya establecida de antemano. [Pero tal vez es más honesto y más correcto filosóficamente el método de Tomás, aunque todo ello es muy discutible.
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