Si me lee un apicultor o un aficionado a la repostería, seguramente se llevará las manos a la cabeza. «¿Que para qué sirven las abejas? –repetirá, molesto, con los ojos encendidos– ¿Pero es que hay algún alma cándida que no conoce la miel?».
Dicen que la divulgación científica consiste en volver a las preguntas más básicas, para asegurarse de que el público comprende cabalmente las respuestas. Por eso, les pido este pequeño favor: vuelvan al título de este artículo y luego lean lo que Einstein dijo al respecto: “Si la abeja desapareciera de la Tierra, al hombre sólo le quedarían cuatro años de vida. Sin abejas no hay polinización, ni hierba, ni animales, ni hombres”.
Así de simple. Así de profundo.
Imaginemos que, por algún desdichado accidente, las abejas desaparecieran de nuestros campos, dejando en silencio sus colmenas. Esa extinción dejaría sin polinizar todos nuestros cultivos de almendros, manzanos, perales, alfalfa, melones, girasol, fresas, algodón, soja, café, tomates… La lista de frutales y verduras es inagotable. Tanto, que casi es más fácil decir que la agricultura se vería interrumpida por completo, y que los principales ecosistemas desaparecerían. Para que se hagan una idea, el 70% de las plantas destinadas al consumo humano están polinizadas por abejas.
Lo que es peor: si desaparece la abeja melífera, no hay otra criatura que pueda sustituirla en ese proceso delicado y fascinante que es la polinización. Obviamente, las polillas que polinizan la yuca y las orquídeas no podrían cumplir con esa misión de alcance mundial.
Ya ven que el panorama que nos deja su ausencia sería tan apocalíptico como esas películas de serie B que dibujan el mundo como un páramo desértico y peligroso.
¿Es realista ese temor? Calculen ustedes mismos. El Departamento de Agricultura de los Estados Unidos ya ha analizado meticulosamente el efecto de diversos pesticidas comunes sobre las colmenas. El resultado de este y otros estudios es más que inquietante. Para empezar, se ha evaluado una inferior capacidad polinizadora a partir de los años cuarenta del pasado siglo, y en diversos países, el número de abejas también ha entrado en franca decadencia.
La escasa diversidad botánica también afecta al sistema inmunológico de estos insectos, así como la llegada de parásitos y enfermedades por efecto de la globalización.
Queda mucho por hacer, pero ya se están dando pasos en la buena dirección. Hace unos años, la Unión Europea anunció la prohibición de tres plaguicidas neonicotinoides, usados en los cultivos de girasol, colza, algodón y maíz. Se trata del imidacloprid, la clotianidina y el tiametoxam, cuyos terribles efectos sobre las abejas conocen bien los apicultores.
En cualquier caso, el papel de la abeja en la supervivencia de nuestra especie va más allá de la polinización. Se ha descubierto que las abejas también son capaces de oler ciertos compuestos que origina el bacilo de la tuberculosis. A lo mejor usted, amigo lector, considera esto una mera curiosidad científica, pero piénselo mejor. ¿Se imagina qué efecto tendría esto en los países pobres si lográsemos, gracias a las abejas, detectar bacterias como Mycobacterium tuberculosis y Mycobacterium bovis? Científicos neozelandeses ya han enseñado a estos benéficos insectos a reaccionar ante los aromas que desencadena el bacilo de Koch.
Aún suena a ciencia-ficción, pero ya ven que el futuro todavía puede depararnos sorpresas… siempre que protejamos a este maravilloso animal y logremos que siga siendo una presencia habitual en nuestros campos.
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