Augusto Monterroso habría cumplido cien años. Su muerte lo impidió en 2003. Tuvo tiempo, no obstante, de escribir, según su fórmula, obras completas y otras obras. De todos modos, algunos títulos pueden desgranarse de ellas como La oveja negra, El resto es silencio y Movimiento perpetuo. Sus narraciones se caracterizan por la brevedad, virtud que, según el refrán, bonifica el discurso. Si breve, lo bueno lo es doblemente. No le faltaron críticos con suficiente ignorancia que se lo reprocharan. Bueno, don Augusto, ya está bien de cuentecitos ¿para cuándo la gran novela? Igualmente, hubo quien a Juan Rulfo le observara que sólo había escrito dos libros, una novela y una serie de cuentos. Según estos baremos, empáticos con las filas de novelas policiacas y episodios nacionales, sólo es válida la creencia de que si largo dos veces bueno. A la imponderable calidad, el peso neto de la mensurable cantidad.
Lo central es que brevedad y largura son necesarias o no son nada en sí mismas. Un cuento narra un suceso, pudiendo convocar a un personaje o no. Hay cuentos en los que ni aparecen los tales, sustituidos por un golpe de viento, una cifra numérica o una música. La novela, en cambio, es necesariamente caracterial. Narra un destino y un destino siempre tiene a alguien como actor. Son las estructuras y no las medidas las que definen un género. ¿A qué poeta se le objetaría escribir sonetos, ya que sólo tienen 14 versos? ¿No hay más poesía en una oda o una epopeya?
A estas generalidades se añade una peculiaridad latinoamericana, que es el peso específico mayor del cuento frente a la novela. Ya desde los comienzos de la modernidad aportada –valga el eco– por el modernismo, cabe señalarlo. El maestro Rubén Darío y su discípulo Leopoldo Lugones acertaron en el cuento y resbalaron en la novela. El ejemplo de la brevedad que fue Horacio Quiroga insistió en él y prescindió de ella. Lo mismo hizo Jorge Luis Borges. Excelentes cuentistas como Juan José Arreola, Julio Ramón Ribeyro, Manuel Mujica Lainez y Julio Cortázar brillaron como cuentistas y se desenfocaron en la novela, a veces enmascarada en lo experimental como es el caso de Rayuela.
Puede arriesgarse un juicio más amplio: las sociedades latinoamericanas, acaso por su débil contextura orgánica, resultan más apropiadamente narradas por la aparición momentánea y el suceso sencillo, caracteres propios del cuento, que en la orgánica complejidad novelesca. Hay épicas mayores y menores, todas igualmente épicas, es decir capaces de dar forma al magma de la vida y volverla narrable como historia. A su vez, el cuento permite hurgar con mayor elocuencia en la insistente densidad de la rutina para hallarle grietas inesperadas que parecen irreales y resultan ser más reales que la realidad proporcionada por la costumbre. Monterroso, pequeño filósofo y cuentacuentos de oficio, nos ha enseñado a considerar esos abusos de lo infrecuente que acaban hallando las honduras más reales de lo real.
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