D.H. Lawrence es mi escritor favorito, tal vez porque no me gusta su estilo. De hecho, creo que no tiene un estilo, al menos no uno organizado, no uno «presentable» en sociedad. Y al igual que no leo poemas porque busco la poesía en otros envases, su falta de corsés formales me permite desentenderme de la hojarasca e ir a lo que me fascina de su obra: cómo desnuda al ser humano, metiendo el dedo, más que en la llaga, en el ano, que es una llaga eterna en nuestra envoltura mortal. Su bisexualidad desclasada te deja expuesto donde los autores pijos o aburguesados respetan la úlcera, una úlcera que no por ser respetada socialmente (esto es: aceptada, ergo ignorada) deja de serlo. Y de su pluma salen mujeres que ningún otro escritor ha podido parir.
A Lawrence me lo trajo a la luz hace años el experto de lo oculto Jesús Palacios, a través de La serpiente emplumada, título que es a su retiro en México lo que mi pasión por el Perú: un deseo ciego pero no estupidizante de cortar lazos con la viejísima y apopléjica Europa ‒censora desde siempre «por nuestro bien»‒ para abrazar el Medionuevo Mundo, donde su hoy obsoleta represión religiosa ‒ajena pero afín a las represiones laicas de nuevo cuño‒ sólo exacerba los sentidos como fetiche de andar por casa. Desde entonces, exploro en sus novelas y cuentos como en una Biblia buena, consciente de que abarca casi todo lo que nos atañe en este plano existencial y parte de los otros: el nefasto efecto de las militancias ‒desde la vida «ordenada» hasta el capitalismo y el comunismo y sus brutalidades inherentes‒ en El amante de Lady Chatterley; cómo la violencia es sustituto de unos buenos sentimientos ahogados en el río de nuestra imbecilidad innata en El oficial prusiano; por qué lo más romántico es lo que no sucede, como en La virgen y el gitano; qué se siente al ser diferente, como en Hijos y amantes; por qué estamos perpetuamente insatisfechos, en El arco iris… Y, a lo largo de toda su obra, por qué la civilización es una cima relativamente deseable que luego degenera irremediablemente: porque al garantizar, oprime, y los humanos somos fauna que estalla tarde o temprano. Lo que nos permite subsistir mata irrevocable nuestro espíritu. La civilización preserva nuestro cadáver en vida, cuando aún respira. Pero, oh, nadie quiere morir matando.
Acabo de terminar mi primera lectura de otra de sus novelas célebres, Mujeres enamoradas, publicada por primera vez en 1920: la he leído con el texto original en mi móvil y la edición española de DeBolsillo en la otra mano (edición que incluye un excelente prólogo de la escritora Belén Gopegui), cotejando la traducción del inglés frase a frase. Dicha traducción, de 1980, es de Andrés Bosch, cedida por Editorial Planeta a Random House Mondadori. Ante la titánica y compleja tarea que supone traducir a este Lawrence en concreto, creo que el resultado es más que loable y bien ejecutado en general, con sutilezas acertadamente captadas; empero, a veces peca de prolijo frente a la eventual concisión del autor, embarcándose en incontinentes explicaciones que dan la espalda aún más a lo formal… Y en varias ocasiones se salta y deja olvidadas frases de la novela, lapsus que podría entender si nadie más la revisó. Sin embargo, habida cuenta de que para la reedición se llevó a cabo una revisión anunciada desde los propios créditos, este rasgo resulta ahora imperdonable. Por una vez, en este caso: revisore, traditore.
Mujeres enamoradas en sí es una absoluta maravilla. El amor no es el tema, el amor se zanja pronto, imposible de consumar. El tema es nuestro vacío crónico y el ansia que provoca por llenarlo, la necesidad de beber, amor, sexo, reciprocidad espiritual, todo en uno.
Los tipos son inolvidables: Gudrun, la joven artista de entorno proletario que no soporta el esnobismo cretino de la bohemia capitalina, pero tampoco la ordinariez del pueblo con sus cotilleos, sus reglas, sus mezquindades y su «fútbol» metafórico, que mantiene a cero las infinitas posibilidades de cada uno; su hermana Ursula, obcecada con su noción de amor romántico, organizado siempre alrededor de su insaciable narcisismo; Rupert, el sibarita sensible incapacitado para el arte y aterrado por el compromiso, que querría vivir inmerso en el goce sensual sin barreras de género, atrapado en un perpetuo grito de Munch que no halla eco en el siempre vigente puritanismo ambiental; Hermione, su eterna novia caviar, la progre rica que ama al proletario siempre que éste conozca su lugar y reconozca la superioridad congénita de ella, un ente incapaz de sentir cosas reales, parapetada en su máquina de hacer kitsch ‒y premeditado‒ cualquier estímulo espontáneo y natural, muerta por dentro (¡yo creo que Kundera, aunque reniegue de él, le debe mucho a Lawrence!); Gerald, el hijo de potentados entusiasta del progreso y la revolución industrial, tomados como nuevo traje de la vieja fisicidad imperialista que le hace sentir vivo… Con esta infeliz criatura, Lawrence se ríe ya del neoliberal y sus convicciones, veinte y treinta años antes de que Ayn Rand fabule en gozosos pulp fictions su ideal de individualista perfecto: tres décadas antes del héroe randiano, Lawrence ya había plasmado su parodia perfecta.
No encuentro un autor del siglo XX tan adecuado a nuestras inquietudes de hoy, abrumados como estamos por el aislamiento físico y tecnológico, así como por nuestra urgencia en hallar una ilusa comunión «perdida» con la naturaleza, una comunión encargada y entregada por mensajero. Pero para apreciar estos textos de un siglo de antigüedad y vigor, hay que desprenderse del ingenio superficial, esa barrera contra el terror de la vida, y tirarse de cabeza a lo que nos da miedo, a los pozos de Cthulhu que habitan dentro de nuestra carne.
Apestado para la comunidad literaria en su Gran Bretaña natal, David Herbert Lawrence vivió sus últimos años entre Nuevo México e Italia. Marcado por su origen de clase baja, uno de los pocos escritores contemporáneos de su país que lo entendió fue el también fascinante Aldous Huxley. Falleció a la edad de 44 años: me admira pensar qué hubiera podido escribir de llegar a octogenario. Y me alegra que sus parientes se nieguen a devolver sus restos al país que lo engendró y lo negó.
P.D. Como hermoso complemento a la obra cantada en estas líneas, resulta más que aconsejable el visionado de su adaptación a largometraje en 1969 a cargo de Ken Russell. Contiene la ‒aún me lo parece‒ mejor escena homoerótica que yo haya tenido oportunidad y placer de ver en la historia oficial del cine, la pelea a brazo y cuerpo desnudo (más bien peleabrazo) entre dos bellísimos y sudorosos animales: Oliver Reed y Alan Bates.
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