Lo radical siempre ha resultado muy atractivo entre quienes presumen de ser íntegros y honestos, entre quienes alardean de no callarse ante las injusticias, entre quienes proclaman a los cuatro vientos que combaten por nobles ideales… Es decir, entre los ingenuos y los fanáticos, que a menudo son los mismos, aunque los fanáticos suelen reservarse el papel de directores de la orquesta radical y los ingenuos se tienen que resignar a ejecutar la partitura, a veces en sentido literal.
A quienes en medio del fragor radical piden moderación se les llama «cómplices», «vendidos» o el más terrible insulto de los últimos años: «equidistantes». Los equidistantes, nos dicen, se sitúan en un terreno neutro en el que ninguna persona honesta puede permanecer. ¿Cómo puedes mantenerte equidistante mientras Fulano dice tal cosa? ¿Cómo puedes no arder de indignación cuando Mengano dice tal otra?
Por fortuna, no tenemos por qué responder a esas preguntas, ya que carecen de sentido. La equidistancia y la radicalidad no son objetos con los que podamos tropezarnos en el mundo real, puesto que no existen. Son tan solo términos que establecen una relación entre otros términos definidos previamente.
En los años 30 del siglo XX un comunista soviético podía mantenerse equidistante entre Stalin y Trotski, pero parecería un radical desde el punto de vista de alguien que se mantuviera equidistante entre el comunismo y el fascismo. A finales del siglo XIX, las feministas que se manifestaban por el derecho de voto para la mujer eran presentadas como radicales, pero hoy en día nos parecerá radical cualquiera que cuestione ese derecho.
Las paradojas anteriores nos indican que conviene distinguir entre dos significados o usos de la palabra «radical».
El primer sentido es el de quienes, para bien o para mal, identifican la radicalidad con una posición política determinada. Para bien, cuando se califican a sí mismos de «radicales», queriendo dar a entender que son honestos, combativos y que nadie les hará callar. Para mal, cuando desprecian como «radicales» a quienes sostienen esa posición política. En efecto, «radical» sirve tanto para el elogio como para el insulto: su significado varía cuando nos lo aplicamos a nosotros mismos o cuando se lo aplicamos a nuestros rivales. En un mismo discurso podemos asistir a un elogio encendido de la necesidad de ser radical, y apenas unos minutos después, a la calificación como «radicales» de quienes piensan de manera diferente.
En cualquier caso, el uso de la palabra radical como bandera o como arma arrojadiza apenas me interesa. Ya he dicho que es solo un término relacional, sin valor propio. Lo que me preocupa es el que un significado mucho más coherente de la palabra «radical»: el que se refiere no a lo que se dice, sino a la manera de decirlo. El comportamiento radical.
Es en este terreno en el que podemos comparar moderación y radicalismo. Y es en este terreno en el que necesitamos más moderación y menos radicalismo. Más diálogo, a pesar de las diferencias, y menos insultos.
Y lo necesitamos precisamente porque el gran triunfo de los radicales consiste en radicalizar a todos. Es tan solo en medio del caldo de cultivo radical, en la batalla campal, donde ellos pueden prosperar. Por esa razón, los «tibios», los «templados», los «moderados» o los «equidistantes» son sus peores enemigos. Mientras haya personas que no se dejen llevar por consignas incendiarias, que no desprecien de manera sistemática en el debate público a cualquier persona que piense de manera diferente, que sean capaces de mantener un diálogo con la intención de solucionar un problema y no solo con la de reafirmarse en su posición inamovible, mientras eso suceda, los radicales lo tienen difícil. Es decir, mientras existan personas moderadas. Insisto: no por lo que piensan, sino por cómo lo expresan.
Debido a lo anterior, la máxima ambición de los radicales consiste en crispar los ánimos de unos y otros. Incluso prefieren que alguien se pase al otro bando radical, siempre que al hacerlo abandone el territorio moderado. Por eso elevan el tono de su discurso y a menudo también el volumen: para que todo sea o blanco o negro y que no haya matices de gris, para que los dos campos queden bien delimitados y se sepa quiénes están conmigo y quiénes están contra mí. Para que parezca que si no estás de acuerdo con ellos entonces es que estás de acuerdo con «los otros».
Una vez que han silenciado a los moderados (que, hartos de tanto ruido, tanto insulto y tanta manipulación vulgar, se retiran a un discreto segundo plano), llega el momento en el que los radicales pueden, en un asombroso juego de prestidigitación, calificarse a sí mismos de moderados, en contraposición con la radicalidad del otro extremo. Y así asistimos a una reinvención de la realidad en la que cada bando radical se proclama sensato y moderado frente al insoportable radicalismo del otro bando. Porque esa es, en definitiva, la sociedad preferida de los radicales, aquella en la que cada vez quedan menos personas capaces de mantener un tono de diálogo y entendimiento. Lamentablemente, parece que ya estamos muy cerca de encontrarnos de nuevo en esa situación, si es que no estamos ya sumergidos en ella, de manera especial en las redes sociales.
Imagen superior: «Club Night» (1907), de George Bellows.
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