He pensado dedicar una serie de escritos a la que podríamos considerar primera epidemia global de la humanidad. Primera en tanto en cuanto ha quedado constancia escrita de ella y porque se produce en paralelo a la llegada de los primeros europeos a tierras americanas. De la misma forma que la pandemia del coronavirus cuenta con un factor que no se ha tenido en circunstancias anteriores, esto es, la interconectividad inmediata y la difusión instantánea de noticias a nivel mundial, la aparición del morbo gallico coincide con el nacimiento de la imprenta, de ahí que se conserven centenares de testimonios escritos sobre su difusión, tratamiento y repercusiones socioeconómicas, lo que nos permite hacernos una idea clara del impacto que supuso para las gentes y mentalidades renacentistas, tan parecidas, por otra parte, a las nuestras.
A finales del siglo XV y comienzos del XVI Europa sufre el azote de una enfermedad que se ha solido identificar con la sífilis venérea y que quizá sea más oportuno llamar mal francés, denominación que no es sino la versión de una de las formas latinas más extendidas en ese momento para llamar a la afección: morbus gallicus. Se tiende a aceptar, a falta de un nombre científico unívoco y neutro, una designación extendida entre la población de varias naciones y de diversas lenguas (mal francés) en la creencia, también habitual, de que al menos la difusión del mal está favorecida por el desplazamiento de las tropas del rey Carlos VIII de Francia (1494-1495), independientemente de las razones que se esgriman sobre su origen.
Común en los análisis sobre el origen de la enfermedad es la atribución de la responsabilidad al ‘otro’, vecino o remoto. Por ello los napolitanos culpan a los franceses, mientras que para los franceses son los napolitanos los titulares de la enfermedad, o los son los ‘hispani’ (españoles y portugueses) entre otros ‘otros’. En el caso de los ‘hispani’ la responsabilidad de la enfermedad se asocia a la idea de que ésta surge en la Península y se difunde después por Italia; aunque también se dice que la enfermedad surge fuera de Europa y que son los viajes de españoles y portugueses quienes la traen al Viejo Mundo desde cualquiera de ‘las Indias’.
Los médicos italianos figuran entre los primeros en escribir al respecto. Así, para Giovanni Manardo la enfermedad comienza en Valencia y se difunde porque algunos infectados se incorporaron al ejército de Carlos VIII; Gabrielle Fallopio, sin embargo, considera que el ejército francés en Nápoles es infectado por obra de los españoles que conocen la gravedad del mal, porque los marinos de Colón son los que lo contraen y lo traen a Europa. La estrategia de los españoles, dice Fallopio, es infiltrar prostitutas en el ejército francés durante el asedio de Nápoles. Porque, es preciso aclararlo desde ya, son las mujeres las que actúan como vectores de este enfermedad de transmisión sexual, según todos los tratados de la época.
El problema del nombre de la enfermedad era imprescindible según la mentalidad médica renacentista. Como en casi todo lo que concierne a la naturaleza humana, surgieron dos posturas enfrentadas: la de quienes consideraban que la enfermedad era antigua y, por lo tanto, identificable con las estudiadas en los tratados de las autoridades médicas, es decir, que ya tenía nombre; y la mayoritaria, que consideraba que se trataba de una enfermedad nueva, hasta entonces no vista y, por tanto, carente de denominación específica. La necesidad de que la enfermedad tuviera un nombre no era menor: para los médicos universitarios que habían de tratarla el nombre se vinculaba a la verdadera sustancia y cualidad del mal, paso necesario para elaborar un correcto tratamiento.
Todos los médicos de la época se aprestaron a publicar folletos y opúsculos donde ofrecer su propia interpretación del mal y los remedios más oportunos para hacerle frente. Sólo de los primeros quince años de epidemia (1495-1509) se han conservado más de medio centenar de impresos y manuscritos médicos dedicados al mal francés y se cuentan por centenares los anteriores al año 1600.
Frente a las diversas teorías sobre el verdadero origen de la enfermedad y los agentes causantes de su aparición, objeto de agrias disputas entre médicos de diversas nacionalidades, se imponía una alarmante realidad: la agudeza del mal y su acelerada propagación provocaban el desconcierto total de unos europeos que no sabían la forma de hacerle frente. Todo comenzaba con la aparición de una pústula en el área genital rodeada por una especie de callosidad. Lesión que a los pocos días de su aparición sanaba si bien el cuerpo se llenaba de verrugas y protuberancias que provocaban al enfermo fuertes dolores en las extremidades y articulaciones. Pasados unos meses aparecían tumores purulentos que hacían que los dolores se intensificasen, especialmente por las noches. Tumores que destruían los huesos de la cara, la nariz y el paladar, haciendo visible una enfermedad que se asociaba al acto sexual y al castigo divino.
Los escritos médicos hacían referencia a la nueva enfermedad, enfatizando el rol del sexo en su transmisión. Tratados enfocados a curar la enfermedad en el hombre y que confinaban a la mujer a un papel meramente contaminador. Uno de los primeros impresos donde se hace una relación exhaustiva de las medidas terapéuticas a seguir en un enfermo de morbo gallico es el Tractatus cum consiliis contra pudendagram seu morbum gallicum (Roma, 1497), del valenciano Gaspar Torrella. Médico personal de César Borgia y Protomédico del papa Alejandro VI, Torrella iniciaba el tratamiento con una evacuación de la ‘materia pecante’ mediante flebotomías y purgantes; continuaba con la eliminación de los restos a través de la piel mediante baños y fumigaciones para terminar con la aplicación de ungüentos, linimentos y lociones cuyo ingrediente principal era el mercurio.
El tratamiento mercurial se aplicaba en un periodo comprendido entre los cinco y los treinta días, con varias unciones diarias realizadas en una habitación cerrada y junto al fuego, circunstancia que hacía sudar copiosamente al enfermo y favorecía la absorción del mercurio. Torrella comenzó utilizando mercurio metálico (argentum vivum) para terminar derivando a un sublimado de mercurio, de manejo más fácil pero fuertemente venenoso y cáustico. El valenciano fue de los primeros médicos, si no el más temprano, en utilizar el sublimado corrosivo como remedio frente al morbo gallico.
Sin embargo, este tratamiento metálico, de consecuencias desastrosas para la salud del afectado, pronto fue sustituido por una terapia vegetal, más benigna en sus efectos secundarios, y que se transformó en el remedio preferente para el tratamiento del morbo gallico.
Recién inaugurado el siglo XVI empezó a llegar a Europa la corteza de un árbol originario de las costas atlánticas de América Central y del Caribe. El guayaco, nombre con el que fue bautizado, rápido se transformó en el primer remedio medicinal del Nuevo Mundo usado de forma masiva por habitantes del Viejo. ¿Cómo pudo ocurrir semejante circunstancia?
En la imagen superior, un grabado en el que se representa la forma en que se aplicaba el argentum vivum a un enfermo de morbo gallico.
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