En el estereotipo del conquistador español, convertido en un monstruo por la leyenda negra, se juntan dos mitos: el del genocida fanático que cruza el Atlántico para destruir civilizaciones ‒sensibles, avanzadas, superiores moralmente al invasor‒ y el del forajido sin Dios ni ley, cuya perversidad solo está a la altura de su codicia.
En la era de Twitter, ese cliché es el que aún nos viene a la memoria. Sabemos que la realidad histórica fue infinitamente más compleja y ambivalente. Pero imaginar el furor y la poca misericordia de los conquistadores da mucho más juego. Sobre todo, entre aquellos que han crecido a la sombra de la cultura pop anglosajona. Ya saben: los piratas ingleses o los casacas rojas de Su Majestad son héroes homologables en Hollywood o en Netflix, pero un conquistador sólo puede ejercer de villano. Además, de la peor calaña. Y si no, que se lo digan a casi cualquier opinador celtibérico. Como dice esa brevería de Rodrigo Cortés: «lo único que el español hace mejor que sobrevalorar es infravalorar».
Les comentaba que la conquista española de América fue un fenómeno muy complejo, con tantas sombras y luces como la romanización de Europa. Tiempo habrá para que vayamos descubriendo otros episodios que iluminen ‒y quizá sorprendan‒ al respecto. En esta ocasión, me limitaré a uno que contradice la creencia en un simple choque militar entre el Imperio español y los llamados pueblos originarios.
No es el momento de insistir en comparaciones con los conquistadores ingleses o franceses. Así pues, pasemos por alto la legislación española que protegía a los indígenas como hombres libres (las Leyes de Burgos de 1512, las Leyes Nuevas de 1542 y la Recopilación de Leyes de Indias de 1680). Pasemos también por alto fenómenos inéditos en el mundo anglosajón, como aquella Junta de Valladolid (1550-1551), en la que debatieron Bartolomé de las Casas y Juan Ginés de Sepúlveda en torno a los derechos de los indios. Y dejemos también de lado la cultura virreinal y el proceso del mestizaje, tan incómodos para la propaganda indigenista.
Hoy les hablaré de otro detalle que suele olvidarse, incluso cuando se trata de enfocar de forma ecuánime la llegada de los españoles a América (Es decir, sin juzgarla desde el punto de vista contemporáneo, y sin olvidar la crueldad propia de la época).
Veamos: si yo les pregunto de qué nacionalidad eran los conquistadores, no creo que haya dudas… ¿O quizá sí? ¿Todos fueron españoles, por el simple hecho de ser aquella una iniciativa de la Corona?
Para responder a esa duda, hay que meter en danza a un pueblo prehispánico. Situémonos en el actual territorio de México y viajemos en el tiempo. ¿El año? Poco más o menos, el 1093 d. C. Fue entonces cuando un grupo de chichimecas fundó Quauhquechollan, una comunidad náhuatl que nos legó una obra extraordinaria, el Lienzo de Quauhquechollan.
Lo que nos narra este lienzo de 2,45 x 3,20 metros, conservado en el Museo Casa de Alfeñique, en Puebla (México), es un momento esencial en la historia de los quauhquecholtecas.
Tras su alianza en 1520 con Hernán Cortés, el señorío de Quauhquechollan participó en el fin del imperialismo mexica, que también subyugaba ‒y de qué manera‒ a otros pueblos nativos. Además de pelear contra la opresión mexica, los quauhquecholtecas protagonizaron otra aventura. La estudió una investigadora holandesa, Florine Asselbergs, en su libro Conquered Conquistadors. The Lienzo de Quauhquechollan, A Nahua Vision of the Conquest of Guatemala (2004).
Como señala Asselbergs, el Lienzo de Quauhquechollan no es un simple reflejo de un momento de la conquista de Mesoamérica. En realidad, esta obra recuerda la proclamación de los propios guerreros quauhquecholtecas como conquistadores.
“Como muchos antes que ellos, y otros después ‒señala Asselbergs‒, los quauhquecholtecas vieron la llegada de los españoles como una oportunidad para deshacerse del control de sus opresores (los aztecas o mexicas), y aprovecharon la oportunidad para unirse a otras conquistas españolas, y de ese modo, adquirir el estatus de conquistadores”.
Los bravos expedicionarios quauhquecholtecas, comandados por Jorge de Alvarado, llegaron a lo que hoy es Guatemala en 1527. Fue entonces cuando demostraron que la conquista de la Nueva España era una empresa en la que también, y quizá sobre todo, iban a participar indígenas.
Como ven, la derrota mexica benefició a otros pueblos de Mesoamérica, que sellaron alianzas ventajosas con los españoles. Después de la caída de Tenochtitlan, en la que también intervinieron totonacas y tlaxcaltecas, estos y otros aliados de Cortés fueron determinantes en la conquista, y posteriormente, figuras indispensables para entender la creación de lo que hoy es México.
Ese tipo de evidencias históricas nos invitan a superar las visiones simplistas o maniqueas. Así, el papel decisivo de los indígenas es destacado por el arqueólogo e historiador Michel Oudijk, de la UNAM, para quien «es importante notar que los conquistadores españoles no formaron un ejército. No vinieron como un ejército, ni tampoco como soldados; vinieron aquí como colonizadores, colonos. Su misión no fue batallar en el sentido restringido, sino que después de la batalla sacaban lo que podían. Vinieron aquí como gente normal y dependieron totalmente del apoyo y contribución indígena. (…) Los españoles no sabían ni siquiera a dónde ir. Fueron los indígenas quienes les dijeron: ‘No vayamos por allí, vamos por aquí, porque estos son nuestros amigos’. Esto puede parecer obvio hoy, pero en ningún momento lo vemos reflejado en alguna fuente española o textos actuales sobre la conquista».
Hay dos ejemplos muy claros de ello, destacados por Oudijk: «El señor Gonzalo Mazatzin recibió a Cortés e hizo una alianza con él. Cortés le dio el título de capitán a este señor indígena, el cacique de Tepexi. En el sistema legal español, el título de capitán significa que uno tiene derechos a conquistar. Este señor, que podemos suponer que a partir de dicha alianza se llamó don Gonzalo, no tenía idea inicial de lo que significaba el título de capitán, pero para Cortés esto sí era importante. Para simbolizar y amarrar la alianza, Cortés le dio una lanza y una espada para que él pudiera ir a la conquista, y de hecho, lo hizo. Tuvo lugar después de la ‘noche triste’. No sabemos si era triste o no, pero sí sabemos qué ocurrió esa batalla en Tenochtitlán en la cual los españoles perdieron la mitad de su gente. Regresaron a Tlaxcala y de allí partieron para otra conquista, pero hacia el Sur. Fue en ese momento que Mazatzin y Cortés se encontraron, y cuando Mazatzin se dirigió al conquistador español diciéndole algo como esto: ‘Sabes qué, no es necesario ir más al Sur. Mejor tú regresas a Tenochtitlán y yo me encargo del Sur’. Y eso es lo que hizo en ese momento: Mazatzin conquistó todo el sur de Puebla y el norte de Oaxaca. Tenemos muchos testigos confirmando este hecho. Lo hizo sin ningún español, pero en el nombre del Rey de España. Quizás no tenía ni idea del Rey de España, pero bueno, era un gran Señor, un gran conquistador. Cortés y Bernal Díaz del Castillo ni siquiera refieren a este señor don Gonzalo, no lo mencionan. Pero cuando leemos sus relatos, vemos que los españoles sí fueron a Tlaxcala y después giraron hacia el Norte sin explicación. El momento de esta alianza fue sellado con un abrazo».
«Aquí vemos ‒dice Oudijk‒ en el lienzo de Quauhquechollan una escena entre Cortés, Pedro de Alvarado, la Malinche y el señor de Quauhquechollan realizando una alianza a través de un abrazo. Si comparamos la escena pictográfica con el texto de don Gonzalo Mazatzin, vemos una extraordinaria semejanza” («Participaciones indígenas en la Conquista y sus retos para la Historiografía», Boletín AFEHC n °35, abril de 2008).
Evidentemente, la organización virreinal quedó en manos de los españoles. Sin embargo, el proceso que condujo a ello venía a ser la continuación de tensiones previas entre distintas comunidades prehispánicas. En palabras del historiador y antropólogo mexicano Federico Navarrete, no es descabellado decir que, en realidad, México fue conquistado por los indígenas.
«Tal respuesta ‒escribe en Letras Libres‒ puede parecer absurda, a primera vista, porque todos sabemos que los indígenas no han mandado en el México colonial e independiente, pues el poder y la fuerza, y por ende el derecho, han pertenecido desde el siglo XVI a los grupos españoles, criollos y mestizos. Más sutilmente nos permite apreciar, sin embargo, que los indígenas han sido participantes, y muchas veces protagonistas, de los complejos cambios políticos y culturales que se iniciaron con la llegada de los europeos y africanos. A nombre del rey de España, tlaxcaltecas y otomíes conquistaron el norte de México, y sometieron y asimilaron a sus indígenas. Las comunidades indígenas han participado activamente en los grandes movimientos y revueltas de nuestra historia moderna, y por ello podemos decir que existe un liberalismo y un nacionalismo indígenas. (…) Cabe preguntarse, entonces, por qué nuestra historia patria ha respondido siempre que ‘los españoles conquistaron México’ y que la derrota de los mexicas es la de todos los indígenas. Esta respuesta significa que el periodo indígena de nuestra historia murió con el poder militar mexica, y que desde entonces México es otra cosa ‒cristiano, occidental, colonizado, mestizo, moderno, democrático, lo que sea, pero ya nunca más indígena‒. (…) Por ello pensar, aunque sólo sea por un instante, en la otra posibilidad, en los indígenas conquistadores, nos permite cruzar el espejo de nuestra pretendida identidad y entrar a un pasado nuevo, lleno de sorpresas y oportunidades, donde no rigen ya las certidumbres de la historia patria y desde el que podemos imaginar, también, un futuro diferente».
Imagen superior: Lienzo de Quauhquechollan, donde se detalla el encuentro de los conquistadores quauhquecholtecas y españoles con los kaqchiqueles, ocurrido en el actual Los Encuentros, Sololá. El Lienzo se considera el mapa más antiguo de Guatemala (restauración digital de la Universidad Francisco Marroquín).
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