Cierta vez le preguntaron a Tammy Faye por qué no se desprendía del rímel y el colorete. «Un payaso nunca se quita el maquillaje», fue su respuesta. Ese estilismo tan recargado aclara el modo en que Faye ingresó en la cultura pop. Primero como la versión eufórica y cantarina de la típica telepredicadora. Luego, tras su caída en desgracia, como adicta a los platós e icono gay. De forma admirable, Jessica Chastain asume en Los ojos de Tammy Faye (2021) la tarea de revivir al personaje. Si quieren saber por qué esta historia va del éxito al desastre, fíjense en el coprotagonista, Jim Bakker (Andrew Garfield), el marido de Tammy, un tele-evangelista hipnotizado por el tira y afloja entre la virtud y el delito.
Durante su apogeo televisivo, los Bakker no hicieron más que aprovechar una redefinición del protestantismo que en Estados Unidos prosperó, en gran medida, gracias al baptismo sureño y las organizaciones pentecostales. Según Harold Bloom, este movimiento, el pentecostalismo, es una prueba de la exuberancia espiritual de los americanos. Un rasgo que, por otro lado, se acentúa bajo las «carpas de avivamiento», armadas para que los predicadores capten a nuevos devotos, a veces con ese afán milagrero que Bloom considera un chamanismo local.
¿Por qué tuvo tanto impacto una religiosidad tan llamativa durante el periodo de entreguerras? Como dice el personaje encarnado por Fredric March en La herencia del viento (1960), los desfavorecidos «buscan algo más perfecto que lo que tienen». De ahí que, en tiempos de la Gran Depresión, los predicadores ambulantes se convirtieran en un foco de interés. Igual de fácil es entender el éxito de los impostores que llenaron las carpas para enriquecerse. En La mujer milagro (1931), de Frank Capra, un estafador lleva por ese camino a Barbara Stanwyck: «Su padre era un predicador ‒le dice‒. Tiene que hacer algo con eso, ¿no cree? La religión es como todo lo demás: estupendo si se vende, inútil si se regala».
Hay otras películas que abordan el mismo dilema, pero El fuego y la palabra (1960) salta a otro nivel. En este caso, Richard Brooks adapta la novela Elmer Gantry, de Sinclair Lewis, y a través de la electrizante interpretación de Burt Lancaster, nos brinda un crescendo dramático en el que se solapan la auténtica fe, el oportunismo, la ambición y la locura quijotesca.
Habría que ampliar este catálogo sin salir del cine clásico, comenzando por el típico reverendo que personificaba la bondad y la tradición en el western o en la comedia, y terminando por los excéntricos y los maleantes. Al decir esto último, pienso en títulos como La noche del cazador (1955) o Sangre sabia (1979).
Escándalos y plegarias
Cuando el evangelismo televisivo explotó en los años setenta, estableció un nuevo vector de fama y fortuna. De ahí en adelante, se notó cada vez más el desfase entre los predicadores honrados y los tramposos de marca mayor. Estos últimos canalizaron su codicia mientras ofrecían una versión hiperbólica de las carpas itinerantes. Por supuesto, el público se mostró más que receptivo ante aquella argamasa de telerrealidad, sectarismo, éxtasis y detonantes morales. Pero mientras estrellas como Tammy Faye entonaban himnos a voz en cuello, los escándalos se sucedían en cascada.
Para justificar por qué se lucraban a partir de cuantiosos donativos, estafadores como Jim Bakker defendieron la llamada teología de la prosperidad. Un camelo que Martin Amis resumía en 1980 con esta arenga que oyó en Dallas: «¡Cien dólares! Este obsequio desgrava… Que se levanten los que se han comprometido con cien dólares. ¡O más!». La pantalla no tardó en explicar algo parecido a través de los predicadores encarnados por Steve Martin en El charlatán (1992), de Richard Pearce, o Tim Curry en Pass the Ammo (1987), de David Beaird.
Sería ingenuo pensar que películas como Los ojos de Tammy Faye solo hablan acerca de farsantes a tiempo completo. Lo significativo es que, a través de ellas, se filtra toda una experiencia sobre el poder, la vanidad y la manipulación. En un mundo donde la demagogia ha hecho estragos, el hechizo que aún ejercen estos falsos predicadores, tanto en la ficción como en la realidad, no es muy diferente a la que despliegan sus iguales: los agitadores que actúan, a partir de un guion parecido, en nombre de religiones laicas.
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