Mucho más que su predecesor el teatro, el cine es implacable en mostrar el paso del tiempo por el rostro y el resto del cuerpo de sus actores y actrices. Entre ellas, las hubo ilustres que aceptaron el decreto de los almanaques, se mostraron en consonancia con ellos y hasta ironizaron sobre su aspecto. Veamos: Joan Crawford, Marlene Dietrich, Bette Davis. En cambio Greta Garbo –obra maestra de la fotogenia en blanco y negro, tiza y hollín, día y noche– abandonó los estudios de filmación aún joven y huyó de los fotógrafos. Nunca supimos de su vejez.
Todo esto es aplicable a los viejos cocodrilos de Hollywood. Para evitar la cercanía de la cámara, con su perverso gusto por los detalles, han aceptado un costoso truco digital que rejuvenece como los bálsamos de Circe, al menos en el rostro. Pero también viene ocurriendo lo contrario y es lo que sucede en Los asesinos de la Luna, el film de Martin Scorsese con dos ejemplares de chicos de ayer, talluditos de hoy. Son Robert De Niro y Leonardo di Caprio.
De Niro ha sido favorito de este director, aunque no exclusivo de él. Se lo ha mostrado haciendo un vulgar taxista, señorito italiano de los años locos, bestial astro del boxeo, aprendiz de mafioso y sutil encarnación del Demonio. Di Caprio fue menos versátil y conservó la línea del nene lindo aunque capaz de hacer un personaje tan duro como el policía Hoover. Ahora ambos cocodrilos han decidido filmar a cara descubierta.
Robert es quien ha envejecido mejor. Se dice de los vinos y los mármoles de calidad: los mejora el tiempo. Aquí debe representar a un canalla maduro, cuya actitud corporal ha de ser más bien pasiva, magistral y de buen perfil mundano. Tras el aire de vuelo apacible y simpático, vecino ilustre y sensible a la pobreza ajena, tras todas estas máscaras, yace un asesino implacable, que prepara sus crímenes como quien ensaya una fórmula química del homicidio encubierto y no duda explotar a indígenas y criollos para convertirse en un poderoso terrateniente. Todo esto lo convierte en maestro. Esta doble faz lo vuelve especialmente peligroso por su talento y su talante de embaucador. A la vez, el actor debe componer sutilmente al encantador vejete y al despiadado sanguinario. De Niro lo consigue.
Di Caprio, en cambio, no pasa de un digno esfuerzo y el esfuerzo es mal consejero del actor. Lo que más trabajo le dé, ha de mostrarlo con savoir faire, como de toda la vida. En verdad, el protagonista es él si leemos la fábula como una novela educativa en que un joven es instruido para llegar a ser un hombre madura, convenientemente hijo de perra, frecuentador de los bajos fondos, asesino y estafador, ambos impecables. La iniciación en la vida no lo es en la virtud sino en el vicio. Su modelo, lo sepa o no, es nuestro Lazarillo de Tormes.
Envejecer, según se va viendo, no es siempre aprender. En ocasiones nuestra un desinterés vocacional o una incapacidad para incorporar el fastidioso equipaje del tiempo. ¿Quién tiene razón? ¿Bette Davis o Greta Garbo? ¿Robert de Niro o Rodolfo Valentino, muerto en plena juventud como un favorito de los dioses? Cierro apelando a la cómplice buena voluntad del lector. Cono toda sinceridad: ¿eres capaz de distinguir a un cocodrilo viejo de un cocodrilo joven cada vez que los encuentras en el zoológico?
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