María era una niña de salud delicada pero memoria prodigiosa. Su madre Catalina quiso que recibiera la misma educación esmerada que ella había tenido. Quería hacer de su hija una docta puella, una humanista en toda regla, conocedora del latín y del griego, diestra en el uso de instrumentos musicales, experta en política. Porque María estaba llamada a gobernar, a ser reina. Pero no reina consorte, no. María había nacido para asumir su propia corona, la corona que le correspondía en propiedad, como única hija de sus padres, la inmensa Catalina de Aragón y el iracundo Enrique VIII de Inglaterra.
María era nieta de otra grande, otra reina por derecho propio, Isabel de Castilla, la gran Isabel. Y aunque María nació en Greenwich, aunque nunca conoció la tierra de sus ancestros maternos, todo en ella era Iberia. Desde su madre hasta su educador, el celebérrimo Juan Luis Vives, pasando por su marido, el mismísimo Felipe II.
María era el ojito derecho de su padre. Todo le parecía poco para ella. Pero Enrique quería un heredero varón. No se contentaba con aquella niña tan lista. Quería un varón que heredase su corona. Y no paró hasta conseguirlo. Rompió con Roma. Se divorció de la muy culta Catalina. Se casó con otras cinco mujeres. Decapitó a dos de ellas. Y, finalmente, cuando consiguió un heredero varón, aceptó incluir a sus dos hijas, María e Isabel, en la línea de sucesión.
María fue reina de Inglaterra. Reina por derecho propio. Reina porque, al final, el destino jugó una mala pasada a Enrique y ese hijo tan buscado, que tantas vidas femeninas había costado, acabó muriendo al poco de sucederle. María hizo a Felipe, el primogénito de su primo Carlos, rey de Inglaterra. Algo que no suelen recordar los ingleses, para quienes Felipe II es una suerte de bestia negra. Y Felipe, al poco, hizo a María reina consorte de España. Una España que nunca había de pisar, pero una España que era suya, que circulaba por sus venas, fiel herencia de su linaje materno.
María (1516-1558), reina de Inglaterra y reina consorte de España.
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