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La memoria del cine

¿Puede el cine moldear el pasado sin explotarlo? ¿Cómo desafíar los límites entre la invención y la verdad? Realizadores como Albertina Carri, Rithy Panh o Apichatpong Weerasethakul tratan de responder a esas preguntas

En Vértigo, W. G. Sebald confronta a uno de sus personajes con un grabado de la ciudad italiana de Ivrea, en el que reconoce la luz crepuscular aún almacenada en su memoria, varios años después de haberla visitado. La coincidencia, lejos de resultarle feliz, le lleva a la conclusión de que quizás su recuerdo no sea de la ciudad, desvanecida como un fantasma entre otros cientos de pequeñas ciudades europeas de presencia moribunda y costumbres anticuadas adonde suele ir durante sus vacaciones, sino del minucioso grabado.

Todo eso le hace prometerse que en adelante no volverá a comprar grabados ni postales con hermosas vistas de las ciudades adonde vaya en sus viajes, porque -según él- ese tipo de imágenes al final desplazan a los recuerdos o los aniquilan, antes aun de que los lugares remotos donde le gusta esconderse de la vida moderna hayan desaparecido por la propia lógica de su moribundo ciclo vital.

Mientras en Europa se huye de esas imágenes engañosas, en Asia muchos escritores y cineastas comienzan a preguntarse cómo darles forma. A la manera de Sebald, le otorgan más importancia al narrador que al relato, entre otras cosas porque este último ha sido borrado, en ocasiones por regímenes estremecedores como el de Pol Pot en Camboya hace unas décadas o el de Islom Karimov en Uzbekistán en la actualidad.

Lo peor, sin embargo, es el desprecio que comienza a mostrarse hacia el pasado en muchos países asiáticos donde «mirar hacia atrás es un signo de ignorancia», según la actriz Maggie Cheung, que en Center Stage/Actress (1992, Stanley Kwan) interpretó a la actriz Ruan Lingyu, conocida como la Greta Garbo del cine mudo chino y cuyo misterioso suicidio a la edad de 25 años la convirtió en un icono aunque en Europa sea poco conocida.

Para recrear su vida, la película entrelaza diferentes metodologías, con entrevistas, imágenes de archivo, metraje de clásicos de los años 30, y recreaciones en presente, un poco a la manera de los historiadores greco-latinos, dejando clara nuestra imposibilidad de regresar al pasado sin hacer uso de la invención (que en definitiva no es otra cosa que interpretar hechos) en el collage resultante.

Reconstruir/construir

Una de las hojas de ruta más audaces para reconstruir el pasado en Asia la propuso Rithy Panh con S-21: La máquina de matar de los jemeres rojos (2003), una película que me ha llevado más de una década procesar quizás porque en principio no me dejé seducir por la supuesta osadía narrativa de unos verdugos que no solo contaban sino que además escenificaban, en medio de gritos y patadas fingidas a prisioneros políticos ya muertos o ausentes, sus métodos de tortura en un centro de interrogatorios.

Si la facilidad de la crítica para encontrar lo novedoso del asunto fue lo que me puso en contra de sus imágenes, la facilidad del público para aplaudir la osadía de El acto de matar (2013, Joshua Oppenheimer y Christine Cynn), sobre los escuadrones de la muerte en Indonesia, también me ha puesto en contra de ella.

En ambos casos, me veo incapacitado para armonizar mi interés cinematográfico con mi repulsión, una más entre mis muchas limitaciones. Instintivamente, tiendo a sospechar cada vez que alguien pretende cruzar ciertas líneas de demarcación, porque siempre entreveo elementos de exploitation (algo en lo que caen con mucha frecuencia cineastas tan aclamados como Werner Herzog o Errol Morris), que están muy bien en el cine de ficción pero no me parecen tan aceptables en un documental, como puede comprobarse si se comparan con cierto detenimiento El verdugo (1963, Luis García Berlanga) y Queridísimos verdugos (1977, Basilio Martín Patino), que tratan sobre «matar» y sobre «haber matado», sobre el tiempo y sobre el pasado, sobre lo inmemorial y sobre la memoria.

Rithy Panh me ganó por completo con La imagen perdida (2013), al regresar a la brutal Camboya de su infancia mezclando una voice over que narra los fragmentos autobiográficos de su libro L’Élimination con documentales y cine de propaganda realizados en Camboya durante el régimen de los jemeres rojos, cuando se calcula que murió un tercio de la población del país, en algo menos de cuatro años.

Esos elementos cobran relieve por el dispositivo cinematográfico, al sustituir a personas reales o actores por figurillas de arcilla, con las cuales se genera un cruce entre los juegos infantiles, el carácter moldeable que le dan a la Historia con mayúscula (que cambia dependiendo de los materiales utilizados para recrearla), y por encima de todo a la arcilla que cubre todavía hoy las tumbas de miles de desaparecidos.

Dormir, tal vez soñar

Albertina Carri decía en Los rubios (2003), una recreación de la dictadura de Videla en Argentina por medio de muñequitos playmobil, que no sabía si «mis recuerdos son reales o son mis hermanas».

Esa extraña observación, sin embargo, puede servirnos para comenzar a entender por qué la obra de Apichatpong Weerasethakul despertó tantas pasiones como indiferencia, entre quienes encontramos una afinidad inefable con las imágenes de sus películas y quienes no encontraron las sencillas vías de acceso a la Historia que propone alguien como Steven Spielberg, capaz de mostrar cualquier horror (la esclavitud, la Segunda Guerra Mundial, el Holocausto o el terrorismo) y hacer que parezca bonito y fácil de consumir, eso por no hablar de Quentin Tarantino, que por encima es gracioso.

Viendo la colosal Cemetery of Splendor (2015), sobre un improvisado hospital para soldados con una somnolencia crónica, capaces de despertarse solo para comer y hacer planes que jamás llevarán a cabo, resulta más fácil establecer cómo la Historia y las historias en manos del cineasta tailandés emanan directamente de los mitos y de la percepción animista, en un territorio donde la imagen además de crear o recrear, registra a veces con una demora que impacienta a los espectadores occidentales, tan reacios a creer en otra magia que no sea la de los ordenadores o los efectos especiales.

Blissfully Yours (2001) y Tropical Malady (2004) giraban en torno a tensiones amorosas, como si las relaciones en ellas estuviesen condenadas sin remedio, por cuestiones fronterizas o sexuales, igual que en Cemetery of Splendour están condenadas porque los soldados nunca recuperan la consciencia lo suficiente para establecer lazos con las mujeres que los adoptan y los alimentan, a quienes ni siquiera reconocen.

Esta última y Syndromes and a Century (2006) muestran médicos (inspirados en los padres del cineasta) que confían más en la resurrección y la transmigración que en la ciencia que practican, la primera como alternativa al clima ideológico instaurado tras el golpe militar de 2006 en Tailandia.

Cemetery of Splendour presenta, con una perturbadora tristeza, a personajes convertidos en espectadores pero no en testigos, en cinéfilos pero no en historiadores, quieren ver pero ya no lo consiguen, ni siquiera en los hoyos excavados en torno al hospital de la película, donde antiguamente hubo un reino maravilloso, habitado hoy por recuerdos o -como diría Albertina Carri– por nuestros hermanos.

Imagen superior: ‘Sobre la historia natural de la destrucción’ (2022), de Sergei Loznitsa.

Copyright del artículo © Hilario J. Rodríguez. Reservados todos los derechos.

Hilario J Rodríguez

Hilario J. Rodríguez es profesor, viajero y escritor. Ha vivido en España, Portugal, Reino Unido, República de Irlanda y Estados Unidos, donde ejerció la docencia. Ha colaborado con medios de prensa y ha escrito, entre otros, los libros 'Nostalgia del futuro. Contra la historia del cine' (Micromegas, 2016), 'Las desapariciones' (Newcastle Ediciones, 2011) y 'Construyendo Babel' (Editorial Contraseña, 2023). Actualmente colabora con 'Zenda', 'Librújula' y 'CTXT', además de trabajar en un libro de viajes sobre los Balcanes y en una novela.