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Miguel B. Araújo: «Nuestra actividad económica y nuestra propia existencia dependen de la biodiversidad»

La trayectoria de Miguel Bastos Araújo le ha llevado a ser considerado uno de los líderes mundiales en el estudio de los efectos del cambio climático en la biodiversidad. Profesor de Investigación del CSIC en el Museo Nacional de Ciencias Naturales, es un biogeógrafo reconocido internacionalmente. Y como ahora comprobarán, no faltan razones para ese prestigio.

En primer lugar, hay que agradecerle su papel en el desarrollo de modelos ecológicos que predicen, a largo plazo, los cambios en la biodiversidad, y que además permiten evaluar nuestro impacto en la naturaleza. Esos modelos, por otro lado, han sido esenciales en las nuevas políticas públicas de conservación, tanto en nuestro país como en el resto del mundo. En esta línea, les dejo otro dato significativo: junto a los demás autores del IV informe del IPCC, Bastos Araújo compartió con el vicepresidente Al Gore el Premio Nobel de la Paz (2007).

No ha sido ésta su única distinción. A lo largo de una intensa trayectoria, su labor pionera ha sido reconocida con galardones como el Ernst Haeckel (2019), el premio Rey Jaime I de Protección del Medio Ambiente (2016), el Royal Society Wolfson Research Merit (2014) y el premio Ebbe Nielsen de la GIBIF (Global Information Biodiversity Facility) (2013).

Hay tres preguntas que el profesor Bastos trata de responder con un enfoque interdisciplinar: cómo los cambios climáticos de otros tiempos influyeron en la distribución actual de las especies, cómo afectarán los cambios medioambientales ‒de hoy y del porvenir‒ a la biodiversidad, y por último, cómo podemos protegerla frente a retos tan formidables.

En los medios de comunicación, a la hora de abordar la responsabilidad humana en el cambio climático, está claro que las opiniones se mezclan con los argumentos. Demasiadas veces, el ruido, la manipulación o el partidismo acaban sustituyendo a la evidencia científica. ¿Qué línea debería seguir la prensa para cambiar la percepción social de investigaciones como las que tú realizas?

Los titulares catastrofistas sobre el declive de la biodiversidad y sobre el cambio climático generan emociones de forma inmediata. Pero a la larga, si abusas de ellos, te inmunizas, y acabas aceptando el desastre como algo normal. La vida sigue, y entonces ese tipo de información deja de afectarte.

Supongo que, en la narrativa del periodismo más sensacionalista, una buena historia siempre incluye un cierto grado de ficción. Pero eso es algo muy negativo cuando se habla de un tema tan serio como este. Dejando aparte lo necesario que es el rigor, fragilizas el mensaje. Además, ese tipo de titulares tan exagerados e impactantes son luego empleados por la contrainformación, que siempre busca el punto débil del adversario. Yo prefiero la pedagogía y el mensaje transformador. Debemos llegar a una audiencia muy diversa, y eso requiere sutileza y seriedad.

El cambio climático es un proceso que se verifica a lo largo del tiempo, desde hace millones de años. Cada variación en las condiciones ambientales hace que las manifestaciones de la vida también varíen de diversas maneras, propiciando, por ejemplo, la extinción de unas especies o la aparición de otras nuevas.

Háblame de tu disciplina científica, la biogeografía.

Alexander von Humboldt se fue a América con la inquietud de descubrir esas leyes internas de la vida. No dio con ellas ‒sabemos que Darwin fue más lejos en este sentido‒, pero sin embargo, su experiencia es fundamental para el desarrollo de la biogeografía.

Cuando Humboldt asciende al Chimborazo, comprende que es posible vincular las distintas especies vegetales teniendo en cuenta su ubicación en el planeta, y esto le lleva a deducir que, dependiendo de su altitud, los ecosistemas guardan similitudes a nivel planetario. Fue la primera vez que un científico alcanzaba una conclusión como ésta. Hoy disponemos de otro tipo de herramientas, pero en el fondo, nuestro trabajo parte de la misma premisa que estableció Humboldt acerca de estos cambios.

Como biogeógrafo, entre otras investigaciones, desarrollas métodos y modelos para predecir nuestro impacto sobre los sistemas ecológicos en escenarios de cambio global. Hoy sabemos que la composición química de la atmósfera ha sido modificada por la actividad humana, y que eso tiene un efecto en el cambio climático. ¿Por qué hay esa falta de sintonía entre el mensaje científico y los debates políticos sobre esta cuestión?

La expresión política de todo lo que esto conlleva está en otro plano, y depende también de factores económicos. Pero al margen de las falsas polémicas que puedan filtrarse en ese gran teatro de la política y los medios ‒fíjate que hasta surgen delirios como el terraplanismo‒, conviene tener claras las conclusiones de la ciencia. En este sentido, disponemos de estudios y conocimientos suficientes como para no dudar del cambio climático antropogénico.

Ya lo han comprobado los climatólogos con sus patrones: vivimos en un sistema abierto, en el que cada acción provoca un determinado efecto. El problema es que científicos y políticos operamos con distintos horizontes temporales. El político suele tomar sus decisiones a tres años vista, mientras que el científico ‒en este caso, el climatólogo‒ plantea predicciones que pueden llegar al final de siglo, aunque no más allá, porque las circunstancias también pueden ir variando.

España, según los estudios en los que has participado, sería muy afectada por el cambio climático. Además, con varias consecuencias. Por ejemplo, en la agricultura, o en la redistribución y extinción de especies. A la hora de proteger ese patrimonio natural, creo los españoles deberían saber que el nuestro es el país de la Unión Europea más rico en biodiversidad…

España forma parte de la franja mediterránea, y al tratarse de un territorio donde hay una elevada concentración de especies endémicas, constituye un punto caliente de biodiversidad ‒lo que llamamos un hotspot‒. En lo que se refiere a la gestión de esos espacios, contamos con una red de espacios naturales bastante sólida, que además se vincula con otra red europea de áreas de conservación, la Red Natura 2000.

Si lo comparamos con Centroeuropa, no está nada mal. Aquí los espacios protegidos son muy extensos, y pueden abarcar toda una serranía o millares de hectáreas. En cambio, en Alemania o Inglaterra sucede lo contrario. Por ejemplo, me asombró encontrar en Inglaterra un espacio natural de apenas dos hectáreas, donde se protegía una variedad de orquídea en una colina que venía a ser como un jardín.

Esa es la nota positiva para España. La mala es que se produce un conflicto de intereses entre la gestión de la conservación y la actividad humana. Lo que distingue a muchos de nuestros espacios naturales es que en su interior se practican la agricultura y la ganadería. Además, hay gente que vive en ellos. De ahí que esta complicación ‒por llamarla así‒ suponga también un reto. Y es que, en cierto modo, esas áreas protegidas son un laboratorio en el que podemos comprobar cómo se puede compatibilizar la protección con los intereses humanos. Es algo muy distinto a lo que sucede, por ejemplo, en África, donde no hay habitantes en los parques y además extraen un beneficio económico de ellos.

En una entrevista, señalabas que ocupamos el treinta por ciento del planeta con nuestra actividad económica, y que nos apropiamos del 24 por ciento de la energía neta que produce la Tierra. El problema es que esta apropiación de energía y de territorio es una tendencia en aumento. E.O. Wilson, defiende el llamado Half Earth Project, o solución del Medio Planeta, que consistiría en dejar la mitad de la Tierra para los seres humanos y la otra mitad para las restantes especies. Wilson plantea ese proyecto como una posible solución ante la crisis de la pérdida de biodiversidad. ¿Qué piensas acerca de esa propuesta?

Antes de llegar a la solución del Medio Planeta, E.O. Wilson empezó pidiendo que se protegiera el diez por ciento de la Tierra. Ahora es la mitad. Viene a ser su legado tras una larga vida dedicada al estudio de la biodiversidad. Y es una solución que a mí me gusta, aunque hay quienes se oponen a ella porque dicen que así no puede darse un desarrollo sostenible. Pero cuando uno analiza las tendencias, comprueba que la población, cada vez más, y a medida que crece, tiende a concentrarse en grandes ciudades.

Algunos informes dicen que más de 80% de la población global vivirá en ciudades en 2050…

En efecto, y eso deja mucho espacio. Un espacio que tenemos la oportunidad de liberar para la conservación, y por consiguiente, para que la naturaleza nos sirva de inspiración, para el ocio y como fuente de salud mental.

El problema es que los costes de producción agraria son inferiores en los Trópicos, y eso conlleva que las áreas con mayor diversidad estén siendo diezmadas. En cambio ‒a diferencia de Brasil, donde la floresta virgen es sacrificada en favor de la agricultura‒, aquí sucede lo contrario: las zonas que antes fueron agrarias están siendo recuperadas por la naturaleza.

Imagen superior: ciudad sostenible del futuro, proyectada en Liuzhou, provincia de Guangxi, China © Stefano Boeri Architetti,

Hay divulgadores, por ejemplo David Attenborough, que tras una etapa de prudencia o escepticismo, han comenzado a informar al gran público acerca de las evidencias del impacto humano en la salud del planeta. Attenborough insiste en el riesgo que supone el incremento ilimitado de la población, teniendo en cuenta el consumo per cápita, la utilización creciente de los recursos naturales y el aumento de la contaminación.

El problema de la superpoblación es un tema social y político. Si lo miramos bajo un prisma científico, está claro lo que sería preferible: reducir el número de habitantes. Pero obviamente, se trata de un asunto con muchas aristas. En los países democráticos resultaría escandalosa una medida como la que se planteó en China, con la política de hijo único. Esto es algo que nos privaría de nuestra libertad. Por otro lado, cada país tiene un contexto diferente. En España la población ha envejecido, y por consiguiente, podríamos pensar que lo más razonable sería la entrada de habitantes desde otros países, a través de la emigración. Por desgracia, tampoco eso es tan sencillo.

Tenemos más información, ciertamente, pero no estamos preparados para gestionar el problema demográfico a escala global. En el fondo, somos seres gregarios y esta cualidad no variado mucho desde la prehistoria. Por otra parte, el riesgo de enfermedades infecciosas va aumentando con el cambio climático. Quizá finalmente surja un mecanismo regulador trágico, como una plaga. Sin ir más lejos, es lo que llegó a pensarse cuando se conocieron las mutaciones del virus de la gripe aviar.

Es un asunto dramático, y por otro lado, tiene algo de paradójico. Steven Pinker y otros pensadores de la corriente de los Nuevos Optimistas nos recuerdan que, de acuerdo con todos los indicadores, este es el periodo más pacífico de la historia de la humanidad. Los derechos sociales y la democracia se abren paso en países que eran dictaduras, y los progresos científicos nos permiten vivir sanos cada vez más tiempo. Sin embargo, nos empeñamos en ser pesimistas frente a estas cuestiones, que evidentemente han mejorado, y al mismo tiempo, ignoramos la auténtica crisis global a la que nos enfrentamos, que es la destrucción de la biodiversidad.

Puede que estemos yendo de victoria en victoria hasta la derrota final… Los avances tecnológicos nos permiten vivir más tiempo, sin duda, pero la población mundial no puede crecer sin límite. En todo caso, hay otro factor a tener en cuenta. No soy experto en teoría económica, pero existe una correlación entre el bienestar económico y la fertilidad. Es algo que se ha comprobado en África, China, la India e Hispanoamérica: a medida que sus habitantes alcanzan la clase media, tienen menos descendencia.

Attenborough decía precisamente eso: que el clima cambia y la población aumenta, y que la única solución es conseguir que este crecimiento se modere. Sobre todo, en determinados países, donde es imprescindible que las mujeres cuenten con los recursos y la educación precisos para practicar el control de natalidad.

El efecto que ejerce en este proceso la emancipación de la mujer es evidente. Estuve en Mozambique y allí conocí una ONG que está abordando este problema con dos medidas bastante sencillas. La primera consiste en llevar agua al pueblo. Allí las chicas viven casi esclavizadas, y cuando tienen que ir a buscar agua, hay grupos de violadores esperándolas. Quedan embarazadas y dan a luz niños sin padre. Es un auténtico infierno, y el hecho de disponer de agua plantea una solución a esa tragedia. La segunda medida es que las familias tengan una televisión. Resulta curioso, pero al disponer de ese entretenimiento, el sexo es menos frecuente. Son dos medidas prácticas, muy pequeñas y especificas.

Sabemos que, a lo largo de los próximos años, va aumentar mucho el consumo de carne en los países emergentes y en desarrollo. Eso implica una ganadería intensiva, cada vez más extendida, cuyo impacto se hará sentir en las emisiones globales de CO2 y en la explotación de las tierras fértiles para el negocio agroalimentario. Teniendo en cuenta cómo están variando los ciclos del planeta, ¿qué modelo agroganadero sería preferible?

Esa es la pregunta del millón. Hay quien defiende que la salida es que la población se haga vegetariana es el modo de evitar los problemas que conllevan la ganadería y la producción agrícola destinada a los animales. Yo discrepo. No creo que todo sea tan fácil como comparar el coste ecológico de criar una vaca con el coste de obtener las mismas proteínas por vía vegetal.

Por ejemplo, la cría del cerdo ibérico, el del jamón de pata negra, es un medio de producción sostenible. En realidad, no hay formulas fáciles. Las interacciones entre las especies, sobre todo en un proceso que involucre un cambio de uso del suelo, son enormemente complejas y no es sencillo establecer soluciones tajantes.

¿Pero hay algo que, de forma individual, y más allá de las políticas públicas, podamos hacer frente a esa dinámica potencialmente negativa?

En nuestra vida cotidiana, hay costumbres beneficiosas. Precisamente hablé con mi mujer de la necesidad de reducir el uso de plásticos. Por ejemplo, al ir a comprar frutas, podemos escoger las que no están empaquetadas. Hay un estudiante en el museo que defiende una postura más radical, e incluso se niega a consumir agua embotellada. Es un gesto coherente, sin duda, pero pagas un precio por ello.

La cuestión de fondo es que el problema de los plásticos es tan enorme que, al final, solo podrá solucionarse por medio de medidas internacionales. El Informe Brundtland, realizado por una comisión de la ONU que encabezó en 1987 la ex-primera ministra noruega Gro Harlem Brundtland, ya definía el desarrollo sostenible en términos globales. De hecho, se titulaba «Nuestro futuro común» y utilizaba el lema «Pensar globalmente, actuar localmente». En este sentido, dado el impacto tremendo que tiene el uso de plásticos, está claro que solo las prohibiciones globales, a gran escala, tendrán un efecto verificable.

Imagen superior: estructuras futuristas diseñadas por el arquitecto belga Vincent Callebaut. El llamado «Lilypad» sería un refugio sostenible para la población desplazada por el cambio climático en las zonas costeras.

Me imagino que el desarrollo de las nuevas tecnologías también puede influir en este contexto…

El cambio tecnológico será muy intenso en los próximos años, y en buena medida, estas innovaciones pueden suponer una respuesta al cambio climático. La producción de coches eléctricos se va a generalizar, aparecerán los vehículos autónomos e incluso se comercializarán los vehículos voladores. Son tecnologías que ya existen y que irán entrando en nuestras vidas en un plazo relativamente breve. Lo mismo sucederá con la automatización y la robótica.

En el Smart City Expo World Congress de Barcelona se ha estado hablando del modelo energético. En principio, el uso de alternativas renovables irá ampliándose, pero está claro que cada vez consumimos más, y por consiguiente, también hay que producir más. Es algo parecido a lo que le sucede a la Reina Roja de Alicia en el país de las maravillas: hay que correr a toda velocidad para poder permanecer en el mismo lugar, pero si quieres desplazarte a otro, debes correr el doble. En el fondo, E.O. Wilson no cree que seamos capaces de asumir adecuadamente este reto de la sostenibilidad, y por eso recomienda la solución de la Media Tierra.

Te formaste en el Museo de Historia Natural de Londres y ahora trabajas en el Museo de Ciencias Naturales de Madrid. ¿Qué papel desempeñan los museos de historia natural en los planes para conservar la biodiversidad y establecer nuevas políticas de conservación?

Los precursores de la taxonomía, y en general, de los estudios sobre la biodiversidad fueron los museos. Las expediciones extracontinentales desde Portugal, Inglaterra o España trajeron de vuelta toda una variedad especímenes vegetales y animales que, de inmediato, despertaron la curiosidad de los científicos.

Desde su perspectiva, las monarquías comprendieron que esos loros de colores tan llamativos, o esos elefantes que llegaban hasta sus gabinetes, constituían un tesoro que, por otra parte, atraía el interés popular. De ahí la importancia de las colecciones científicas de los museos de historia natural. Gracias a ese patrimonio y a los investigadores que se entregaron a su estudio, la ciencia comprobó que, por ejemplo, en los Trópicos la diversidad biológica es mayor que en las zonas templadas.

Las razones para esa abundancia vegetal y animal han generado diversas teorías, pero es difícil comprobarlas, porque no disponemos de otro planeta con similares condiciones bióticas y abióticas para comparar los mecanismos que están detrás de todo ello. En realidad, todas estas son preguntas que siguen alimentando los debates en torno a la biogeografía.

Leí recientemente un artículo en el que se explicaba que el gran número de nuevas especies que se está descubriendo podría ser una mala noticia, porque en bastantes casos se debe a que el ser humano llega con mayor facilidad a muchas zonas silvestres.

En efecto, el descubrimiento de nuevas especies tiene relación con el hecho de que ya seamos capaces de explorar hasta los últimos rincones del planeta. Esa es, por otro lado, la labor de los científicos. En todo caso, muchas de estas nuevas especies no lo son tanto, y no se descubren en una expedición. En bastantes ocasiones, son los estudios genéticos los que separan especies ya establecidas y las dividen en dos o más especies nuevas.

A la hora de promover la conservación, los divulgadores y los realizadores de documentales empiezan a dividirse entre dos posiciones: los que consideran que hay que mostrar la belleza de la vida salvaje y los que creen que esa es una actitud engañosa, porque le da al público una sensación de falsa abundancia. No hace mucho, este debate llegó a la prensa británica, y Attenborough destacó que los espectadores desconectan cuando el mensaje se vuelve alarmista. En el fondo, la cuestión es si el peso debe recaer en el entretenimiento o en la educación. ¿Qué enfoque emplearías tú para difundir el valor de la diversidad biológica?

A la hora de valorar la importancia de la biodiversidad, podemos hacerlo a través de la ciencia o a través de la filosofía. Por ejemplo, una forma objetiva de dar valor a la biodiversidad consiste en cuantificar el servicio que el funcionamiento de los ecosistemas presta a la sociedad. Pensemos en la producción de oxígeno por parte de las plantas, o en su absorción de dióxido de carbono; en la misión de los vertebrados en el control de plagas, o en la función esencial de los insectos polinizadores en la agricultura, y por tanto, en nuestra alimentación. En este sentido, está bastante claro que nuestra actividad económica, y nuestra propia existencia, dependen de la biodiversidad.

Sin embargo, si a una persona de la calle le preguntamos por qué hay que proteger al lince ibérico o al gorila de montaña, no hablará de servicios ecosistémicos. En ese caso, saldrán a relucir valoraciones éticas.

De hecho, creo que es un error limitarnos a evaluar los servicios del ecosistema. Esto podríamos llegar a la trampa conceptual de creer que una plantación de eucalipto consigue el mismo fin que un bosque antiguo, y por consiguiente, tiene el mismo valor. Creo que hay que añadir otra perspectiva a la hora de apreciar a los ingenieros de ecosistemas, es decir, a esas especies clave, que desempeñan un papel esencial en su hábitat. Me refiero a una perspectiva ética, vinculada a la civilización. Al fin y al cabo, hemos coevolucionado con una comunidad biológica, y está claro que el nuestro es ahora un mundo biótico muy distinto.

Pensando en todos estos retos, ¿qué cambios estructurales podrían mejorar la actividad de los investigadores?

En nuestro campo, lo que falta es la unión de distintas subdisciplinas. Trabajamos en el desarrollo de modelos cuya capacidad predictiva hay que comprobar. Es un proceso complejo, que se inicia con la observación y se completa con la clasificación, la identificación de patrones y la experimentación. Al final, obtienes un modelo, aunque no siempre vas de la fase A a la fase C.

Por otro lado, el desarrollo de modelos está yendo más rápido que el trabajo experimental. Se produce aquí cierta desconexión, y trabajar en conjunto permitiría entender mejor cada mecanismo. Todo esto, además, requiere financiación a largo plazo, porque necesitamos realizar experimentos a nivel planetario y con una perspectiva temporal.

Cada vez que los científicos reclaman más fondos, salen a relucir en los medios cuestiones como la rendición de cuentas o la finalidad práctica de las investigaciones. Entiendo que la excelencia científica puede ser la respuesta a estas dos inquietudes. No obstante, me da la impresión de que convendría explicar mejor por qué es necesario invertir en ciencia básica.

A la hora de entrar en este debate, hay que diferenciar las misiones que cumplen los científicos, los tecnólogos y los emprendedores, porque cada uno tiene distinta idiosincrasia. El científico se plantea preguntas y hace avanzar el conocimiento. El tecnólogo aprovecha ese conocimiento para encontrarle una aplicación. Y el emprendedor convierte ese desarrollo en un valor práctico. Para alcanzar el progreso, hay que invertir en esas tres facetas. Por desgracia, se produce entre ellas una tensión infeliz, y digo esto porque la importancia de la ciencia básica, sobre todo cuando alcanza un alto nivel de calidad y competitividad, no siempre es valorada por los políticos, y tampoco es del todo comprendida por la sociedad.

En la NASA tienen estas ideas muy claras, y creo que sería ideal que su modelo fuera entendido por los sucesivos gobiernos de nuestro país, para que no hubiera tantos vaivenes en su política científica. La NASA es una agencia que trabaja para el Gobierno federal, y por consiguiente, cumple unos determinados objetivos en su programa. Cuenta con un departamento de investigación básica, donde contrata a figuras brillantes para que se dediquen a pensar nuevas posibilidades científicas. Cada año, se reúnen con los tecnólogos, y estos procuran sacar ideas nuevas que puedan llevarse a la práctica. A lo mejor sólo pueden utilizar el uno por ciento de esas ideas, pero esto, por pequeño que parezca, puede resultar clave. De hecho, a medida que la ciencia avanza, cada vez es más difícil encontrar nuevo conocimiento.

Esto último es interesante, porque demuestra que el avance del conocimiento es un empeño colectivo. Cada generación se apoya en las precedentes…

Así es. Nuestra labor parte de figuras como Humboldt o Alfred Russel Wallace. Es una cadena de conocimiento. Cada generación de científicos se nutre de lo que han hecho las anteriores, y las nuevas técnicas de análisis parten siempre de hallazgos previos. Esto nos sirve de cura de humildad.

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Guzmán Urrero

Colaborador de "La Lectura", revista cultural de "El Mundo". Tras una etapa profesional en la Agencia EFE, se convirtió en colaborador habitual de las páginas de cultura del diario ABC y de revistas como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Álbum Letras-Artes" y "Scherzo".
Como colaborador honorífico de la Universidad Complutense de Madrid, se ocupó del diseño de recursos educativos, una actividad que también realizó en instituciones como el Centro Nacional de Información y Comunicación Educativa (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte).
Asimismo, accedió al sector tecnológico como autor en las enciclopedias de Micronet y Microsoft, al tiempo que emprendía una larga trayectoria en el Instituto Cervantes, preparando exposiciones digitales y numerosos proyectos de divulgación sobre temas literarios y artísticos. Es autor de trece libros (en papel) sobre arte y cultura audiovisual.