En 1973, un grupo de intelectuales italianos –Umberto Eco, Furio Colombo, Francesco Alberoni y Giuseppe Sacco– se reunieron en un volumen colectivo estudiando cómo el mundo posmoderno adquiría ciertos rasgos similares a los de la Europa bajomedieval. No se trataba de un retorno sino, quizá, más bien de observar que en el renacimiento de las ciudades europeas a partir de los siglos XI y XII se conformaba, justamente, lo que llamamos modernidad.
El examen, releído en nuestros días, resulta un tanto leve y demasiado veloz. Nuestras transformaciones ya no se toman tanto tiempo en producirse y se esfuman con rapidez apenas las advertimos. Vivimos en tiempo líquido, como lo define Baumann, donde nuestras más fuertes convicciones se dispersan en el aire donde teje sus redes Internet. Y es precisamente ése uno de los rasgos de la modernidad: el culto al cambio, en ocasiones pasajero y, en otras, aseverando la alteración como una paradójica forma de la constancia. Todo cambia menos el cambio.
No obstante, algunas pistas siguen siendo útiles, si no para entender el presente –nunca se deja entender del todo porque hay que vivirlo y la distancia comprensiva escasea–, al menos para señalar perfiles. Por ejemplo: estamos ciertos de que el mundo se ha globalizado, pero no tanto porque esa globalización es despareja y exhibe rasgos que podríamos calificar de arcaicos.
Lo decisivo, si es que existe, es que el Estado no es global y que esta falencia, por más G7, G8 y G20 que se reúnan y vuelvan a reunirse, no se llena de ninguna manera. No me refiero simplemente a que sigue habiendo bloques, sino a que las formaciones, conformaciones y deformaciones de los núcleos de poder se parecen sugestivamente al paisaje europeo bajomedieval, con esquicios de Estados dispersos, paralelos y conflictivos.
En México hay dos Estados: el oficial y el oficioso de los narcotraficantes. En el Cercano Oriente hay “algo” llamado califato que se autodenomina Estado Islámico sin serlo. En la vieja y gloriosa Europa, cuna de los nacionalismos y raíz de dos catastróficas guerras mundiales, al tiempo que se arma una vacilante Unión Europa, estallan movimientos comarcales que quieren restaurar las antiguas marcas de siglos extintos. Córcega, Flandes, Cataluña, Escocia, los ultras de Francia y de Grecia, la Padania y hasta una colorida República Veneciana, insisten en no querer parecerse sino diferenciarse en nombre de hechos diferenciales tan sólidos como si fueran esencias sin devenir.
Hasta aquí hemos llegado y, habiendo llegado, hay un miedo cerval a la liquidez posmoderna que señala caminos de retorno. No sigamos yendo, volvamos. Bien pero ¿hacia dónde y hasta dónde queremos volver?
Imagen superior: F. Murray Abrahan, Michael Lonsdale, Sean Connery, Umberto Eco y Jean-Jacques Annaud en el decorado de «El nombre de la rosa» © 1986 Neue Constantin Film, Cristaldifilm, ZDF, RAI, 20th Century Fox.
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