El dejar signos que vivan más que cualquiera de nosotros es una costumbre que parece caracterizarnos a los humanos. El color, por mejor decir: los colores, son un elemento esencial de dicha semiótica. El uso de ella puede dar lugar a una historia universal que tenga un eje cromático. Así podemos dejar de lado las batallas y la lucha de clases hasta hallar que no existen en la descolorida abstracción de las palabras y los números para, justamente, colorearse. Es la tarea, ciertamente ímproba, encarada por Victoria Finlay en su libro Color. Historia de la paleta cromática (traducción de Eva Acosta, Capitán Swing, Madrid, 2023, 462 páginas). Se trata de una antropóloga, catedrática en Virginia, que ha dedicado su vida profesional y personal a recorrer el mundo estudiando la fabricación, el uso y la circulación de las materias colorantes para narrarnos una suerte de historia secreta de la humanidad.
Parece amable la tarea pero es ardua y, a veces, francamente riesgosa. Así Victoria se ha valido de toda suerte de transportes, desde el avión a la bicicleta, de algún noble animal y de sus propias e inquietas piernas de caminante. Se alojó en lujosos hoteles y mansiones, posadas infectas, tiendas más o menos impermeables, cuevas heladas o candentes. La esperaban bosques, montañas, playas, trigales y desiertos. Por eso su libro entreteje con una información caudalosa, la aventura individual, la lectura de libros contemporáneos o remotos, más las incontables fórmulas químicas y materias primas, los objetos coloreados y toda una población pintoresca de coleccionistas, directores de museos, campesinos, nobles, plebeyos, cuentacuentos, sacerdotes, ceramistas, pintores, tejedoras, ebanistas, armeros, relojeros y un etcétera que agobiaría estas líneas.
Los colores han sido meras estrías decorativas de ropas, papeles pintados y carteles de publicidad. Los han usado escultores de lo sacro y lo profano, retratistas piadosos y pornógrafos. Han decidido el valor simbólico de las banderas, teñido el cuerpo de los guerreros, vestido de púrpura a los cardenales, arropado a la Virgen, definido a la música en el llamado color orquestal o los intervalos cromáticos. A veces han animado a las cosas. “Los dibujos empiezan a desvaírse como si los desgastara un exceso de miradas” (página 101).
Las sustancias empleadas van de lo inorgánico de piedras y metales a las hojas de las plantas y hasta la sangre de los animales. Se las consideró portadoras de bálsamos curativos o responsables del mal agüero. Ciertos chamanes eran los únicos que podían tocar algún ocre que se juzgase sagrado en sí mismo. Su posesión ha provocado riqueza, devastación y hasta guerras económicas entre la presión del negociante o la ira del guerrero. En algún extremo fueron agentes tóxicos y venenos como la gutagamba y el plomo. Olían a flores exquisitas, a caldos fermentados o a orina de vaca. Mancharon las manos de Rafael y de Monet.
Este inventario es parcial y tal vez arbitrario. No refleja con certeza la exhaustiva tarea de Finlay. Hay que asumirla en su lectura donde la fluidez del relato nos lleva desde una apacible aldea mexicana hasta la guerra de Afganistán, tanto menos apacible. Hay en sus páginas una mezcla armoniosa de ciencia, impresión, erudición y aventura, acaso proclamando que en la vida hay un poco de todo esto. El itinerario de nuestra especie que se traza siguiendo unas manchas dejadas por nuestros antepasados y nuestros contemporáneos tiene mucho de fascinante. Basta con salir a la calle e imaginarla sin ninguna veta de color dejada por el hombre. Si la vida histórica a menudo nos transmite la visión del caos, aquella ceremonia de lavado sería una auténtica pesadilla diurna.
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