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Plagia, que algo queda

Oscar Wilde le acusaron en repetidas ocasiones de plagio. En cierta ocasión, después de oírle decir una frase ocurrente al pintor James McNeill Whistler, le comentó: «Ojalá hubiera dicho yo eso, James.» A lo que el artista respondió: «No te preocupes, Oscar, lo acabarás haciendo.»

¡Ojala el tema que hoy nos ocupa fuera siempre cuestión de ingenio! Por desgracia, el plagio es, simplemente, un robo. No significa ningún tipo de contraprestación al propietario del bien robado. Al contrario, el plagiador es un ladrón que se adueña de lo que es de otro, con pleno conocimiento, y lo hace pasar por propio para beneficiarse de su posesión.

Hablamos de una fechoría cuyo nombre deriva del latín plagium: «secuestro». Ya en el derecho romano se hacía referencia al caso de quien vendía un esclavo que no le pertenecía. Aplicando ese principio, podemos acusar a Shakespeare de robar los argumentos de sus obras, como hicieron tantos otros literatos, y podemos asimismo incluir en la lista de plagiadores ilustres a numerosos artistas. Desde George Harrison, que copió una canción de The Chiffons, «He’s So Fine», y la convirtió en «My Sweet Lord», hasta el periodista Jayson Blair, que causó gran revuelo al editar en el New York Times numerosos artículos plagiados.

En los tiempos de la imprenta y el papel, el plagio aún era fácil de localizar y relativamente fácil de castigar. Hoy, gracias a internet, el corta y pega está a la orden del día y demasiadas veces pasa desapercibido. Lo practican los blogueros, lo acepta más de un periodista y lo aprovechan los estudiantes. En este sentido, a diferencia de lo que sucede con la integridad o con la originalidad, la picardía es bien vista por muchos.

Hace algún tiempo, la CNN preguntó a un buen número de universitarios sobre esta cuestión, y una de las respuestas más llamativas es que la astucia y la habilidad para aprovechar los atajos era un recurso necesario en la vida. Desde que estamos en el colegio, el que copia al de al lado es un listo. Un vivales. En definitiva, un tipo inteligente que sabe cómo buscarse la vida para aprobar, aunque no dé ni golpe.

Es difícil ensalzar la ética en estas cuestiones cuando algunos creadores se empeñan en convertir el plagio en supuesto homenaje. «A menudo –dice el cineasta Todd Solondz– me apropio de ideas de otras películas. A veces la referencia es obvia, como en el caso del episodio de Palindromes que remite muy directamente a una escena de La noche del cazador (The Night of the Hunter, 1955; Charles Laughton). En otros casos, resulta menos evidente. En Cosas que no se olvidan hay una escena que tomé directamente de Bellísima (1951)»

El novelista Julian Barnes, cuando su colega Graham Swift fue acusado de copiar a Wiliam Faulkner, escribió lo siguiente: «Cuando Brahms escribió su primera sinfonía, le acusaron de haber empleado un tema de la Novena de Beethoven. Su respuesta fue que cualquier tonto podía darse cuenta de eso.»

Esta sociedad nuestra, enferma, no tiene asumido que el plagio sea un delito, y lo acepta con la misma naturalidad con la que justifica la piratería de contenidos.

Aunque el plagio es un fenómeno universal, los españoles somos tolerantes con él. La de veces que he oído a algunos padres presumir, insistiendo en que sus hijos, a pesar de no estudiar, sacan buenas notas (copiando, claro está). “Este es que se las sabe todas”, suelen decir.

De pequeño, pensaba que algún día ese truco no les valdría, y que, antes o después, se tendrían que enfrentar con la realidad… Pero no. La realidad carpetovetónica es la del mínimo esfuerzo: el fin justifica los medios e importa más «el cara» que la cruz.

Notables plagiadores se pasean tranquilamente, sonriendo al tendido. Su fama hace que el pueblo les de la razón, importándole a éste un pijo si copian o no. Las únicas cadenas que les han caído son las de esas televisiones que siguen contratándoles sin ningún recato. Si el delito hubiera sido el de golpear a sus parejas, hace tiempo que habrían sido desterrados del reino con un cartel colgado de su cuello que dijera: Abyecto. Pero Aquí (por llamar a España como lo haría Forges) somos distintos, y los delincuentes continúan sus carreras con normalidad tras haber sido descubiertos. Todos conocemos los casos de ciertos escritores acusados de plagio y… ahí siguen. Se llega a un acuerdo económico antes de ir a juicio con el “muerto de hambre” al que se robó, y a otra cosa mariposa.

Desde luego, siempre habrá quien diga que el párrafo copiado es un error de intertextualidad, o que entra dentro del derecho de cita, dos fórmulas inventadas por los leguleyos para justificar e incluso amparar este desmán.

Al hilo del conocido plagio que firmó una famosa presentadora, el escritor Francisco Ayala comentó con mucha ironía: «Se cometió el error de alfabetizar a todo el mundo, y ahora todo el mundo se cree novelista».

En fin, decía mi maestro de guión, don Juan Antonio Porto, que el plagiador es repetitivo. Es como esos leones que, una vez probada la carne humana, y siendo el hombre una pieza más fácil de cazar, se convierten en adictos y así repiten una y otra vez. «El plagiador siempre vuelve» decía él. Por eso es fácil cogerle…

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Pedro Luis Barbero

Pedro Luis Barbero es guionista y director de cine y televisión. "Tuno negro" (2001), su primera película, se convirtió en el debut más taquillero de ese año en el nuestro país. Para la pequeña pantalla destaca por haber escrito y dirigido el programa Inocente Inocente con el que consiguió el Premio Ondas, así como diversas series como "Impares" (2008) o "¡Viva Luisa!" (2008). En 2016 rodó el largometraje "El futuro ya no es lo que era".