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La escuela va al cine

Una de las virtudes estrictamente culturales del cine es el haber dotado a la humanidad de una historia universal. Digo una porque, según sabe el lector tanto o más que yo, lo que entendemos por universo histórico no es un concepto nada unívoco. Lo que intento mostrar es que el cine nos habituó a ver las historias pretendidamente universales, de modo que, como toda historia, pudieran contarse y recontarse, hacerse, si se quiere, folclóricas.

Así tuvimos imágenes en movimiento de la Edad Media caballeresca, la muy revolucionaria revolución francesa, Julio César, Alejandro el Grande, Cristóbal Colón y sus indios, Marco Polo y sus chinos, hasta el peludo antepasado prehistórico que inventó la fogata y, con ella, el caldo, más el etcétera que cualquiera de ustedes quiera añadir.

Todos estos personajes y unos cuantos más los habíamos conocido en la escuela, desde las primeras letras. Eran históricos, es decir memorables, o sea rescatados del olvido y la voracidad con que se lleva la mayoría de los momentos de la vida individual y popular. La diferencia entre lo escolar y lo cinematográfico consiste en que en los libros de historia, los próceres y los eventos memorables están quietos en el papel, en tanto en el cine se mueven, aparecen, desaparecen, insisten en reaparecer, hablan con sus voces –verdaderas o simuladas por el doblaje‒, se acercan y se alejan tal si estuvieran vivos en el presente de la memoria. De tal forma vimos a Jesucristo arrastrando la cruz, a Colón descubriendo América y a Enrique VIII casándose sucesivamente con sus variables víctimas, repudiadas o decapitadas.

Al elenco se sumó, como era de esperar, Napoleón Bonaparte. Nunca resultó demasiado feliz su encarnación fílmica. La complejidad del personaje obligó a Sacha Guitrý, por ejemplo, a emplear a dos actores. O, si se quiere, a tres, pues Jean-Louis Barrault aparece fugazmente en Las perlas de la corona ajustándose malamente los pantalones y llegando tarde a su propia boda. Pero actores de buen oficio, desde Charles Boyer a Eduardo Cuitiño, cayeron flojamente en la caricatura. Sus Napoleones fueron un tipo de retaco nervioso y cejijunto, que siempre ocultaba una mano a la espalda y la otra entre los botones de su pechera. Todo parece probar que la complicada trama del prócer no permite simplificaciones.

Esto parece haberlo entendido Ridley Scott, maestro de la puesta en escena cinematográfica y, a veces, magnífico narrador como en Los duelistas y Blade Runner. Su película es una colección de viñetas admirablemente forjadas pero ni una biografía ni un relato histórico. No ha querido hacerlo, tanto que el actor Joaquin Phoenix que personifica al Gran Corso, no lo actúa sino que juega a ser un actor vestido de Napoleón que se encamina a figurar dentro de una viñeta en movimiento. Quizá la actriz Vanessa Kirby produzca mayores efectos como Josefina Beauharnais, sucesivamente trepadora y arribista, majestuosa, fulana, marujona y siempre tiernamente enamorada, a la espera de que regrese su marido, empleado en el exterior. Para colmo no puede darle descendencia y, a juzgar por las escenas de cama, porque el general Bonaparte prefiere el sexo no reproductivo.

Scott brilla en un ameno torneo de episodios íntimos, mundanos, bélicos, cortesanos, litúrgicos y populares. La producción es de una suntuosidad y un cuidado ejemplares. No es más que eso pero insisto: no podemos pedir al director que nos muestre lo que no nos ha querido ofrecer. En los libros escolares y en los museos de pintura se nos ha intentado mostrar el pasado como algo digno de ser visto, algo lujoso, colorido y pintoresco, merecedor de convertirse, justamente, en pintura. La historia se hace con hechos inolvidables y guapos. Nos muestran las pirámides de Egipto y no a los sudorosos esclavos que las construyeron. Sus soldados deslumbran desfilando y hasta son hermosos al sucumbir dando la vida por su patria y su emperador, que murmura conmovido: Voilà une belle mort! Y sus Napoleones, pequeños, rechonchos y con cara de galleta ilustrada por un mechón, nos vuelven a admirar. ¿Cómo consiguió este corso pequeñajo apretar en su puño a Europa durante veinte años?

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Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")