En 2015 murió Oliver Sacks dejando un inédito que ahora podemos leer en la traducción de Damián Alou: El río de la memoria (Anagrama, Barcelona, 2018, 223 páginas). Es una colección de estudios de su especialidad que, según sabemos, fue tan amplia como la de un ensayista, sin alejarse de su concentración profesional como neurólogo. Me detengo en uno de ellos, el dedicado a lo falible de la memoria.
Es frecuente que recordemos haber vivido unas experiencias que, en rigor, nunca tuvimos. Se trata, en ciertos casos, de mentiras concientes. En otros, en cambio, la decisión del inconciente, la verdad de lo deseable, juega por su cuenta y no siempre a nuestro favor. En este punto, Sacks, aunque no explícitamente, se pregunta quién recuerda cuando decimos recordar algo. Ese otro deseante, que construye una historia irreal pero verdadera, diseña nuestra experiencia, sea que nos dejemos envolver por esa fantasía retrospectiva o que intentemos analizarla y buscarle causas.
¿Hay una dualidad humana entre irrealidad y verdad, entre realidad y mendacidad? Ante todo, conviene tener en cuenta que cuando decimos rememorar algo, nos vamos a un momento del pasado que, valga la redundancia, ha pasado para siempre, ha desaparecido. Hemos de reconstruirlo y, quizá, construirlo por completo. Un novelista por excelencia de la memoria como Marcel Proust lo dice con una muy precisa imagen. Volvemos a una calle donde recordamos recordar haber estado alguna vez y, no obstante que su materialidad subsiste, que la calzada, la acera y las casas sigan en pie, la calle vivida ha desaparecida pues, según dice Proust, “las calles son fugitivas como los años”.
Sacks va más lejos y llega al tema del plagio. No tanto al conciente, el del plagiario fraudulento que muestra como propia una obra copiada de un tercero al cual sustituye como autor, sino a los innúmeros plagios inconcientes que, en ancha medida, constituyen nuestra vida.
En efecto, no sólo porque la “corrección” mnemónica incorpora a nuestra memoria unos episodios apócrifos, sino porque la existencia de cualquiera de nosotros está alimentada, mayormente, por herencias, eficaces pero anónimas. Baste pensar en el lenguaje verbal. Todo el aparato de una lengua nos articula como sujetos, nos habita y nos repite como especie. Somos animales parlantes (y escribientes, según comprueba ahora mismo el lector/la lectora). Casi nada de esas lenguas es obra de cada uno de nosotros. Y quien dice lengua, dice palabras, fórmulas y verdades que damos por tales y que hemos aprendido de oídas, de leídas, tras arduas lecciones de los profesores o amables charlas con seres queridos. Bien o mal queridos, quiero decir.
Todo esto se incorpora a nuestra existencia y es nuestra verdad existencial pues vivimos nuestra existencia en eso que llamamos vivencia. Sacks hace muy bien en examinar no las líneas rojas que separan las zonas de nuestra vida mental, sino lo contrario: las zonas grises en que las diversas categorías se confunden, se funden las unas en las otras y acaban integrándose en el magma de la vida. La vida verdadera, la única que tenemos como seres deseosos y parlanchines.
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