Pertenezco a la promoción de jovencitos que estudiábamos la secundaria en los años cincuenta del siglo pasado. Teníamos un pretérito, si se quiere, más sencillo que el actual. La humanización de los primates databa de medio millón de años y los antepasados del hombre eran el australopiteco, el pitecántropo erecto y el neandertal.
Luego el pasado se achicó a doscientos o trescientos mil años a la vez que la familia prehumana fue proliferando en un catálogo que amenaza incrementarse cada día con parientes tan raros como el homínido de Denísova o el hombrecillo de Flores.
A mí me dolió el hecho de que el neandertal fuera dado de baja al decirse que había desaparecido sin dejar rastros. O bien lo habíamos vencido los sapiens sapiens – acaso nos lo habíamos comido a la parrilla – o lo habían suprimido unas enfermedades incurables. Por eso me alegré en 1991 cuando el antropólogo Svante Pääbo describió el genoma de los neandertales. Se van aclarando los lazos de familia, pensé. La cosa se rubricó en 2009: los neandertales hablaban. Si lograban la palabra, estaban salvados, o sea perdidos porque seguramente los duelos dialécticos darían siempre la victoria a los sapiens. Mejor dicho: al homo loquens, el animal que escribe estas palabras.
Ahora nos parece saber que los neandertales eran genéticamente compatibles con nosotros y que se mestizaron, dejando sucesores fértiles. O sea: los mestizos son también padres de otros mestizos. Entonces: los neandertales son de la misma especie que nosotros. ¿Somos neandertales? Pues sí. No han desaparecido. Han perdurado, hemos perdurado.
El asunto tiene más puntas. Los homínidos africanos que no emigraron no tenían nada que ver con los otros grupos prehumanos y así es que sus descendientes no tienes genes de neandertal. Pero los emigrantes que salieron de África y se derramaron hacia Europa y hacia Oriente, llegando a la China, se encontraron con sus semejantes y lo primero que hicieron fue comprobar sus competencias genéticas. Eso que llamamos relación sexual, sin ir más lejos.
La coincidencia genética plantea ahora un panorama plural. Varios grupos de humanoides se fueron formando en el planeta en distintos lugares y sin contactos previos, como si la naturaleza hubiera decidido inventar al hombre en distintos laboratorios a la vez.
Los emigrantes africanos hallaron a sus congéneres por todas partes, desde la Dordoña hasta Pekín. El hombre no tiene un solo origen, tiene unos cuantos. Es uno solo al mismo tiempo que es unos cuantos.
Por la parte que me toca, diré que mi pasado que, hacia 1955, tenía un solo ancestro, acaso proveniente de Mauritania o de Etiopía, ahora registra un puñado de familias. Como quien dice, me han crecido los apellidos que estaban ocultos y germinales. ¿Qué pasa con el pasado? Que es inestable y cambia a cada rato, aunque simule ser lo contrario. Tema para historiadores, si los hay. Quizá lo trate otro día, mientras el pasado siga pasando sin parar de pasar.
Imagen superior: reconstrucción de homínidos realizada por Elisabeth Daynès. Musée Départemental de Préhistoire d’Ile-de-France © Elisabeth Daynès.
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