Los cultos religiosos de todo el mundo han acudido a la música en las debidas ocasiones. Pero ¿cabe admitir una categoría universal de música estrictamente religiosa? Si nos limitamos al ámbito católico europeo, que es tal vez el más productivo en la materia, y escuchamos sucesivamente una página de Palestrina y otra de Penderecki, aunque se valgan del mismo texto latino, tenemos asegurada la perplejidad. Pensemos en un campo más acotado, el tema de la muerte. A la hora de los Requiem ¿qué tiene que ver la serenidad de Fauré con el desgarro de Verdi? ¿La escueta sonoridad de Tomás Luis de Victoria con la monumentalidad de Berlioz?
El tema da para mucho y los razonamientos críticos disparan en direcciones muy diversas. Hay quienes piensan que no hay música religiosa y que las liturgias católicas pertenecen al mundo de lo teatral, son óperas sin escenificación y esto hasta cierto punto porque las misas cantadas tienen mucho de escénico. Al mentar a la ópera, desde luego, no valoro. Ni remotamente se me ocurre desdeñar la eficacia afectiva de una misa de Haydn o de Beethoven porque se parezcan a páginas operísticas.
Quizás el asunto deba pensarse desde otro ángulo, el de la palabra. En efecto, la música vocal litúrgica empezó siendo una manera de plegaria, donde el canto es mínimo en su despliegue y lo importante es el verbo, porque es verbo sagrado. Baste con rememorar el canto gregoriano. No es música para escuchar en un concierto, en una sala mundana como lo serán las abigarradas iglesias barrocas donde esplenderán los oratorios de Haendel o el Gloria de Vivaldi. El gregoriano es una manera de enfatizar palabras, de fijarlas en el ánimo del feligrés o el monje en un ámbito de compartimientos penumbrosos como el de un templo románico.
Lo que pasa con las liturgias, a partir de cierta época, es que se secularizan, tanto así que los músicos pueden escribir para distintos cultos, como es el caso de Bach, con sus corales luteranos y sus misas católicas, o de Mozart, con sus misas igualmente católicas y sus contribuciones a las ceremonias de la masonería.
El siglo XX nos lleva, en este como en tantos otros apartados, a unos espacios complejos. Por ejemplo: ¿a qué iglesia adscribir la Sinfonía de los Salmos de Stravinski o el Requiem de guerra de Britten? La mejor respuesta es que pertenecen al patrimonio cultural del ser humano, a sus inquietudes perpetuas, las que insisten a lo largo de los siglos y se modulan conforme a las circunstancias históricas que aportan dichos siglos.
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