Al amanecer o al anochecer, cuando el aire refresca, o en esas horas en las que un sol brillante se alza sobre el bosque. Cualquier momento es bueno para detenerse en un claro y tomar conciencia de ese entorno verde, plagado de vida.
El viento se cuela por el denso follaje, transportando multitud de sonidos y de esencias. El susurro de las hojas parece un eco de pasado. Sentados junto a un tocón lleno de musgo, apreciamos los aromas de la resina, el canto de los pájaros, los matices de la brisa y la variedad de tonos de esta alfombra de hierba y maleza.
Acaso con algo más de interés y buena voluntad, nos animemos a distinguir un ave rapaz de fiera apostura, cayendo con vuelo oblicuo en pos de alguna presa. El aire es su dominio, pero nosotros también podemos acompañarla por unos segundos.
Sin embargo, la gama de sensaciones que hoy quiero transmitirles se obtiene mejor en silencio, cerrando los ojos, permitiendo que la vida de la floresta se convierta en algo bien interiorizado.
Este ejercicio, que casi todos los paseantes con sensibilidad ponen en práctica, es una de esas experiencias que llegan a hacerse inolvidables. El recorrido previo ‒el que nos ha conducido hasta este lugar de descanso‒ ya ha estimulado nuestro ritmo cardiaco y la dopamina de nuestro cerebro.
Cualquier ansiedad que nos acompañe comienza a calmarse. Nos detenemos. Nos concentramos… Y empezamos a relajarnos precisamente gracias a la atención que dedicamos a lo que sucede en el entorno: la textura del suelo, la temperatura, los sonidos, los aromas…
«La mayoría de las moléculas del bosque ‒escribe el biólogo David George Haskell‒ esquivan nuestro sentido del olfato y se disuelven directamente en la sangre, con lo que entran en nuestro cuerpo y mente por debajo del nivel de la conciencia. Los efectos de nuestra interpenetración química con las fragancias vegetales están en buena parte pendientes de estudio. La ciencia occidental no se ha parado a considerar seriamente la posibilidad de que el bosque, o la falta de él, puedan formar parte de nuestro ser».
El aquí y el ahora son el corazón del mundo verde: esa memoria ancestral de los ciclos de la naturaleza, capaz de modificar nuestra actitud, y por consiguiente, la bioquímica del cerebro. No se me ocurre un lugar más idóneo para incrementar nuestro bienestar.
¿El bosque como terapia? Numerosos profesionales de la salud investigan el efecto positivo que esa inmersión verde origina en nuestras emociones. No sólo mejora nuestro estado físico al hacer ejercicio paseando por la naturaleza ‒con la consiguiente liberación de endorfinas‒. También logramos que nuestro interior se equilibre, especialmente en instantes de silencio como el que he descrito.
Un buen conocedor de nuestro cerebro, Michael Posner, de la Universidad de Oregon, llevó a cabo una serie de investigaciones que demostraban cuanto vengo diciéndoles.
Según Posner, un paseo por la naturaleza mitiga la ansiedad, mejora nuestra concentración y afina nuestro rendimiento intelectual. Un colega suyo, el doctor Marc Berman, de la Universidad de Michigan, llegó aún más lejos, y comprobó, junto a su equipo, que un recorrido por el bosque aumenta el rendimiento de nuestra memoria y de nuestra atención en un veinte por ciento.
Confíen en estos descubrimientos científicos y déjense llevar por la experiencia. No lo duden: con ello saldrán ganando en salud y bienestar.
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