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Olivares: reforma y revolución en España (1622-1643)

Olivares o la revolución desde arriba

 Gaspar de Guzmán y Pimentel Ribera y Velasco de Tovar (1587-1645) es una de las principalísimas figuras de la historia política española. Conde de Olivares y duque de Sanlúcar la Mayor, ejerció durante dos décadas como valido del rey Felipe IV y es conocido como el conde duque de Olivares. [Conde duque, sin el guion.]

El historiador español Manuel Rivero Rodríguez, autor entre otros libros de primer nivel de La Monarquía de los Austrias, publicó a comienzos de 2023 su personal aproximación histórica a la figura política del conde duque de Olivares (a quien ya había dedicado otro de sus trabajos cinco años antes) en tanto que presunto gran reformador en el siglo XVII hispano: Olivares: reforma y revolución en España (1622-1643). Olivares, más famoso que bien conocido.

Rivero Rodríguez comienza su brillante ensayo histórico por el final: “Esa última jornada de despacho resultó penosa. A don Gaspar le costaba un gran esfuerzo desplazarse, la obesidad, el dolor inguinal y la instalación de la gota habían embotado sus piernas y precisaba ser llevado en volandas con una silla de mano, con la consiguiente fatiga de sus asistentes, que lo trasladaban por los pasillos y lo subían y bajaban por las escaleras de palacio. También su mente estaba algo turbia, padecía una depresión que ya era crónica, y dominaban su ánimo la ansiedad y la melancolía. Abatido, hinchado, cetrino, con fuertes dolores abdominales y sin poder mover las piernas, firmó sus últimos despachos y entregó las llaves de escritorios y armarios. Tan difícil como fue su entrada fue su salida: ante la imposibilidad de ser conducido hasta la puerta principal, hubo de buscarse un acceso de servicio lo más cercano posible, y luego tuvo que ser transportado en andas. Sin duda, sus asistentes respiraron tranquilos al verlo partir para un merecido descanso”.

La excelente prosa del autor de Olivares se evidencia, sin ir más lejos, en lo que acabas de leer.

El proyecto reformista/revolucionario de Olivares

Entre los retos y desafíos del proyecto reformista de Olivares se encontraban la reanudación de la empresa imperial de Carlos V, con la reunión de las dos casas de Habsburgo, y la recuperación de los Países Bajos: objetivos que “sólo podrían lograrse a partir de un rearme moral que habría de implicar desde el soberano hasta el último de sus súbditos; lo cual suponía un cambio de mentalidad basada en la recuperación de los viejos valores de la virtud estoica, la frugalidad y el mérito. Era una auténtica revolución cultural en el sentido de que afectaba a todas las categorías de la vida, desde la propia percepción del cuerpo hasta la construcción del individuo en sus valores y la conciencia de sus merecimientos”.

Una auténtica revolución cultural: eso es lo que pretendió el conde duque de Olivares, y esa pretensión es la que Rivero Rodríguez trata de explicarnos en su obra. Y nos lo explica. Su alcance y su fracaso.

Lo que intentó Olivares, como parte de ese cambio que buscaba zarandear el sentido del deber y el de la responsabilidad de cada integrante de la monarquía, fue “modificar la situación de independencia entre los reinos, que estaban ligados solo al rey, por otra de interdependencia mutua a partir de la creación de mecanismos de ayuda entre unos y otros”.

El principal escollo al que hubo de enfrentarse el Conde Duque a la hora de llevar a la realidad práctica sus reformas fue la Iglesia, el Papado, Urbano VIII. Si bien la crisis definitiva, la de 1640, llegó con los reveses militares, con los fracasos evidentes en su política exterior.

Un inciso. Aunque aquí se han utilizado las palabras reforma y hasta revolución, el autor pone especial cuidado en explicarnos que reformar significaba por aquel entonces recuperar las esencias de las cosas, no tanto mejorar, y mucho menos cambiar para hacer algo jamás llevado a cabo antes.

En el proceso de afirmación de su valimiento, de su autoridad personal, Olivares había seguido “con milimétrico tesón el desmantelamiento de los consejos, no sólo a efectos prácticos, para asegurar su influencia, sino porque despreciaba a los magistrados por ser gentes que carecían de nobleza y pretendían participar del gobierno”.

Hacia 1625, al tiempo que los tradicionales consejos de los Austrias iban siendo bloqueados, la conocida como Junta de Reformación “se iba perfilando como un gabinete en la sombra, un gobierno informal” a partir del que otras juntas especializadas “se multiplicaban y crecían” tras ser creadas “para resolver cualquier asunto que se presentase”, todo lo cual no hacía sino generar “mucha confusión respecto a las competencias y a quién dirigirse para resolver cada cosa”, tan es así que “el gobierno de la monarquía iba quedando en manos de los intereses cuando no del capricho de un reducido grupo de personas que desarticulaban arbitrariamente el orden existente bajo el mando personal del conde duque de Olivares”.

El fracaso de Olivares

En cualquier caso, llegados a 1640, “la monarquía hispana afrontaba la peor crisis de su historia, y el Conde Duque no parecía consciente de ello”.

«El colapso de 1640, caracterizado no tanto por las revueltas como por la deslealtad de las élites, ha de interpretarse como una generalizada pérdida de identificación con la política desarrollada por la monarquía, personificada en el valido. Los servidores del rey excomulgados, campando a sus anchas, desconociendo las leyes divinas, provocaban desconcierto y desafección”.

Existió una gran diferencia en lo que sucedió en Portugal y lo que tuvo lugar en Cataluña: “la revuelta catalana fue desordenada y espontánea, hoy mientras que la separación de Portugal era algo que estaba anunciado y bien organizado. a diferencia de los catalanes, los portugueses disponían de un objetivo dinástico, lo cual aseguró el éxito de la secesión”. Los acontecimientos de Barcelona y Lisboa “no provocaron un contagio revolucionario, sino conjuras aristocráticas”, como por ejemplo los alzamientos del duque de Medina Sidonia y el marqués de Ayamonte, en Andalucía, por su parte, “los indicios o sospechas que provocaron el cese de los virreyes de Aragón y Nueva España” dan cuenta “de la existencia de una auténtica psicosis conspiratoria”.

Tras la debacle de 1640, cundió el descontento por toda la sociedad, pero especialmente entre los nobles: cuando la nobleza se sumó al rechazo de las políticas reformistas la razón no estuvo única ni principalmente en “las contribuciones extraordinarias exigidas para hacer frente a la emergencia de la guerra de Cataluña y Portugal”, sino más bien, y sobre todo, en aquella “iniciativa desarrollada en la década de 1630 para recuperar rentas jurisdicciones y tasas que supuestamente habían ido a parar indebidamente a las casas nobiliarias en el pasado”. La conocida como huelga de nobles no se debió por tanto a las exacciones a que se sometía a los aristócratas, “sino a que no se remuneraban sus servicios”, de tal manera que carecía de “sentido servir si no se obtenía retribución”. Cuando Olivares se quejaba de la falta de ayuda lo que hacía era ignorar “el desinterés de quienes no recibían nada a cambio”, y como “la ausencia de remuneración estuvo acompañada por la falta de reconocimiento” la situación difícilmente podría haber sido otra, máxime cuando para la nobleza todo cuanto ocurría parecía deberse al mérito de Olivares exclusivamente.

En definitiva, no podemos olvidar cuál fue la causa principal por la que el rey prescindió de los servicios de su valido: que el propio conde duque de Olivares “solicitó su licencia, siendo consciente de que no podía seguir al mando por su deterioro físico y mental: Felipe IV se resistió todo lo que pudo a desprenderse de su leal ministro, amigo y confidente, pero no era posible mantenerlo más tiempo al frente de los negocios”.

Conclusiones

Entre 1623 y 1643, los años de privanza de Olivares, Rivero Rodríguez concluye en su obra que “se persiguió sin descanso y con contradicciones un riguroso programa de rearme moral, rigorista e intransigente que condujese a la culminación del proyecto de Monarquía Universal Católica, en la que el brazo secular sería el escudo protector de la Iglesia.

Para ello se consideró “necesario reorientar el dispendio de la gracia real hacia quienes tuvieran méritos suficientes para recibirla, aquellos que estuviesen galardonados por su virtud y su excelencia”.

Lo cual precisaba “impulsar un cambio de mentalidades que afirmase la virtud cristiana, con la que se acabaría la ociosidad y las malas prácticas, pero sobre todo se proyectaría sobre la población un sentido del deber que, más allá de la moderación o la frugalidad, fijaba su meta en el servicio a la Corona, que era al mismo tiempo servir a Dios”.

¿Era o no revolucionario ese programa?

Copyright del artículo © José Luis Ibáñez Salas. Reservados todos los derechos.

José Luis Ibáñez Salas

Editor e historiador. Autor de los ensayos 'El franquismo' (2013), 'La Transición' (2015), '¿Qué eres, España?' (2017), 'La Historia: el relato del pasado' (2020) y 'La música (pop) y nosotros' (2021), y la novela 'Serás mi tumba' (2023). Escribe en diversos medios, fue responsable del área de Historia de la Enciclopedia multimedia Encarta, dirigió la colección Breve Historia para Nowtilus y la colección Biografías de Sílex Ediciones. Es editor de material didáctico en la editorial Santillana.