Difícil de encuadrar, resbaladizo a las clasificaciones, Ramón sigue siendo más un escritor del cual se habla que un escritor leído. Es como un autor sin textos, del que hubiese sobrevivido su figura anecdótica y se hubiera perdido la obra.
Lo mismo le pasa en el plano político: aunque admirador de Franco y de Perón, vivió los últimos 27 años de su vida en el muy módico exilio argentino. Indiferente en materia partidaria, atacó las costumbres estéticas del filisteísmo.
La izquierda no puede reivindicarlo, por “poco serio”. La derecha, por “anárquico”. Tal vez Ramón haya logrado disolver su propia obra en favor de su estética. Él propuso falsificar la literatura, no escribirla.
Parodiar la herencia cultural de los siglos, no continuarla ni enriquecerla. Su cifra fue esa parte de la ciudad –Mercado de Pulgas, Rastro, Lagunilla, Encantos, Cambalache– a la que van a parar los objetos en desuso, una suerte de basural de los signos, en que las cosas siguen siéndolo menos en su significación: las mesas a las que nadie se sienta, la ropa que no se viste, la vajilla en que nadie come. Por ello resulta inoperante, como hace la mayoría de la crítica, estudiar a Ramón en la historia de la literatura.
Él se burló de los “ismos” y propuso sus textos como un ejercicio de “ramonismo”, de exaltación de la escritura como sujeto, con un nombre seudónimo. También resulta inoperante insistir sobre sus aspectos biográficos, ya que el Ramón público era un personaje histriónico en peligro, cuyo emblema era el trapecista de circo: algo vistoso pero cuya condición de existencia ante el público es la expectativa de éste: que se rompa el alma en un movimiento desafortunado.
En definitiva: se sigue rondando a Ramón sin penetrar en su discurso, acaso porque, en la crítica literaria española, siguen perseverando dos tendencias esterilizantes: la realista (estudiar cómo resuelve el escritor sus relaciones con la realidad, dando por supuesta la entidad de ésta) y la historicista, o sea la que alinea a todo escritor en un espacio escolástico (uno solo: escuela, movimiento, tendencia, etc.). Sin embargo, las pistas dejadas por Ramón son abundantes y funcionales.
Veamos cómo define él mismo su género característico, la greguería (algarabía y disparate, a un tiempo): “La greguería es el atrevimiento a definir lo que no se puede definir, a capturar lo pasajero, a acertar o no acertar lo que puede no estar en nadie o puede estar en todos”.
La greguería es el discurso imposible: definir lo indefinible, detener lo pasajero, tirar a ciegas. Tras esta confesión de imposibilidad, el resultado es la parodización por norma, la escritura que celebra su disolución, que se constituye en muestrario de sus impotencias. La novela sin personajes ni ambientes, la reflexión sin conclusiones, la evocación sin veracidad. Una estética del desmontaje.
Ramón ha dejado más huella en otras literaturas que en la española, cuyo desarrollo fue quebrado, traumáticamente, por la guerra, generando las dos vertientes “ofíciales”: la triunfalista del Régimen y la realista, de la Oposición.
Ambas restablecieron lo institucional e impidieron el desmontaje (la excepción puede ser Enrique Jardiel Poncela, antepasado inmediato del teatro del absurdo). Hay que buscar la huella ramoniana, sobre todo, en Macedonio Fernández. Y también, en Borges.
La falsificación borgiana, recubierta con la capa de la erudición enciclopédica, apela a la misma actitud fundante de Ramón: no hay autenticidad en ninguna escritura, lo dicho ha sido dicho, por lo tanto sólo queda al escritor la práctica sostenida de la falsificación, de lo apócrifo, y el silencio en los núcleos centrales del discurso. Un decir lleno de su propia oquedad, como en un enésimo ejercicio barroco, en que todo el ser se refugia en la apariencia.
Copyright del artículo © Blas Matamoro. Este artículo fue publicado originalmente en la revista Vuelta, y aparece publicado en Cualia con el permiso de su autor. Reservados todos los derechos.