El grande y sereno Tulio Serafín solía decir que, en su larga carrera como director de ópera, había conocido a unos cuantos cantantes muy buenos y a tres monstruos (sic): Enrico Caruso, Titta Ruffo y Rosa Ponselle. A su vez, la soprano Geraldine Farrar, quebrando el tópico de que entre las divas no se elogian, decía de Ponselle que su voz era el resultado de un arreglo con el mismo Dios. Y adoctrinaba: para hablar de cantantes, lo primero es poner a un lado a Caruso y Ponselle, y luego empezar con todos los demás.
Son dos opiniones tajantes pero que, al coincidir, tienen acento de verdad. Y los tres personajes escogidos justifican la monstruosidad que les atribuyó don Tulio, o la sobrenaturalidad a que se refiere Geraldine. En efecto, Caruso era una voz de tenor con solidez y color de barítono, en tanto Ruffo era un barítono de tan poderoso agudo que podía pasar por tenor. De hecho, en su memorable versión conjunta del dúo Sì pel cel marmoreo giuro del Otello verdiano, resulta difícil distinguir a los dos monstruos por el color de sus voces.
Ponselle, a su vez, es una soprano de imposible clasificación. Bella, carnosa, extensa, pareja omnipotente, su voz tiene capacidad lírica, facilidad de coloratura y arrestos dramáticos. Pudo con papeles a menudo espinosos por la alternancia de tesituras como Norma y Violetta, aparte de que su musicalidad infalible se unía a su dominio de lenguas y fonéticas y a una presencia guapa y glamurosa, garbosa y fotogénica. Por fortuna, se han captado algunas actuaciones suyas en óperas al completo, incluida su final incursión como Carmen, cuando no había cumplido ni cuarenta años.
Rosa empezó a cantar en cines y cafés, muy jovencita, sin saberse quién le había enseñado a hacerlo. Luego, por ministerio del propio Caruso, tomó clases con un par de profesores. Pero ya sabemos que la enseñanza consiste en el aprendizaje más que en la lección. Si no hubiera existido en Ponselle una “monstruosidad” natural, nada se habría logrado sacarle con técnica y más técnica. Porque monstruo es el animal que escapa a géneros y especies, el ejemplar único de un género y una especie inexistentes. Tiene esa calidad de aparentar el origen: antes de mí, nadie y, tras de mí, sólo la admiración de los siglos.
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