¿Quién ganaría en una pelea entre inmortales? No es una pregunta que te hagas todos los días, lo sé. Y sin embargo, Russel Mulcahy logró que, a mediados de los ochenta, los espectadores de Highlander nos la formulásemos una y otra vez: primero en las salas de cine, y meses después, alquilando la cinta en el videoclub de turno.
Espadachines que se retan a duelo a lo largo de los siglos con una promesa fatalista: «Solo puede quedar uno…». Así comenzaba esta aventura que, con el paso de los años, ha pasado a formar parte del imaginario de aquella década. Gracias a la retromanía de estos tiempos, hablamos de una película intocable, inmune a las críticas. Más o menos, como sucede con todo aquello que pasa a formar parte de nuestro arsenal nostálgico.
De forma inevitable, los recuerdos van aquí asociados a otro formato, el álbum con la banda sonora de Queen. Rebuscar y adquirir discos era otra de las pasiones habituales en los ochenta, y lo cierto es que los cinéfilos de aquellos días nos empeñamos en hallar este vinilo en las tiendas. Por desgracia, aún tuvieron que pasar unos cuantos años para que circulase una grabación con los temas de Queen y los pasajes compuestos por Michael Kamen. Aún no existía algo ni remotamente parecido a Amazon, y mucho menos YouTube o Spotify, así que se pueden imaginar la felicidad que uno sentía al descubrir un disco de doce pulgadas que venía a ser lo más próximo a una banda sonora de Highlander. Casi tan importante como pinchar en el tocadiscos las versiones extendidas de «A Dozen Red Roses for My Darling» o «A Kind of Magic» era disfrutar de aquella imponente carpeta, con Clancy Brown enfundado en la armadura que diseñó James Acheson.
Quienes vimos la película en su fecha de estreno ignorábamos el largo proceso que había conducido a su rodaje. Hoy sabemos que Gregory Widen escribió la primera versión del guión mientras era estudiante en la UCLA, tras un viaje a Escocia. Dicen que una de sus inspiraciones fue el magnífico debut de Ridley Scott, Los duelistas (1977), y sin duda, las similitudes son evidentes.
Cuando el libreto de Widen fue vendido, entró en la cadena de montaje de los estudios, cambiando ‒y acaso mejorando‒ un poco más con cada rescritura. Al final, fueron Peter Bellwood y Larry Ferguson quienes completaron el texto definitivo.
Con los incombustibles William Panzer y Peter S. Davis a cargo de la producción, los preparativos para el rodaje comenzaron por la elección del reparto. Por esas fechas, acababa de rodarse una nueva versión de Frankenstein, dirigida por Franc Roddam, un director más que irregular, que emprendió su carrera con Quadrophenia (1979) y que hoy es más popular por ser el co-creador de MasterChef (2007-2015).
A pesar de estar interpretada por Sting, Jennifer Beals, Clancy Brown y David Rapparport, aquel film ‒La prometida (The Bride, 1985)‒ no obtuvo la acogida que se esperaba y la crítica atacó su pretenciosidad y falta de ritmo.
Sin embargo, uno de los actores que salió favorecido del proyecto de Roddam fue quien encarnaba al Monstruo, el joven Clancy Brown. El director australiano Russell Mulcahy ‒elegido por Panzer y Davis‒ había pensado en Arnold Schwarzenegger para encarnar al villano de Highlander, pero Sting recomendó a Brown para el papel.
Dado que el presupuesto de la cinta iba a ser de nivel medio ‒en buena medida, financiado por una empresa británica, Thorn EMI‒, fue imposible que el elenco fuera estelar. Los responsables de casting cuentan que propusieron el papel de Connor MacLeod a Mickey Rourke y a Marc Singer. Ambos lo rechazaron. Al final, la suerte sonrió a Christopher Lambert, quien necesitó desde el primer día un asistente para practicar los diálogos y disimular su acento francés. El legendario maestro de esgrima Bob Anderson consiguió, de paso, que manejase la espada de forma convincente, a pesar de aquella tremenda miopía que convertía a Lambert en un auténtico peligro cada vez que se quitaba las gafas.
Roxanne Hart interpretó al interés amoroso de MacLeod, la forense Brenda Wyatt, y como gran reclamo del film, Panzer y Davis contrataron a Sean Connery. Por desgracia para Mulcahy, Connery, que por esas fechas vivía cómodamente en España, aceptó el papel del espadero real Juan Sánchez Villa-Lobos Ramírez, pero con la condición de que sus jornadas de trabajo se redujeran al mínimo. Eso obligó a incontables trucos y atajos durante la filmación. Trucos que ya forman parte del anecdotario de un film que tuvo que completarse sin grandes alardes y a toda velocidad.
Supongo que, a estas al turas, casi no hace falta recordar la trama. El personaje protagonista, interpretado por Lambert, posee una tienda de antigüedades en Nueva York. En realidad, se trata de un guerrero highlander de tres siglos de edad. Un inmortal, miembro de una estirpe de la que forman parte otros como él: luchadores que vagan por el mundo enfrentándose en duelo desde tiempos inmemoriales. A lo largo del metraje, sabremos que su mejor amigo fue Ramírez (Connery), el egipcio-español que le descubrió sus poderes. Tambien conoceremos a su gran amor, Heather (Beatie Edney).
El mayor enemigo de MacLeod ‒en el pasado y en el presente‒ es El Kurgan (Brown), un poderoso señor de la guerra, procedente de una tribu indoeuropea. El Kurgan ha jurado acabar con la vida de Connor, para de ese modo ser el último inmortal vivo. Así pues, el momento del combate final se acerca. Solo puede quedar uno y ambos lo saben (Y créanme: también lo sabía el público europeo que, pese a la certeza del happy end, llenó las salas y decidió que esta cinta fuese una obra de culto, a pesar de su fracaso inicial en Estados Unidos).
La filmación de Highlander comenzó en abril de 1985 y concluyó el 30 de agosto del mismo año. Para rodar en exteriores, se escogieron escenarios de Escocia ‒en concreto, el castillo de Eilean Donan‒, Inglaterra y Nueva York. Sin embargo, lo decisivo de aquel rodaje fue el estilo narrativo que pusieron en práctica Russell Mulcahy y el director de fotografía Arthur Smith: un estilo más propio de la MTV que de una producción de Hollywood.
Pero vayamos por partes. Razorback (1984), la historia de un jabalí gigante que acecha a los habitantes del yermo australiano, había supuesto el lanzamiento cinematográfico de Mulcahy. Este debutante ya era, en realidad, un creador avezado en el campo del vídeoclip. Según reconoce él mismo, el vídeo musical fue su escuela de cine –de joven se presentó en la Escuela de Cine de Sídney, pero no fue admitido–, y también fue el mundo en el que aprendió todo lo que sabe de iluminación y edición.
Todo eso es algo que él mismo evidencia en Highlander, un largometraje que no se caracteriza por su clasicismo, sino por un frenético ritmo de montaje, por esas canciones omnipresentes, por sus delirantes travellings y sus transiciones efectistas.
En realidad, el punto de referencia del film no era el cine de aventuras tradicional, sino los vibrantes clips que Mulcahy había rodado para The Sex Pistols, The Buggles ‒nada menos que «Video Killed the Radio Star» (1979)‒, Candi Staton, Ultravox y Rod Stewart.
En su momento, más de un crítico rechazó el lenguaje videoclipero de la película, sin entender que esa fórmula, universalizada por la MTV, iba a ser uno de los motores culturales de los ochenta. El golpe de genio de Mulcahy fue, precisamente, introducir un arsenal narrativo que aún era novedoso en el cine. Y aunque es cierto que el director tuvo una carrera fílmica poco afortunada, la mitificación nostálgica de Highlander le ha asegurado un hueco en la posteridad. Quienes hoy adoran la película, mostrando a sus hijos la versión remasterizada, olvidan los pésimos efectos especiales y los agujeros del guión, y caen de ese modo en la trampa generacional que les lleva a valorar un film por su fecha y por pura melancolía, y no por sus auténticos méritos. ¿Y cuáles eran los de Highlander? Sin duda, su carga sentimental, idónea para el culto a lo retro. Prueben a recordar, una vez más, los combates de espada a ritmo de rock, la historia de amor como perfecta metáfora del paso del tiempo y las canciones de Queen en el reproductor de vinilo.
En todo caso, es una lástima que Mulcahy pusiera tanto empeño en arruinar la franquicia. Ahí está para demostrarlo la infame secuela, Los inmortales II: El desafío (Highlander II: The Quickening, 1991), grandilocuente, incomprensible y pueril. Seguro que ni los más nostálgicos pueden justificar la condición extraterrestre de los protagonistas, la endeblez del guión o las referencias coyunturales a la destrucción de la capa de ozono.
Por si el desastre no fuera completo, Mulcahy logró en Highlander II algo verdaderamente complicado: que actores tan competentes como Michael Ironside y Sean Connery rocen el ridículo en sus interpretaciones. Cuentan que la intromisión de los productores le hizo odiar el proyecto, y esto es algo que se refleja en la pantalla. El caso es que tanto Mulcahy como Panzer y Davis remontaron nuevas versiones en años posteriores ‒bastante más tolerables‒, pero el daño ya estaba hecho.
Sin duda, a pesar de títulos entrañables como La sombra (1994) o Extremadamente peligrosa (1993), el cine no era lo suyo, y fue en el campo vídeo musical donde Russell Mulcahy se aseguró éxitos muy superiores, como realizador de inolvidables clips para Culture Club, Elton John, Duran Duran, Spandau Ballet, AC/DC, Billy Joel, Supertramp y los Rolling Stones.
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