Decía Hipócrates que el cuerpo humano estaba formado por cuatro humores: sangre, flema, bilis amarilla y bilis negra. El cuerpo estaba sano cuando los cuatro humores estaban en equilibrio (crasis) y enfermo, cuando se producía el desequilibrio (crisis). Y también decía Hipócrates que el predominio de un humor sobre otro determinaba el temperamento de la persona.
Así, el predominio de la bilis negra o atrabilis producía individuos atrabiliarios, melancólicos, seres marcados por una añoranza del tiempo perdido, de paraísos lejanos, de recuerdos siempre permanentes.
Decía Benedetti que es en el Jardín Botánico donde siempre ha tenido una agradable propensión a los sueños, a que los insectos suban por las piernas y la melancolía baje por los brazos, hasta que uno cierra los puños y la atrapa. Esa melancolía atrapada entre los dedos que se deshace en palabras, en trazos, en pinceladas, en golpe de cincel, en tristeza hecha notas. Una estirpe larga y variada de atrabiliarios que han hecho de la melancolía una forma de cultura; de la cultura, una manifestación melancólica.
La melancolía, escribió el antropólogo Roger Bartra, es un mal de frontera. Una enfermedad de la transición y el trastocamiento. Un padecimiento de pueblos desplazados, de migrantes, asociado a la vida frágil de la gente que ha sufrido conversiones forzadas y ha enfrentado la amenaza de los principios religiosos y morales que los orientaban. Un mal que ataca a quienes han perdido algo o no han encontrado todavía lo que buscan y, en ese sentido, una dolencia que afecta tanto a los vencidos como a los conquistadores, a los que huyen como a los recién llegados. Un desequilibrio para quienes traspasan fronteras prohibidas, invaden espacios pecaminosos, alimentan deseos peligrosos.
Imagen superior: «The Double» (2014), de Richard Ayoade.
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