Es habitual que, considerando filosóficamente a Wagner, se lo encuadre en el pensamiento reaccionario: pesimismo histórico, visión circular de la historia, nacionalismo xenófobo, antisemitismo, el final clericalismo de Parsifal y la fastidiosa admiración nazi.
Ambigua y polivalente, la obra de arte no admite tales reducciones, menos aún teniendo en cuenta la complejidad de la obra wagneriana. Veamos. Bernard Shaw, socialista fabiano, en El perfecto wagnerista, ve a Sigfrido como el héroe que se insurge contra la alianza del capitán de industria Alberico y los dioses (Wotan, Loge) que encarnan al Estado, la ley y la religión.
En su novela Príncipe Hagen, Upton Sinclair, un «pinky» americano, presenta al titular como un financiero afortunado que se mete en política bajo el auspicio de su tío Alberico, inaugurando la edad de la jungla.
¿Qué es Mahagonny de Brecht sino la inversión del Anillo wagneriano, manteniendo el tema de la hegemonía del oro? Ciertamente, si resucitásemos a Brecht y le preguntáramos por su relación con Wagner, nos respondería con sapos y culebras, pero su obra allí está, intocable, siquiera por los mejores fantasmas.
Nada comento sobre la saga El Señor de los Anillos de Tolkien, donde la apropiación de tópicos wagnerianos es evidente. Pero sí la curiosa relectura que de Wagner hace el católico Paul Claudel en una trilogía de la que rescato El pan duro, denuncia de una sociedad mercantilista que ha puesto precio a los valores ante la ausencia de Dios.
Algo similar, aunque desde otra perspectiva, pone en juego Joseph Conrad en varias novelas, por ejemplo Freya de las Siete Islas, donde la diosa de la juventud, la belleza y la fertilidad que aparece en El oro del Rhin es convertida en valor de cambio como un pagaré del Tesoro.
Más cerca de nosotros, Alain Robbe-Grillet en El espejo que vuelve se vale del anillo del nibelungo como símbolo negativo del ser, hueco donde el hombre puede ejercer su libertad creativa. Si se quiere, ya Arnold Schoenberg, en La mano feliz, había regresado a la caverna en la cual se forja en dichoso anillo, instrumento omnipotente de la obra de arte total.
No todo es igualmente serio en este escrutinio. Pierre Louÿs escribió, siguiendo la ruta de varios personajes wagnerianos, una colección de sonetos pornográficos cuyo título me exime de glosarlos: Trofeo de las vulvas legendarias. Ahí queda eso. Wagner no ha dejado de decirnos cosas y hacérnoslas decir. Suma y sigue.
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