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«Matadero cinco» («Slaughterhouse-Five», 1969), de Kurt Vonnegut

El bombardeo de Dresde por parte de la Royal Air Force y las Fuerzas Aéreas estadounidenses entre el 13 y el 15 de febrero de 1945 sigue siendo una de las acciones más controvertidas de la estrategia aliada en Europa durante la Segunda Guerra Mundial. No solo era una de las ciudades más grandes de Alemania (tenia 642.000 habitantes a comienzos de los años treinta) y prósperas (sobre todo gracias a la fábrica de productos ópticos Zeiss Ikon, que daba empleo a más de diez mil personas), sino de las más hermosas y monumentales del continente. Un auténtico centro cultural y turístico.

A pesar de ser, a tenor de los resultados electorales, uno de los bastiones nacionalsocialistas y un importante nudo ferroviario norte-sur y este-oeste, Dresde había capeado la guerra con bastante tranquilidad. Por supuesto y como en toda Alemania, hubo leva de hombres y reconversión de las fábricas en centros de producción de material bélico. Había cierta escasez, pero no hambre ni miseria. Sus habitantes tenían la seguridad de que la ciudad no sería atacada en base a rumores diversos que iban desde los pactos tácitos entre Alemania y los aliados a la residencia allí de un pariente de Churchill pasando por un hipotético ascenso a capital nacional tras la guerra.

Y entonces, empezaron a producirse avisos del infierno que estaba por desplomarse sobre la ciudad: un bombardeo mató a 241 personas y los aviones enemigos surcaban los cielos a diario en dirección a otros lugares. A pesar de ello, las autoridades –salvo algunos centros oficiales– no construyeron refugios modernos que pudieran resistir las bombas incendiarias. Se esperaba que la población estuviera segura en simples sótanos sin cortafuegos, filtros de aire o generadores eléctricos autónomos. La protección antiaérea fue trasladada a otros lugares más castigados por la aviación aliada.

Mientras tanto, los políticos y militares británicos decidieron cambiar de táctica. Desde el comienzo de la guerra habían utilizado sus mermadas capacidades para bombardear territorio alemán… con poco éxito. Los centros fabriles y militares estaban bien protegidos por artillería antiaérea y para que las bombas acertaran sus objetivos era necesario sobrevolarlos a baja altura y de día, lo que hacía más vulnerables a los aviones. Y entonces, llegó al Comando de Bombardeo de la RAF el general Arthur Harris, que asumió como lema personal aquella soflama de Churchill alimentada por la frustración y el ansia de venganza: “Bombardearemos Alemania de día y de noche (…) haciendo degustar y tragar al pueblo alemán cada vez una fuerte dosis de las miserias que ellos han esparcido sobre la humanidad”. Tanto fue así, que lo apodarían “Bombardero Harris” o “Carnicero Harris”.

Aunque los norteamericanos siguieron prefiriendo los bombardeos de precisión, diurnos y a baja altura, los británicos adoptaron la táctica favorita de Harris, conocida como “tormenta de fuego”. Se trataba básicamente de un bombardeo de saturación a gran altura sobre un área escogida y utilizando una combinación de bombas explosivas e incendiarias. Dado que la precisión sobre objetivos individuales era imposible a esa altura, los civiles se convertían automáticamente en víctimas de tales operaciones. Algo que no era del todo un subproducto involuntario, dado que se pretendía también con ello minar la moral de la población alemana. En esto no tuvieron éxito, pero lo que sí se lograba invariablemente era un auténtico apocalipsis. Los incendios se solapaban entre sí formando muros de fuego que alcanzaban los mil grados de temperatura, calentando el aire circundante hasta hacerlo irrespirable y generando un letal monóxido de carbono.

La primera víctima de esa nueva estrategia, en marzo de 1942, fue Lübeck, en el norte de Alemania; la siguiente, Hamburgo, en julio de 1943, con 48.000 muertos. La mejora de la tecnología bélica no hizo sino aumentar las dimensiones de la masacre. Conforme los aviones incrementaban su radio de acción y capacidad de carga, más ciudades alemanas recibieron el castigo de sus bombas.

La amenaza para Dresde, por tanto, estaba cada vez estaba más próxima; y, además, en un momento complicado porque la ciudad se había convertido en centro de reunion para miles de refugiados de otras partes del país, sobre todo del Este, donde el Ejército Rojo iba avanzando sin piedad. Los hospitales y cualquier edificio que pudiera albergar temporalmente semejante avalancha, estaban repletos.

Y allí llegó como prisionero de guerra un Kurt Vonnegut de 22 años. El joven se había licenciado en Bioquímica por la Universidad de Cornell, Nueva York, aunque estaba más interesado por la escritura. Cuando Estados Unidos entró en guerra en diciembre de 1941, él formaba parte del Cuerpo de Adiestramiento de Oficiales en la Reserva, pero sus mediocres resultados académicos y un artículo satírico contra el estamento militar que escribió para el periódico universitario, hizo que le expulsaran. Inhabilitado así para solicitar una prórroga en su llamamiento a filas, decidió presentarse voluntario en el Ejército en marzo de 1943. Allí recibió lecciones en el manejo de piezas artilleras de pequeño calibre y, en la Universidad de Tennessee y el Instituto Carnegie de Tecnología, ingeniería mecánica como parte de un programa de adiestramiento especializado que el ejército tenia con instituciones de enseñanza.

Cuando a comienzos de 1944, el Ejército puso en marcha los preparativos para el día D, el desembarco de Normandía, llegó la hora de marchar al frente. El 14 de mayo de 1944, tres meses antes de salir hacia Europa, Vonnegut aprovechó un permiso para volver a casa en el fin de semana del día de la madre, solo para descubrir que la suya se había suicidado por ingestión de somníferos la noche anterior. Parece ser que en ello tuvo que ver la pérdida de estatus económico de la familia a causa de la guerra, la inminente marcha de su hijo al frente europeo y su fracaso a la hora de abrirse camino como escritora.

Vonnegut fue incorporado a la 106 División de Infantería como explorador para recopilar información de inteligencia. En diciembre de 1944, combatió en la Batalla del Bulge, la última ofensiva alemana de la guerra. Durante la batalla, su división, que acababa de llegar al frente y, en base a su inexperiencia, había sido asignada un sector “tranquilo”, fue superada por un avance de las fuerzas alemanas, a consecuencia del cual murieron 500 de sus soldados y más de 6.000 fueron capturados.

El 22 de diciembre, le llegó el turno a Vonnegut, que fue enviado en tren a un campo de prisioneros al sur de Dresde. Durante el viaje, la Royal Air Force atacó por error el convoy, matando a 150 de sus compañeros. A continuación, se le trasladó a Dresde, donde fue confinado junto a otros prisioneros en un matadero. Durante el día, debía trabajar en una fábrica que elaborada jarabe de malta para mujeres embarazadas. Y entonces llegó el bombardeo.

¿Y por qué Dresde? A pesar del vuelco que había dado la guerra, Londres seguía siendo víctima de las bombas alemanas, en esta ocasión las V1 y V2. Churchill, presionado, apoyó un plan que aseguraba que el bombardeo de Berlín u otra ciudad de gran tamaño, provocaría la rendición de los alemanes. Además, si esa ciudad resultaba estar en el Este, donde se estaba produciendo el avance ruso, ayudaría a éstos y les demostraría la capacidad destructiva de las armas anglo-americanas. Los mejores objetivos de acuerdo a las necesidades expuestas, serían Berlín, Leipzig, Chemnitz o Dresde.

Y así y sin entrar en más detalles técnicos sobre los aviones o las tácticas utilizadas, el 13 de febrero de 1945, llovió el fuego sobre la ciudad, desprovista de protección alguna. Veinte minutos bastaron para destruirla a base de explosiones e incendios que durante una semana levantaron columnas de humo visibles desde casi cien kilómetros de distancia.

Cuando de madrugada, empezó a llegar la ayuda, tal y como habían calculado los aliados, lanzaron la segunda oleada, todavía más abundante. Viendo que el centro estaba destruido, esta arrojó sus bombas sobre las zonas periféricas, donde se habían concentrado los supervivientes envueltos en mantas húmedas para resistir el abrasador calor y con pañuelos en la boca para poder respirar.

Hasta el asfalto se derritió: tal era el calor reinante. Tirarse a los depósitos de agua solo sirvió para cambiar la asfixia por el escaldamiento. Tan dantesco fue el espectáculo que desde las alturas, los pilotos quedaron impresionados, sin decir palabra ni prorrumpir en gritos de victoria. A decir de uno de ellos, “El cielo está iluminado por el horrendo infierno de la tierra que ahora es el objetivo… No hay ningún alborozo en las tripulaciones, ni siquiera un leve hurra”. Y aun quedaban dos oleadas más de ataques.

Las cifras de destrucción y muerte son tan sobrecogedoras como puede esperarse. Se arrasaron 15 kilómetros cuadrados de área urbana, incluidas 176.000 viviendas, y el 70% de la zona industrial quedó más o menos afectada. Irónicamente, la zona militar apenas sufrió desperfectos. Durante semanas, cayó una lluvia de ceniza negra hasta a 35 km de distancia y el nauseabundo olor a carne podrida lo invadía todo. El contingente de auxilio, para evitar epidemias, tuvo que quemar miles de cadáveres en pilas de tres metros de altura.

La cifra de víctimas se utilizó desde el principio con fines propagandísticos, pero ya entonces debió de ser tan sobrecogedora que Churchill ordenó revisar la estrategia de bombardeos sobre territorio alemán. El 6 de mayo de 1945, la cifra oficial de muertos era de 31.773; en 1963, algunos historiadores la elevaban a entre 135.000 y 250.000. El superviviente y periodista Götz Bergander, que dedicó su vida al tema, la cifró en 40.000. Y en 2008, un comité de investigación de la propia ciudad de Dresde concluyó que debieron de fallecer entre 18.000 y 25.000 personas. Pero la cuestión, más allá del desagradable ejercicio de competir por añadir o rebajar víctimas, es que aquella operación no solo fue cruel y vindicativa, sino desproporcionada e innecesaria a la hora de ganar la guerra.

Pues bien, Vonnegut fue testigo de todo aquello y la experiencia le dejó la esperable cicatriz espiritual, un demonio que exigía ser exorcizado. Durante años, intentó escribir un libro sobre ello hasta que, por fin, en 1969, aparece Matadero cinco. El título hace referencia a la instalación de Dresde donde las menguadas fuerzas del ejército alemán alojaron temporalmente a los prisioneros aliados, entre ellos Vonnegut, una instalación que, antes de la guerra, también estaba relacionada con la muerte (los mataderos municipales). En el primer y autobiográfico capítulo, el autor explica que su novela será “corta, confusa y discutible”, y que eso es un “fracaso” ya que: “A la esposa de Lot le dijeron que no mirara hacia atrás, donde habían estado todas esas gentes y sus hogares. Pero ella se volvió para mirar, y eso fue lo que me gustó. ¡Es tan humano! Como castigo quedó convertida en estatua de sal. Eso es. La gente no debe mirar hacia atrás. Ciertamente, yo no volveré a hacerlo. Ahora que he terminado mi libro de guerra, prometo que el próximo que escriba será divertido. Porque éste será un fracaso. Y tiene que serlo a la fuerza, ya que está escrito por una estatua de sal”.

Pues bien, el libro es, efectivamente, corto y confuso, pero ni mucho menos un fracaso. Todo lo contrario. Es interesante, irreverente y hasta divertido. De hecho, las circunstancias no tardaron en convertirla en una de las novelas norteamericanas más famosas del siglo XX.

Y ese rango de clásico le ha llegado a pesar del desafío que siempre ha supuesto para los amantes de la categorización dado que no se encuadra fácilmente en ningún género y tanto ha sido reivindicada por un sector de los aficionados a la ciencia ficción como rechazada por otros al considerar que sus viajes en el tiempo y alienígenas no son más que alegorías y metaficción.

El libro se editó en el clímax de la guerra de Vietnam y las protestas que ésta generó en Estados Unidos por parte de activistas y miembros de la contracultura. Quizá por ello, Matadero cinco ha sido a menudo calificada como novela antibélica, aunque este aspecto podría discutirse y, en cualquier caso, no sería en absoluto su único mensaje. Sería tan simplista como decir que Los miserables es una obra policiaca. Matadero cinco es un tratado sobre la muerte que presenta dos visiones de la misma: una aceptación pragmática de su inevitabilidad (tal y como subraya la repetición de la expresión “Así fue”) y un atrevido desafío al poder que aquella ejerce sobre nosotros.

El protagonista, Billy Pilgrim, es la quintaesencia del hombre corriente y cuyo apellido (“Peregrino”) evoca el viaje que todos hacemos desde el nacimiento hasta la muerte. El don único que posee Billy es el de no estar atrapado por el tiempo en un presente concreto. La narración es un continuo salto de un punto a otro de su existencia, del pasado y del futuro, volviendo a revivir una y otra vez y aleatoriamente su aburrida infancia, su poco heroica experiencia como soldado y prisionero de guerra, su soso matrimonio, su estancia en un sanatorio mental, su exitosa pero gris carrera profesional como optometrista en el Nueva York de los cincuenta y sesenta del pasado siglo, su accidente de aviación y su muerte.

El as que Vonnegut se guarda en la manga es el de no dejar nunca claro si esos viajes en el tiempo son reales o una huida hacia la locura tras los horrores que Billy hubo de contemplar en la guerra. O quizá siempre tuvo problemas mentales y su participación en la contienda solo los agravó. En ultimo término, esa cuestión es irrelevante porque para Billy sí es real. Se ha convertido en una especie de náufrago eterno de las corrientes del Tiempo, siempre de una costa a otra pero sin recalar ni descansar en ninguna. Y si el Tiempo ya no es lineal para él, si no existe como una flecha que avanza inexorable en una sola dirección, tampoco lo hace la muerte. Ha visto la suya muchas veces, tantas como su infancia, y ya no la teme porque él existe en todos los puntos de su propio pasado simultáneamente.

Billy también cree que en un momento dado de su existencia, fue abducido por unos estrafalarios alienígenas del planeta Tralfamadore (creado por Vonnegut una década antes en Las sirenas de Titán), que lo llevan a su lejano mundo y lo alojan para estudiarlo en un zoo, colocándolo en el interior de una jaula de cristal junto a objetos cotidianos robados de unos grandes almacenes y una exuberante mujer, Montana Wildhack, para que se aparee con ella.

Resulta que los tralfamadorianos, a diferencia de nosotros, tienen acceso a la dimensión del Tiempo. Pueden verse a sí mismos y a los demás en todos los momentos del tiempo simultáneamente y, por tanto, tampoco temen a la muerte. Para ellos, cualquier ser que esté muerto en un punto determinado del tiempo está completamente vivo en otro. Y, por supuesto y dado que todo ocupa su lugar en la línea temporal, ¿qué opción queda sino adoptar una filosofía de resignación, incluso fatalismo? Un punto de vista que Billy adopta y que, de vuelta en la Tierra, se empeña en difundir para consternación de propios y extraños.

La narrativa no lineal de Vonnegut y su repetitiva imaginería y lenguaje evocan una sensación de extrañeza, desorientación e impotencia que imita lo que siente Billy respecto a su propia vida. Y especialmente en lo que se refiere a su participación en la guerra, donde no pasó de ser un soldado débil e ineficaz, una carga para sus compañeros que no hizo nada más que ser capturado por los alemanes y ser testigo de la muerte de miles de inocentes. Vonnegut repite una y otra vez la frase “Así fue” tras cada mención de una muerte. Aparece más de cien veces en el texto pero, en vez de ser un recurso irritante, le da al relato un inconfundible aire fatalista.

Vonnegut conecta en el subtexto de la historia los delirios de Billy con el destino, el libre albedrío y la naturaleza irracional de los humanos. El libre albedrío no existe porque todo está ocurriendo al mismo tiempo. El futuro ha ocurrido tanto como el pasado. La Historia avanza y el hombre no tiene poder alguno para influir en el futuro, ni siquiera en el presente. Tampoco lo pueden hacer los tralfamadorianos, que sí pueden ver la corriente temporal: saben que serán ellos quienes destruyan el universo a causa de un experimento fallido y no van a hacer nada para evitarlo porque no pueden. Ya ha sucedido en el futuro, si se me permite ese uso de los tiempos verbales, siempre tan inadecuados para este tipo de historias. Así que la única respuesta apropiada ante tal perspectiva es, como apuntaba antes, la aceptación resignada de nuestra propia insignificancia. Si hacemos lo que hacemos porque está escrito y nuestros destinos escapan a todo control ¿por qué desperdiciar una valiosa energía mental en sentimientos de temor y angustia? ¿No es mejor disfrutar de la belleza y la felicidad efímeras que nos aporte cada momento?

En cuanto a su mensaje antibelicista, Matadero cinco ha sido puesto a la altura de otros clásicos de la literatura del siglo XX, como Sin novedad en el frente (1929). Pero lo cierto es que Vonnegut no es demasiado explícito al respecto. Billy Pilgrim nunca se ve involucrado en una batalla o acción importantes. De hecho, la mayor parte de su estancia en el frente la vive como prisionero de guerra en Dresde, poco antes del bombardeo. No hay aquí ni una sola de esas gestas heroicas tan comunes en la propaganda patriótica de Hollywood en lo que se refiere a su representación de los americanos combatientes. Los personajes que deambulan por los campos de batalla y de prisioneros son hombres desesperados que solo tratan de sobrevivir y que van endureciéndose y degradándose moralmente por el camino, como es el caso del personaje de Weary (otro apellido deliberadamente escogido, ya que significa “hastiado”). Y, aunque su descripción del Dresde arrasado es dura, aparece solo al final del libro, es bastante breve y no resulta tan sobrecogedor como otros testimonios contemporáneos.

Probablemente haya buenas razones para ello. Es posible que Vonnegut no quisiera convertir este libro en una crónica de horrores bélicos. Al fin y al cabo él, ya desde sus tiempos de estudiante, se había caracterizado por su aproximación satírica y el humor que ésta comporta no casa bien con un relato pormenorizado y explícito de la pesadilla que fue el Dresde bombardeado.

Y es que aunque la novela contiene elementos humorísticos como los tralfamadorianos y que, pese a su estructura fragmentada, ofrece una lectura engañosamente sencilla, Matadero cinco no es una comedia. Una auténtica historia de guerra, una narración que no pretenda perpetuar la vieja mentira del patriotismo y la gloria por la que tantos han perdido la vida, la mente o el alma, nunca es agradable, no imparte lecciones morales ni debe ser optimista o vigorizante. Si la vida no es justa, la guerra lo es aún menos y Billy experimenta esto de primera mano a través de la deshumanización de quienes le rodean.

Así que el autor hace de Billy el observador distante por antonomasia, porque aunque está allí de cuerpo presente, la suya es una experiencia que lo aleja de sus congéneres humanos. Y por eso, ese mantra del “Así fue” que sigue a cada noticia relacionada con la muerte no tiene tanto que ver con el humor negro como con la resignación y la tristeza ante una situación que escapa a todo control. Ya es bastante malo que los seres humanos tengamos que morir al término de nuestro ciclo biológico; pero el colmo es que nos afanemos por acelerar el proceso diseñando máquinas de guerra cada vez más eficaces. El símbolo definitivo de semejante absurdo y de nuestra irracionalidad es que, tras el horror y la destrucción masiva del bombardeo de Dresde, los alemanes se preocupen por fusilar a un sargento Americano por haber cogido una tetera de entre los escombros, acusándole de saqueo. El libro termina con el piar de un pájaro, “Pío-pio-Pi”, que simboliza la ausencia de algo mínimamente inteligente que decir ante una guerra. De hecho, tras el bombardeo de Dresde, solo se escucha el trinar de los pájaros porque ninguna palabra puede describir tal horror:

“Mira, Sam, si este libro es tan corto, confuso y discutible, es porque no hay nada inteligente que decir sobre una matanza. Después de una carnicería sólo queda gente muerta que nada dice ni nada desea; todo queda silencioso para siempre. Solamente los pájaros cantan. ¿Y qué dicen los pájaros? Todo lo que se puede decir sobre una matanza; algo así como «¿Pío-pío-pi?»

Vonnegut elige no sermonear ni pontificar moralmente con una condena explícita y directa de la guerra. En cambio, adopta un tono fatalista que hace reflexionar sobre lo absurdo que es la guerra para unos seres como nosotros que, a diferencia de los tralfamadorianos –y de Billy– solo podemos vivir el momento presente una vez. Por otro lado, más allá de la peripecia del protagonista como soldado poco ejemplar, sufrido prisionero de guerra y testigo de una tragedia de enormes proporciones, el mensaje antibélico está también escondido en la mente fracturada de Billy, su trágica huida al delirio de la fantasía y sus esfuerzos, a la postre inútiles, por construir una vida ordinaria que le permita dar sentido a la aleatoriedad y crueldad de un destino indiferente.

A estas alturas ha quedado claro que Matadero cinco es un libro que se inspira directamente en las vivencias de Vonnegut en la guerra. Pero además y en un ejercicio adicional propio de la metaficción, él mismo se inserta en el interior de su propio libro en el capítulo de apertura, un breve relato autobiográfico del tormento silencioso que le causan sus recuerdos y su reencuentro con Dresde décadas después. Ahí utiliza a su amigo –ignoro si totalmente ficticio o trasunto de alguien real– Bernard V. O’Hare, para explicar la tesis que da subtítulo a la obra (“La Cruzada de los Inocentes”): todas las guerras son cruzadas de los niños porque siempre están libradas por soldados apenas adolescentes que nunca habían dejado el hogar hasta el momento de ser llamados a filas por sus respectivos países para matar y morir por ellos.

Más adelante, Vonnegut vuelve a participar activamente en la trama bajo la forma de un avatar, el novelista de ciencia ficción Kilgore Trout, autor de talento pero exiliado a la marginalidad cultural y la escritura barata. Tanto, que sus libros los coloca en el escaparate un sex-shop clandestino que se hace pasar por librería, en la confianza de que nadie va a comprarlos nunca.

Y esto nos lleva a otro paralelismo entre Billy y Vonnegut. Ya he apuntado que nunca queda claro si los desplazamientos mentales por el tiempo del protagonista son auténticos o una reacción psicológica al trauma de haber asistido al grado máximo de la deshumanización colectiva y destrucción sin sentido. Y es que bien podría haber ocurrido que, mientras estaba convaleciente, Billy hubiera hallado en la ciencia ficción de los libros de Trout una tabla de salvación, una forma de dar sentido al dolor tan profundo que siente y un modo de evitarlo. A partir de ese momento, empezaría a confundir ficción y realidad, a perderse en sus fantasías. Quienes le rodean, como su hija, lo toman por un lunático, y puede que estén en lo cierto.

Pues bien, Vonnegut halló también en la ciencia ficción una forma de exorcizar sus demonios, aunque, hasta donde sabemos, no llegó a pisar el terreno de la psicosis. Para él, una novela no era tanto un vehículo para presentar ficciones fantasiosas como una ventana a la vida, reflejada, eso sí, por una variedad de espejos deformantes.

No es de extrañar que esta novela tuviera una honda repercusión en la generación de la Guerra de Vietnam. Se publicó en marzo de 1969, un cuarto de siglo después del bombardeo de Dresde pero solo uno tras la controvertida Ofensiva del Tet, justo cuando el movimiento civil en favor de la retirada del conflicto se hallaba en su cénit. Matadero cinco dio perfecta forma al terror que el público sentía ante lo que estaba ocurriendo en Vietnam.

Desde su primera publicación, la novela ha sufrido censura oficial en varias comunidades educativas de los Estados Unidos y demandada formalmente en más de trescientas ocasiones por su contenido sexual, violencia, obscenidad y lenguaje “anti-religioso”. El caso más famoso tuvo lugar en 1973, cuando en un distrito escolar de Dakota del Norte llegaron a quemar públicamente treinta y dos copias del libro. Algo más tarde aquel mismo año, Vonnegut escribió al presidente del Consejo Escolar, Charles McCarthy, para expresar su enfado y decepción por tales actos y negar que su trabajo pudiera ser considerado “ofensivo”. Explicaba que sus libros “no eran sexuales ni promovían el salvajismo de ningún tipo. Suplicaban a la gente que fueran más amables y responsables de lo que habitualmente son”.

Las razones aducidas por los proclives a prohibir libros siempre son superficiales y subjetivas. El lenguaje duro y la violencia de Matadero cinco son coherentes con la ambientación; y la relación de Billy con Montana Wildhack es más cínica y patética que provocativa (al fin y al cabo, están encerrados en una jaula de zoológico). Pero lo que probablemente subyacía en la ira que despertó entonces y ahora entre muchos conservadores era la idea, radical y polémica en un momento tan delicado como aquél, de que cualquier guerra –incluida la que libraron los idealizados Aliados contra el Eje- es vil, estúpida, cruel e inhumana. Y en Matadero cinco, Vonnegut daba voz a los muertos y rompía el tabú del silencio. Seguramente pensó que se encontraría con alguna resistencia, pero la censura total le debió coger por sorpresa.

Pero no es éste tampoco uno de esos libros indisolublemente ligado a una época concreta. Varias décadas después, el mundo sigue librando conflictos, quizá no tan globales, pero sí igualmente violentos y capaces de dejar profundas cicatrices en el alma de quienes los viven, combatientes o no. Estados Unidos, por ejemplo, ha mandado a sus hombres a las Guerras del Golfo, a Irak y Afganistán, lugares todos ellos cruelmente castigados por las bombas también. La extraña odisea de Billy Pilgrim mantiene su actualidad. De quedar alguien liberado de las cadenas del Tiempo, seguro que haría por reencontrarse con sus seres queridos muertos en combate, soldados o no –o incluso con el propio Vonnegut, fallecido en 2007– para preguntarle: “¿Cómo hemos llegado a esto”? A lo mejor, se encogerían de hombros y contestarían, “Así fue”.

Matadero cinco, tal y como apunté anteriormente, es uno de esos ejemplos de obra difícilmente clasificable. Para muchos lectores y comentaristas, no reúne los elementos necesarios como para considerarla una novela de ciencia ficción. Según este punto de vista, los viajes en el tiempo de Billy, aun en el caso de que fueran reales y no un delirio psicótico, son tan sólo una herramienta narrativa para darle al libro una estructura no lineal y como metáfora de la desorientación mental del protagonista; y el otro tópico, el de los alienígenas, es tanto un ingrediente cómico como un recurso con el que explicar que todo ocurre simultáneamente a lo largo de la misma corriente temporal. No hay interés alguno en crear una cultura extraterrestre mínimamente verosímil.

En una recopilación de ensayos y conferencias titulada Guampeteros, Foma y Granfalunes (1974), Vonnegut comienza con un escrito de título inequívoco: «Ciencia ficción». En él afirma que fue etiquetado como escritor de ese género al principio de su carrera porque incluyó detalles tecnológicos en sus obras. A continuación, opina que el género de ciencia ficción existe como tal porque a las personas que lo practican les gusta mantenerlo tal y como está. No hay ninguna indirecta siniestra sino la impresión personal de que la comunidad de autores y aficionados a la ciencia ficción se ha convertido en un club intransigente que ya no recuerda de dónde viene y cuándo se separó de los demás.

Puede que Vonnegut no tuviera un interés particular en pertenecer a ese club y que sus miras siempre fueran más amplias, pero el caso es que la percepción general no coincidía con la suya. Fue nominado al Premio Hugo en tres ocasiones: en 1960 por Las sirenas de Titán, en 1964 por Cuna de gato y en 1970 por Matadero cinco. Es cierto que ninguna de las novelas ganó, pero también que la competencia fue feroz en todas las ocasiones (Las sirenas se enfrentó a Cántico por Leibowitz, de Walter Miller; mientras que Matadero se las tuvo que ver con La mano izquierda de la oscuridad, de Ursula K. Le Guin). Lo relevante aquí es que sus libros contenían la suficiente “ciencia ficción” como para que los Hugos se apercibieran de ello.

Al comienzo de su carrera, independientemente de cómo lo percibiera él, sí fue un escritor de ciencia ficción. Su primera novela, La pianola (1952) no contiene todavía ese ingenio satírico ni las absurdas ideas por las que luego alcanzaría notoriedad. En cambio, la sociedad distópica que describe es oscura y deprimente y Vonnegut lo expone todo de forma bastante clara y directa. De hecho, la obra se llegó a publicar con un título alternativo que suena más a ciencia ficción: Utopía 14. Más tarde, una vez se hubo asentado como escritor y pudo explorar libremente otros géneros y formatos, se alejó de la ciencia ficción, aunque volvería a ella en obras de su última época como Galápagos (1985).

Y de todas formas, si hay suficientes novelas de Vonnegut que contienen elementos de ciencia ficción, ¿puede considerársele un autor de género de pleno derecho? Matadero cinco, ya lo hemos visto, tiene viajes en el tiempo y extraterrestres; Las sirenas de Titán presenta una invasión marciana integrada por humanos, control mental y un robot alienígena; en Cuna de gato encontramos una sustancia ficticia conocida como “Hielo 9”, que tiene capacidades increíblemente destructivas; Galápagos cuenta la historia de cómo los seres humanos evolucionan hasta convertirse en una especie de criaturas semiacuáticas y peludas.

Pero claro, hay ciencia ficción y ciencia ficción. En Los Teleñecos en el espacio aparece una nave, pero a nadie le preocupa demasiado a qué género pertenece. El ejercicio a realizar debería ser eliminar todos los elementos de ciencia ficción y, si la historia deja de funcionar, probablemente pertenezca al género. Con Vonnegut, esto funciona para casi todos sus libros excepto, curiosamente, para su obra más famosa, Matadero cinco, que carecería de sentido sin los viajes en el tiempo de su protagonista.

Parece que lo que impide que Vonnegut sea plenamente aceptado como autor de ciencia ficción es la tendencia de muchos aficionados y comentaristas de línea dura a rodear al género de unos muros rígidos y excluyentes. Vonnegut no quiere construir un mundo verosímil ni que el lector se maraville ante alguna tecnología fantástica o medite sobre una idea genial. Su propósito es ir directo al drama humano y, si para ello necesita platillos voladores, los utilizará. Los extraterrestres, naves y robots de Vonnegut están en un plano mucho más visceral que los imaginados por Asimov.

¿Son por ello peores sus novelas que las de otros autores? ¿La metaficción excluye a una obra de figurar entre los clásicos de la ciencia ficción? Mi respuesta es un rotundo no. Vonnegut es uno de los escritores más honestos, legibles, frescos y afilados de la literatura del siglo XX. Y quienes se resisten a verlo como un escritor de ciencia ficción deberían recordar su amor por el género (por mucho que no deseara pertenecer a su “club”) y su valioso papel de mediador entre la literatura generalista más posmoderna y la de género.

Por terminar esta ya demasiado larga digresión, Matadero cinco es un canto fatalista, imaginativo y cínico ‒y al mismo tiempo, ligero y poético‒ a un mundo que todos deseamos pero que no parece que seamos capaces de conseguir: un mundo sin dolor, miedo ni muerte.

Quizá el mejor resumen que se pueda hacer del espíritu de Matadero cinco y del propósito de Vonnegut para esta obra sea el que él mismo apunta en boca de uno de los tralfamadorianos cuando describe la literatura que practica su especie: “No puede haber ninguna relación concreta entre todos los mensajes, excepto la que el autor les otorga al seleccionarlos cuidadosamente. Así pues, cuando se ven todos a la vez dan una imagen de vida maravillosa, sorprendente e intensa. No hay principio, no hay mitad, no hay terminación, no hay «suspense», no hay moral, no hay causas, no hay efectos. Lo que a nosotros nos gusta de nuestros libros es la profundidad de muchos momentos maravillosos vistos todos a la vez”.

Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre cine, cómic y literatura de anticipación en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".