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Gore Vidal (1925-2012). La libertad ofende

«¿Cómo ‒nos preguntan con frecuencia‒ habéis permanecido juntos durante cuarenta y cinco años? La respuesta es:  ‘Nada de sexo’. Esto no satisface a nadie, naturalmente, pero, como diría Henry James, ‘ahí está’” (Gore Vidal, Una memoria, Anaya & Mario Muchnik, 1996).

Hace años, leí en una entrevista del Vanity Fair al escritor Gore Vidal esta opinión suya sobre el Presidente Obama: “Los esclavos tienen dificultades para hacer poesía. A menos que haya un compás, claro”. Me pareció interesante que alguien soltara con tal desparpajo una declaración tan visceralmente reaccionaria ‒y abiertamente racista‒ y, como hoy las opiniones reaccionarias suelen ser sinónimo de sinceridad, ipso facto corrí a una biblioteca en busca de su primera autobiografía. No salí decepcionado: sinceridad hay, desde luego.

Gore Vidal era un tipo apasionante. Ególatra y venenoso, pero apasionante y sin pelos en la lengua.

Me fascina cómo un individuo de la vieja guardia y sin vanguardismos que lo escuden se explaya sobre su vida sexual, hablando de los miles de desconocidos con los que se acostó (¡pagando o prefiriendo pagar!) cuando era joven y bello, ahondando en detalles con una explicitud que subiría los colores al autor más beat o al más punkie.

En este libro, Vidal no se define como homosexual, sino como homoerótico, y de hecho atribuye a tal cualidad el no haber perecido bajo la ola de Sida de los 80: él no la metía, sino que se limitaba a una suerte de fricción lateral con sus amantes, al parecer altamente satisfactoria.

Su comportamiento desenfadado y libre de culpa lo justifica ‒muy juiciosamente a mi juicio‒ por el hecho de pertenecer a la clase alta: solamente la clase media, según él, se cuestiona la moral del propio albedrío. Él provenía de una élite donde todo el mundo está acostumbrado a hacer lo que le viene en gana y sin remordimientos: él tampoco los tuvo ni se preocupó en ocultar sus apetitos, convirtiéndose sin comerlo ni beberlo ‒o precisamente comiéndolo y bebiéndolo‒ en uno de los primeros adalides del outing gay.

Vidal se autodefinía liberal de izquierdas, pero su declaración sobre Obama, ciertamente, no parece muy propia de un rojo; ni tan siquiera de un colorado. Yo creo que tal inopinada opinión responde más a un ego desmesurado antes que al convencimiento legítimo. Cuando dijo esto, el hombre estaba mayor (octogenario avezado), le jodía no seguir en la primera fila de la actualidad, se consideraba parte de una clase superior (su abuelo fue senador y sus ancestros, hacendados esclavistas) y supongo que ya no tenía que rendir cuentas a nadie. Y el tipo aún sabía montar un buen espectáculo.

En cierto modo, me recuerda al escritor catalán José Luis de Vilallonga, cuyas memorias también leí con interés y simpatía (dos de sus cuatro volúmenes, al menos). Ambos se creían los últimos mohicanos de una clase privilegiada moribunda; ambos fueron criados con desapego y frialdad formal; ambos vivieron sucesos de adolescencia traumáticos (un recién licenciado Vidal, la muerte del amor de su vida en la II Guerra Mudial; un quinceañero Vilallonga, el verse obligado a mandar un pelotón de fusilamiento en la Guerra Civil); ambos se sentían y proclamaban más de izquierdas de lo que seguramente eran; ambos pensaban que, quizá, defendían los intereses de una clase baja que jamás conocieron; a ambos les encantaba la vida en rosa y se rodeaban de actores, incluso interpretaban papeles ocasionales en el cine de Hollywood… Naturalmente, Vilallonga era más patán, como corresponde a un heterosexual de sangre caliente (lo cual no quita que me caiga igual de bien). A Vidal jamás se le hubiera ocurrido titular su vida literaturizada La cruda y tierna verdad.

La suya, bautizada en el original Palimpsest: a memoir, está muy bien escrita y contiene una primera mitad extraordinaria. Luego se pierde más en el anecdotario del “famoseo”, algo irritante a veces y casi siempre caótico para el lector no anglosajón. Sin embargo, su opinión sobre la fauna intelectual que le tocó vivir encaja sorprendentemente con casi todas mis impresiones previas ‒»de oídas” ‒ sobre muchos de los personajes que él conoció: a quién con un poco de dignidad no le iba a repatear Truman Capote; en cambio, Tenessee Williams despierta toda la ternura; Norman Mailer parece un chulo con talento, una versión arrabalera y ansiosa de la virilidad hemingwayana, de quien también se ríe un poco, así como de Burroughs… Por cierto, de paso también explica su polvo con Jack Kerouac, a quien yo siempre me imagino, no sé por qué, con el careto de Sam Shepard.

Sólo me sorprendí sintiendo más simpatía de la prevista por su retrato de John F. Kennedy: desde luego, el hombre debía de ser un singermorning de mucho cuidado, pero cándido a su manera.

Vidal planta frases muy buenas, de distinto signo, como “Lo poco que leen la mayoría de los escritores es de una naturaleza competitiva” o “Ésa fue la primera y última experiencia que tuve de que alguien me diera por culo”.

Una vida vivida ‒y dicha‒ con libertad. Sólo eso ya merece aplauso.

Imagen superior: Gore Vidal y William F. Buckley en «Best of Enemies» © 2010 American Broadcasting Companies, Inc.

Copyright del artículo © Hernán Migoya. Previamente publicado en Comicsario, un blog para la fenecida editorial Glénat España. Reservados todos los derechos.

Hernán Migoya

Hernán Migoya es novelista, guionista de cómics, periodista y director de cine. Posee una de las carreras más originales y corrosivas del panorama artístico español. Ha obtenido el Premio al Mejor Guión del Salón Internacional del Cómic de Barcelona, y su obra ha sido editada en Estados Unidos, Francia y Alemania. Asimismo, ha colaborado con numerosos medios de la prensa española, como "El Mundo", "Rock de Lux", "Primera Línea", etc. Vive autoexiliado en Perú.
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