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Neobarroco

Los historiadores tienden cada vez más a perfilar, ensanchándolo, el periodo histórico que se denomina barroco. Las primeras manifestaciones arquitectónicas se pueden fechar hacia 1520  y la transición del barroco tardío al rococó, hacia 1750.

Para los devotos de fechas precisas: desde la Reforma luterana y la conquista de México hasta la muerte de Juan Sebastián Bach. Entre tales fechas se desarrollan todos los capítulos de un sistema cultural barroco: las letras, la filosofía, las ciencias empíricas y matemáticas, la teoría del Estado, la teología, la música, el urbanismo, el vestido, la gastronomía y, por fin, la pintura y la arquitectura, que han sido, desde siempre, los tópicos barrocos por excelencia.

Desde Benedetto Croce  –Historia de Italia en la edad barroca– hasta José Antonio Maravall –La cultura del barroco– pasando por La edad conflictiva de Américo Castro, se ha trabajado en esta dirección: considerar el barroco en tanto época histórica concreta y no como una morfología intemporal que puede repetirse, con matices cambiantes, en distintos momentos de la historia. Ocurriría, entonces, por ejemplo, como con el clasicismo: un tipo ideal que encarna en distintas formas históricas, que resultan a la postre, siempre, neoclásicas. Las recaídas históricas del barroco –las veremos examinadas por Severo Sarduy– son, de modo similar, siempre neobarrocas.

Podemos, así, hallar barroquismos en manifestaciones culturales anteriores o posteriores a la época antes acotada, porque nuestra visión de la historia ya está condicionada, en las fechas que corren, por la existencia de la edad barroca. Somos, lo queramos o no y en diversa medida, neobarrocos. En ciertos momentos del tiempo histórico esta analogía coincidental se refuerza, como ha ocurrido a fines del siglo XIX y en la postmodernidad cuando debería considerarse transmoderno lo neobarroco, pues el barroco histórico fue eso, un ejercicio de transmodernidad.

Sin desentrañar el complejo barroco, dado el margen de estas páginas, me ciño a tres intentos cubanos de razonar cierto neobarroco de inspiración americana o, si se prefiere, caribeña: La expresión americana y otros ensayos (1957) de José Lezama Lima, en su capítulo “La curiosidad barroca”; Barroco de Severo Sarduy (1975) y Concierto barroco de Alejo Carpentier (1975).

Muy distintas son las relaciones de los tres con su país. Lezama fue un arraigado que apenas se movió de su isla, su barrio habanero, su casa. Carpentier anduvo por todas partes y siempre volvió a Cuba. Sarduy se marchó para no volver e hizo toda su obra en español y en París. Tal vez la nota común que los asemeja es que son escritores con muy variadas curiosidades culturales, eruditos si se quiere, devotos de la noticia rara, aunque trataron la enciclopedia con cierta distancia irónica, cuando no de modo abiertamente paródico.

Pero, al revés que Lezama, cultor de la pifia y la cita mal copiada, Carpentier es muy escrupuloso con los documentos y acude a menudo a incansables inventarios. Sarduy no llega a ninguno de ambos extremos pero practica, de modo confeso, la agudeza jesuítica de un teólogo ateo que intenta cubrir la ausencia de Dios con un recamado laberíntico de paronomasias y retruécanos.

En los tres hay un gusto barroco por el concetto y el oxymoron. Lezama era un homosexual católico, hedónico y materialista, que todo lo componía con el misterio y la bienaventuranza de la Encarnación. Carpentier, un elegante comunista que descreía de la historia y, en especial, de las revoluciones. Sarduy siguió practicando el español de Camagüey como una isla de extranjería en el París del estructuralismo, el psicoanálisis lacaniano y la deconstrucción.

Quizá podríamos reunirlos en una apelación común, de índole latinoamericana y muy ligada a la recuperación del barroco: el modernismo. La deuda modernista de Lezama y Carpentier es evidente. Menos notoria es la de Sarduy, mas los tres se juntan en torno a la aceptación decidida de Góngora, que Rubén rescató del olvido y el denuesto, acaso porque lo vio citado en Verlaine y le picó la curiosidad.

En el siglo XIX, el adjetivo barroco servía para despreciar a quien no se hacía entender claramente o exhibía en su obra unos elementos prescindibles. La sensibilidad clásica denunciaba en el barroco el pecado de desequilibrio. La romántica, el de inautenticidad, disimulación y retorcimiento. La ortodoxia desconfiaba de la “insinceridad” barroca porque podía enmascarar lo indebido. Cuando Menéndez Pelayo, hacia 1880, opta por el modelo de Lope frente al de Calderón, lo hace por tales motivos. Razones no faltaban a los desdeñosos del barroco. En efecto, el gongorino más ilustre de la época, Stéphane Mallarmé, hizo su emblema estético, justamente, de oscuridad, disimulo y heterodoxia.

La recuperación gongorina tuvo enseguida, desde América, su pequeño paladín: Alfonso Reyes. El resto de la historia es muy conocido y no hace al tema de estas líneas. Sintetizo: Góngora, recuperado por Rubén, llega, de la mano de Reyes y Mallarmé, hasta Lezama.

Señalo, con la intención de orientar la búsqueda, algunos acontecimientos de la época barroca que justifiquen el periodo. La conquista de América, el cisma anglicano y la Reforma protestante ocurren a la vez. La Ecumene europea se descabala, con la incorporación de vastas zonas del planeta hasta ese momento vagamente sospechadas por los europeos, y la paralela suma de lenguas indígenas que rompen la cerrada tradición babélica. Dios creó más idiomas de los previstos en la Escritura y, evidentemente, no lo hizo según el plan bíblico. La Reforma y el cisma, por su parte, destruyen la unidad de la Iglesia y su referente paterno, la figura del Papa romano, el Padre Santo. El centro se borra y el cristianismo, prenda de la unidad ecuménica europea, se descentra.

A ello conviene añadir, en el campo hispánico, que la lengua está en proceso de cambio, de barroca metamorfosis, y que a dicha alteración contribuyen la dispersión americana y el contacto con las lenguas y culturas de Indias. La catolicidad intenta compensar el descalabro acentuando el culto mariano, poniendo una figura de Eterna Madre en el sitio del Padre Eterno. La Contrarreforma endurece los dogmas y, a la vez, constituye una Reforma interna de la propia Iglesia, donde cobran protagonismo los jesuitas con su peculiar racionalismo barroco. La respuesta literaria es la formación de una nueva lengua letrada, que intenta sintetizar, en lo barroco, el cultismo italianizante, el refranero popular, el romancero tradicional, la herencia caballeresca convertida en caballería cortesana, y el teatro de propaganda religiosa, donde se mezclan claras doctrinas con oscuras supersticiones y disimulados esoterismos.

Sarduy incide en la visión cosmológica que se altera entre el Renacimiento y el barroco, entre Galileo y Kepler. Ya Eugenio d’Ors, uno de los primeros teóricos modernos del tema, había indicado la diferencia entre la gravedad telúrica renacentista, que tendía a fijar las formas en la tierra, y la celestial levedad barroca, que hacía flotar las formas en un espacio ilimitado, quizás infinito: la inmovilidad y el movimiento. El escritor cubano enfatiza la diferencia formal y estructural que hay entre un mundo de modelo circular y otro, de modelo elíptico. En el primero, todos los puntos distan lo mismo del centro y están fijados por él, simbolizando la quietud. En el segundo, el centro es meramente virtual y hay dos polos que estructuran una polea, un movimiento bipolar.

El espacio clásico es pleno. Aunque exhiba superficies desnudas, las une lo compacto del objeto. El centro equilibra, no hay nada que sobre ni que falte. El círculo alegoriza la perfección. La elipse, en cambio, crea distancias variables respecto a centros igualmente inestables. Es esa circunferencia virtual que no se puede representar, cuyo perímetro está en todas partes y su centro, en ninguna: una antigua fórmula de teología hermética para aludir a Dios, que recogieron Nicolás de Cusa y Blas Pascal. Circunferencia o esfera, paradójica e inasible, el espacio barroco es proliferante e intenta cubrirlo todo con cualquier orden de cosas, con una heterogeneidad de objetos que señalan el vacío de fondo, el reverso de la plenitud. El exceso, también por paradoja, de nuevo, intenta disimular una falta incolmable, una ausencia sin reparo.

Para meterse en sede barroca, la música es una referencia y un código privilegiados. La música como utopía del lenguaje, que lo dice todo pero sin dejarse traducir, aunque manteniendo una severa articulación. En el barroco se codifica la música moderna: se agrupan las tonalidades en modos mayores y menores; se establecen los géneros: sonata, sinfonía, concierto, ballet, oratorio, suite, variaciones o mudanzas o diferencias, suite, obertura y la ópera, que autoriza la mezcolanza de todos los géneros; se legaliza la improvisación en el tiento, que en su origen era un breve interludio entre las partes canónicas de la misa, sobre una sumaria base armónica y como solo de órgano; se practica el pastiche o ensalada, con obras de diversos autores o anónimas, seleccionadas y combinadas por un tercero. En el barroco es legítimo que un compositor tome músicas de otro y las rehaga (Bach con Vivaldi, sin ir más lejos), así como que un fragmento de obra propia pase a otra obra propia, variando la instrumentación, el título y, si cabe, la letra cantada.

Estos dispositivos barrocos preparan un buen espacio novedoso de mestizaje, como lo es América, además de cultivar el gusto por lo exótico, de modo que las Indias, las galantes Indias de Rameau, se entreveran con las turquerías y chinerías de rigor. Lezama intuye esta predisposición americana por el barroco, tal si fuera una demanda de ultramar: “… los barrocos galerones hispanos recorren un mar teñido por una tinta igualmente barroca…”

De tal modo, el barroco americano excede el simple acarreo de la trasculturación y matiza al barroco original europeo. Éste es acumulación sin tensión y asimetría sin plutonismo. El americano, tensión y plutonismo, “fuego originario que rompe los fragmentos y los unifica”. La tensión barroca no es ya la vertical tensión del gótico, la inercia constructiva que fija a la tierra el flechazo de piedra hacia la altura, sino la tensión hacia la forma como finalidad inalcanzable del símbolo, que opera como proliferación. Una llenez movediza que no es la plenitud clásica, la alegoría que inmoviliza la materia en la servidumbre de una idea abstracta. Es constante proceso concreto: historia, si se quiere. O un orden impuesto pero imposible: América. Artesanos locales como el indio Kondori en el Perú o el brasileño Aleijadinho no labran la degeneración de los modelos estatuidos – flamígero o plateresco – sino que practican su propia expansión estilística, elaborando una respuesta barroca americana al modelo ultramarino.

Las figuras que personifican esta actitud son dos hijos bastardos, ya que la bastardía, la legitimación de la mixtura ilegítima, es barroca por definición: Sor Juana y el Aleijadinho. Aquélla era hija de un personaje fantasmático, cuyo apellido no ha podido fijarse – como tampoco el de Don Quijote –: Asbaje, Asuaje, Azuaje. El Alajadito, de una esclava negra y un arquitecto portugués. La monja mexicana vivió en la mezcla de un vocación masculina – el pensamiento y las letras–  con una virgen de alma asexuada, que escribía poemas de amor como si ella fuera el enamorado, en un cuerpo andrógino de escritura. Entreveró a Kircher y a Descartes en Primero sueño y El divino Narciso, los mitos precortesianos, los paganos y los católicos, identificando a Narciso como Cristo; y reunió  el lenguaje del amor divino con el erotismo humano, según ocurre en las chinescas figuras de los santos y los apóstoles del Aleijadinho. Así, en los altares barrocos aparecen el Sol y la Luna que adoraban los indígenas, negros e indios en forma de ángeles junto a santos europeos y héroes de la paganía, todos vestidos (a veces, desvestidos o como maniquíes de vestir) para una ópera barroca. En plena forja de una nueva lengua literaria, Sor Juana revierte sobre España el camino de la aculturación, esa “inundación castálida” que reiterará, a su tiempo, Rubén Darío.

Concierto barroco es la puesta en escena de la ensalada euroamericana a partir del género musical barroco por excelencia, la ópera de asunto exótico. La narración refiere, como es sabido, el encuentro de VivaldiHaendel y Domenico Scarlatti, durante un carnaval veneciano, con un personaje venido de México, y los supuestos incidentes del estreno de Motezuma, con música del primero de los nombrados. Desde luego, el americano se escandaliza por los anacronismos que advierte en la ópera, pero que son aquellos por los que toma partido Carpentier en su relato, pues los personajes visitan la tumba de Stravinski y el sirviente negro del caso asiste a un concierto de Louis Armstrong. El conjunto de la ficción es una ensalada barroca, acentuada por el hecho de que transcurre durante el carnaval y todo el mundo anda disfrazado por la calle, si es que la palabra cuadra a Venecia.

La secuencia más lograda del libro es, a mi juicio, la que ocurre en un convento donde ensayan los músicos y se decide improvisar. El americano canturrea Calabasón–son–son y los europeos traducen (en el más puro estilo lezamiano, pifian la cita): Kábala–sum–sum–sum, organizándose un bailongo caribeño dirigido por el sirviente negro, que involucra a las huérfanas y monjas del convento y a los ejecutantes. La síntesis de los dos barroquismos ejemplifica la tesis carpenteriana de un barroco prehispánico que recibe y sintetiza al europeo y también, inopinadamente, la tesis de Lezama sobre la respuesta americana al barroco del conquistador y colonizador: el arte del gran señor criollo que disfruta de sus propiedades y sus ocios, esclavas incluidas, tras los trajines de la colonización. La conclusión de Carpentier es que América es la fábula –origen y futuro, lo perdido y lo recuperado– de la historia que es Europa, y esa síntesis es una nueva fórmula de la humanidad, una suerte de Nuevo Mundo, dicho sea en sentido estricto.

Inesperada secuencia de la novela es el hecho de que la partitura de Vivaldi se perdió, salvo un aria que el veneciano usó en otra obra. El libreto se conservó y Jean–Claude Malgoire, en 1992 y a propósito del dichoso Quinto Centenario, decidió reconstruir la perdida Motezuma, adaptando páginas de otras partituras vivaldianas (Orlando furioso, Catone, Griselda, L´Olimpiade, L´incoronazione di Dario) al conservado libreto. Se sospecha que éste ha sido firmado con pseudónimo aunque resulta bastante respetuoso con la fuente, que es la Historia verídica de la conquista de México de Antonio Solís. El pastiche, digno de Carpentier, fue presentado por el Atelier de Tourcoing en Burdeos, Monte–Carlo y otras ciudades con el título de Montezuma, una falsa ópera de Vivaldi con auténtica música de Vivaldi. Imposible mayor barroquismo.

Una reformulación del neobarroco cumple Sarduy al describir su lenguaje como palabra que escapa a la comunicación, no siendo instrumento de uso ni teniendo valor de intercambio, sino derroche, lujo, ejercicio de las funciones del placer. Se trata de alterar la economía burguesa del lenguaje: estrictez en la inversión, ahorro de materiales. El lenguaje neobarroco no se somete a la naturaleza ni a la moral, los dos pilares del orden: es contranatural y amoral. Lo mismo ocurre con la forma supuestamente correcta: el neobarroco se inclina a la deformación. Subversión por medio de la fiesta, exceso, juego, desperdicio. Desde luego, todo el proceso da lugar a nuevas formas. No se trata de una mera demasía sin razón sino de una lógica de lo superfluo.

En el barroco histórico, la falta de centro se compensó con los oficios del jesuita razonador y el poder del monarca absoluto: omnipotencia y legitimación sobrenatural, sea verbo o milicia. El neobarroco, en cambio, acepta la carencia como tal y la exalta como un rasgo específico del ser humano, su inarmonía “natural”, el desajuste entre logos y cosmos. O, si se prefiere, el desequilibrio entre el deseo y su objeto, donde se inscribe la productividad neobarroca, tender sin alcanzar. El objeto inalcanzable se vive como perdido para siempre y produce el efecto de lo infinito.

Sarduy, en el orden cosmológico, aproxima las teorías de Kepler a las contemporáneas del big bang Lemaîtreel mundo como originado en un estallido y curso de una infinita proliferación. Esta analogía se piensa como una retombée, un eco que se produce fuera del tiempo, una recaída. “Causalidad acrónica, isomorfía no contigua, o consecuencia de algo que aún no se ha producido, parecido con algo que aún no existe.” Las teorías de hoy son la causa de las teorías de ayer, en una lógica de metáfora y analogía, que opera entre dos inexistencias: el caos primordial, inimaginable como el punto de llegada del estallido, la absoluta dispersión equivalente a la nada. Estamos ante un saber poético, no ante un conocimiento científico. La poesía siempre opera hallando o inventando –hallando lo no buscado– por medio de analogías y metáforas.

Tal vez esa recaída que insiste sea la lezamiana figura de la Contraconquista americana, eco de la Contrarreforma europea. La Iglesia se ha fragmentado y su Verbo carece de un referente central que lo fije a la Verdad. El lenguaje barroco, ser de la apariencia, es el resultado de ese estallido que ha resquebrajado a la Ecumene. Otra vez: América.

Copyright del artículo © Blas Matamoro. Este artículo forma parte de la obra Lecturas americanas. Segunda serie (1990-2004), publicada íntegramente en Cualia. La primera serie de estas lecturas abarca desde el año 1974 hasta 1989 y fue publicada originalmente por Ediciones Cultura Hispánica (Madrid, 1990). Reservados todos los derechos.

Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")