Con el centenario de la Primer Guerra Mundial proliferaron los libros y artículos sobre diversos temas, especialmente los colaterales. Uno de ellos fue el de los escritores y el conflicto. Frondosa fue la literatura generada por el hecho, fuera en obras donde se señalaban sus atrocidades –Barbusse, Martin Du Gard, Remarque– o donde se ensalzaban las virtudes de los combatientes y la grandeza de la patria vencedora o derrotada, en este caso, toda la Frontlitteratur alemana. Reflexiones a pie de las batallas tampoco faltaron, según vemos en los diarios de Stefan Zweig y en Consideraciones de un apolítico de Thomas Mann, una elegía indirecta por la Alemania guillermina.
Un apartado merecen nombres que, al contrario, habiendo vivido la catástrofe, parecen haber prescindido de ella. Kafka, en su dietario, anota el inicio de la guerra como si fuera un dato del clima: verano y natación. Proust apenas esboza en su gran libro una escena anecdótica: un anuncio de bombardeo que arruina una fiesta mundana. Joyce, que siempre mantuvo una altiva indiferencia por la política, se pasó los años de plomo escribiendo su interminable novela.
Opino que estos tres ilustres ejemplos merecen una atención oblicua pero intensa. No son escritores de paso. Se han quedado como referencias esenciales para la literatura de su siglo.
En Kafka me parece ver una alegoría de la sociedad que marchó hacia la guerra, un mundo regido por leyes secretas que el narrador tampoco alcanza a descifrar, donde cualquiera puede ser llevado al patíbulo por delitos no cometidos o irreconocibles, tal como ocurre con los soldados en una guerra.
Proust retrató a una sociedad en la cual la vida es una repetición de rutinas anómicas, de ritos sociales anacrónicos, donde los prestigios nobiliarios resultan un tema de conversación acerca de situaciones sociales perimidas.
Joyce en Ulises hace la parodia de una epopeya que no puede repetirse en nuestros días, un pequeño burgués que intenta copiar al héroe homérico y se pierde en el laberinto cotidiano de una gran ciudad.
Si bien se leen, estos escritores están describiendo, cada cual a su manera, el mundo de la inmediata preguerra. No narran combates, arengas políticas, discusiones ideológicas, muertes violentas en el frente de combate, heridas, pestilencias ni escenas con cuerpos mutilados. Si bien en ellos la guerra como tal no se da en tanto tema visible, ese orbe donde todo escapa de las manos hacia la destrucción, contada en clave de novela de costumbres, pesadilla o caricatura, se trasluce de cuerpo entero. Otra cosa es señalar, desde nuestros días, lo que debieron hacer para quedar bonitos en la historia. No era su tarea como escritores. Ni la de ningún auténtico escritor.
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