Los instrumentos musicales más antiguos que se conocen han sido hallados en la cueva de Geissenklösterle, cerca de la ciudad de Ulm, en las fuentes del río Danubio. Fueron construidos hace más de 40.000 años, a la vez que las primeras figurillas de barro –unas chicas de lo mejor formadas– y las más remotas decoraciones murales en una caverna. Me permito observar que estos datos señalan destinos. Los autores de esas flautas de cinco agujeros, hechas con huesos de ave y marfil de mamut, si no eran alemanes al menos estaban ya en suelo de la actual Alemania. Y ¿qué decir del Danubio, que seguramente ya fluía a ritmo de vals y color azul? O sea: con ellos y ellas se dibuja una de las cuencas musicales más decisivas de Europa.
Dejando de lado semejantes ocurrencias, sin embargo caben algunas conjeturas serias acerca de ese lejano y cordial invento de nuestros antepasados. Estas poblaciones que transcurrían por las orillas danubianas iban buscando climas más benignos en unos tiempos cruelmente fríos del planeta. Llevaban sus familias, sus bártulos y sus flautas. Llevaban, sin duda, la palabra pero, ya desde el comienzo, unida a la música. Y si no podían calentarse el cuerpo, se calentaban el fantasma que llevamos dentro y acostumbramos a denominar alma.
Además, la flauta de cinco agujeros, capaces de alojar los dedos de una mano, sugiere una escala pentatónica, como la que conservaron las músicas del Extremo Oriente y de las civilizaciones precolombinas de América. Y, si se quiere, lo más importante: la flauta no es una herramienta de trabajo ni un utensilio doméstico sino un medio material de un arte inmaterial, es decir, una cosa suntuaria. Nuestros ancestros, al tiempo que adquirían la constitución anatómica que nos caracteriza, ya se definían como animales lujosos, capaces de la gratuidad, la superfluidad y ¿cabe decirlo así? la belleza.
Copyright del artículo © Blas Matamoro. Publicado previamente en Scherzo y editado en Cualia por cortesía de dicha revista. Reservados todos los derechos.