La metáfora y la traducción se codean en el mismo volumen borgiano, el paradójicamente titulado Historia de la eternidad. Ello ocurre a propósito de dos literaturas “primitivas”, las sagas nórdicas y Las mil y una noches.
Pareciera que no sólo hay un parentesco entre ambas categorías sino que se trata de cuestiones que reinciden a través de los siglos, por lo cual cabe ejemplificarlas con discursos remotos. Sendas tareas (metaforizar y traducir, lo lejano y lo cercano) no parecen aproximarse por casualidad. En efecto, toda la poética contemporánea es, en cierto modo, privilegiadamente metafórica. Las literaturas, desde siempre, se han nutrido de traducciones. La reflexión de Borges va hacia el lenguaje como necesariamente metaforizante y la cultura como necesariamente traducida.
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A propósito de las metáforas en las sagas islandesas, los kenningar, apunta Borges: “Los kenningar nos dictan ese asombro, nos extrañan del mundo. Pueden motivar esa lúcida perplejidad que es el único honor de la metafísica, su remuneración y su fuente.” La metáfora nos extraña del mundo habitual, servido por el lenguaje de la comunicación, y nos abre a lo metafísico, a lo que está fuera de la experiencia. Las palabras no designan las cosas, sino otra cosa. Por eso nos dejan perplejos. Si los ejemplos provienen de lenguas germánicas es porque en ellas hay dobles sustantivos, un vocablo puede aludir a una doble sustancia.
La metáfora construye un emblema, es una comparación que suprime el término comparativo y relaciona dos elementos normalmente aislados. Agua de la espada es el emblema de la sangre y une el agua con la espada, en un ademán analógico que excede el uso comunicativo. Pero, una vez traducido el significado del emblema, éste permanece. Las palabras han nombrado un objeto y han instaurado otro. Metáfora es, justamente, meta ferós: ir más allá. El lenguaje excede el orden de las cosas, no sólo designa objetos del mundo sino que es creador de mundo.
Un realista, Aristóteles por caso, piensa que la metáfora explicita un orden oculto de las cosas, pone de manifiesto una relación preexistente. Un simbolista, lo contrario: las palabras han inventado la relación por medio de su poder analógico. Es lo que Borges denomina “una secreta simpatía de los conceptos” que se revela en el momentáneo contacto verbal, ya que no quedan fijados por una acepción. Tampoco están cargados de una designación abstracta, como sucede con la alegoría. Podemos hacer un diccionario de alegorías y símbolos arquetípicos pero no podemos hacer un diccionario de metáforas congeladas por la semántica.
Ciertamente, hay metáforas que se convierten en tópicos, como cuando decimos que el sol sale o se pone, que hay partidos de izquierda y derecha, etc. Pero ¿son cuantificables o infinitas las metáforas de las que es capaz una lengua? Se supone que las palabras que la componen están contadas y los vocabularios lo prueban, pero el habla y la poesía las exceden, las ponen en abismo. Las lenguas, hasta que mueren por cesación del habla, son conjeturales, tienen confines y fronteras borrosos.
Borges discurre sobre la traducción a propósito de Las mil y una noches, cuyo original desconoce, convirtiéndolo en algo abstracto. Compara diversas versiones. La de Jean Antoine Galland (principios del siglo XVIII) busca cierto aroma oriental propio de las turquerías de su tiempo, corrige y amplifica innecesariamente al autor. En cambio, los dos ingleses, Eduard Lane y Richard Francis Burton, uno a comienzos y el otro a fines del XIX, tienden a suprimir por razones de pudor victoriano. La lectura de Mardrus (1906) es afrancesada y modernista. Borges la juzga infiel y creadora. En cambio, el alemán Enno Littmann (1928), que no elimina obscenidades, limitándose a ponerlas en latín, actúa con rigor filológico y logra redactar la peor de todas, a juicio de Borges, porque ignora que proviene de una literatura, lo siniestro germánico, la cercanía de Kafka. Littmann es objetivo y correcto, dos cualidades ajenas al buen escritor, que siempre ha de ser un buen lector. No se escribe fuera de una lengua ni fuera de la historia, persiguiendo componer textos definitivos, ajenos al tiempo, donde nada es definitivo.
No hay, entonces, una fórmula para la buena traducción. Sus variantes son virtualmente infinitas pues no podemos fijar de antemano cuántos traductores tendrá un mismo texto. Un traductor puede conservar las singularidades verbales del original o suprimirlas, sustituyéndolas por las suyas a favor de la unidad de estilo del texto conseguido, que ésa sí, se supone, tiene el original. Tampoco se puede reducir la cuestión a traducir el espíritu o la letra. El espíritu es inofensivo porque no se verbaliza. La letra es imprecisa pues ninguna lengua se corresponde perfectamente con otra. No hay palabra que coincida pulcramente con otra palabra, ni siquiera dos literaturas diversas escritas en la misma lengua.
Lo que fija los límites de una traducción es el elemento que fija, asimismo, los términos de un texto cualquiera: la presencia de un público lector imaginario, situado en un lugar y una época. La intensidad supuesta de dicha lectura hace a la poética de lo escrito. Hay un paso al límite en que la intensidad ha bajado de la poesía a la prosa pero ese límite varía según los tiempos. Un texto de zoología de la Antigüedad, abundante de cinocéfalos y unicornios, puede resultar un cuento de hadas para un lector de hoy. Algo similar ocurre con las traducciones. Galland ya no se nos aparece como un traductor del árabe sino como un barroco devoto de exotismos orientales. Mardrus nos propone más escenografías de ballets rusos que paisajes levantinos. Los cuentos de Las mil y una noches fueron, en principio, narraciones orales destinadas a un público plebeyo, digamos que de los arrabales cairotas. Luego y lejos, resultó imposible reconstruir en otras lenguas el vínculo entre el contador remoto y sus cautivos oyentes. Hubieron de inventarse otras y adecuadas circunstancias de lectura. Nada digamos del léxico. Para un inglés del Seiscientos, romantic era un jardín desordenado que simulaba ser salvaje. Para nosotros, romántico es un adjetivo recargado por la historia del romanticismo. Lo mismo ocurre con las connotaciones. Para un árabe son impúdicas las rodillas de una mujer. Para nuestros abuelos, los pies. Hoy el pudor es casi imperceptible en el vago y liberal Occidente.
Metáfora y traducción son modos que tiene la palabra de exceder a las cosas, por medio de otra palabra anterior. En la metáfora, el término comparativo. En la traducción, el original. Se crea entre una y otra un espacio que resulta de cierta elusión y que no se puede abordar. Produce el efecto del misterio y, si abusamos del emblema, de estar ante una zona sagrada. Gracias a ese impedimento, decimos.
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Umberto Eco observa que la metáfora es un tema antiguo que registra ínfimas variantes de tratamiento a lo largo del tiempo. Hoy como en los días de Aristóteles, vemos en la metáfora una manera de nombrar algo sin recurrir a su nombre propio, una suerte de nombre impropio. Es un juego de diferencias y semejanzas que nos lleva hacia el parecido de lo distinto. Si para el Peripatético constituye un mero adorno del lenguaje para hacer bonito algo que no lo es, para nosotros resulta una prueba privilegiada de la creatividad del lenguaje, de los espacios verbales que no pueden reducirse al cerrado código de la lengua. Un pensador realista exalta las coincidencias entre las categorías del ser y las del lenguaje.
La experiencia del barroco y sus concetti, el romanticismo y su Witz y las secuelas que recoge Freud, apuntan en sentido contrario: se dice donde no se es y se es donde no se dice. Las convenciones comunicativas nos permiten ajustar el mundo por medio de relaciones de pertinencia/impertinencia, pero el lenguaje pasa de largo y obliga a cambiar las fórmulas. Toda palabra se explica por otra palabra y así hasta el infinito o hasta la circularidad de la tautología. Cortamos este deslizamiento que, de ser estricto, quitaría toda operatividad al lenguaje, precisamente, porque hay convenciones comunicativas y retóricas que nos permiten creer que entendemos lo que decimos y lo que nos dicen. Gestos, tonos, oportunos silencios, ademanes, el entorno connotativo del verbo.
Realistas y simbolistas coinciden en hallar que la metáfora es una bella anomalía del lenguaje. Difieren en su valoración. Para unos, es mala porque se sale de la norma y cae en lo irracional, cantidad desdeñable, superfluidad para pasar un buen rato. Para otros, designa la operación fundante del lenguaje mismo. Ya lo advirtió Giambattista Vico: antes que semántica, el lenguaje fue metáfora, poesía. Incauta, ignorante de su calidad poética, pero poética. Y tanto es así que sin ella no hay pensamiento. Ortega, siglos más tarde, la considera una de las más fértiles potencias humanas, lindante con la taumaturgia y el génesis. Acaso el universo proceda por metáforas y de ahí su proliferación y su riqueza. La metáfora lanza la palabra más allá de sí misma, le permite y, a la vez, la obliga a excederse. Decora y recama el objeto, ennobleciéndolo o envileciéndolo hasta convertirlo en otro objeto. Señala su referente pero ocultándolo hasta eludirlo.
Los griegos ya sabían que el nombre exacto y originario, el étimo, se ha perdido para siempre, y que sólo tenemos de las cosas su nombre individual y su nombre genérico. De tal modo, toda operación verbal es incierta en tanto no da con el étimo. La metáfora acentúa esta incertidumbre y la enriquece, allí donde se intersectan los géneros y los individuos, se rompe la subordinación jerárquica de las palabras y se abre el espacio metafórico de la libertad, destrucción y, a la vez, construcción de sentido. Desaparece la fantasía de la identificación primaria pero se conquista, si de conquista se trata, el infinito del significante. Por volver a Borges: la metáfora es la conjetura que nos conecta con la secreta legislación del mundo o con los juegos de azar que la simulan.
Imagen superior: Jorge Luis Borges y Hugo Santiago, director de «Invasión» (1960), película con guión de Borges, Adolfo Bioy Casares y el propio realizador (Cortesía del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, CC)
Copyright del artículo © Blas Matamoro. Este artículo forma parte de la obra Lecturas americanas. Segunda serie (1990-2004), publicada íntegramente en Cualia. La primera serie de estas lecturas abarca desde el año 1974 hasta 1989 y fue publicada originalmente por Ediciones Cultura Hispánica (Madrid, 1990). Reservados todos los derechos.