Una feliz combinación —editores inquietos y la infatigable investigación de Francisco Fuster– han repuesto a Julio Camba en nuestras librerías. Dentro de la miscelánea Crónicas de viaje (Fórcola, Madrid), hallo una aguda página cambiana sobre la melomanía de los alemanes (“La afición a la música”, publicada originalmente en La Tribuna del 22 de julio de 1912).
Desde Berlín, donde actuaba por entonces como corresponsal, observa comparativamente la actitud en los conciertos de los ingleses – creerse obligados a que les guste la música – y los españoles – simular que se entiende una sinfonía poniendo cara de estúpido – para llegar a la melofilia alemana, propia de un pueblo tan lento y pesado como sensible. La música es para ellos una embriaguez semejante a la producida por la cerveza: un efecto despacioso, enternecedor, que aleja de la vida práctica, tan valorada por los ingleses, y de la vacua contemplación del hablador español de café. El tudesco se enternece con la música, se eleva gravemente – dicho sea en oxímoron — a una altura incorpórea, donde sólo hay espíritus, es decir: fantasmas.
Los alemanes, en efecto, son corpulentos y gordos pero conviven con lo fantasmal, con lo gótico, tan obviamente tópico del romanticismo. Y ser romántico es ser, entre tantas otras cosas, musical. Cuando deja de oír música, un alemán semeja volver de un rapto, acaso de una intoxicación alucinógica, aunque no haya pasado del Bock de cerveza. El mundo inmediato y cotidiano se le antoja extraño porque su verdadera patria quedó en el país encantado y onírico de la música.
Por eso, también, Camba opina que a los alemanes no les gusta la música ligera. Para ellos, la música ha de ser “profunda, sabia y sumamente difícil”. Nada de zarzuelas ni tangos argentinos, que el cronista menciona en otros textos. Nada, tampoco, de lo que un español diría como “tomar las cosas con filosofía”, o sea adaptarse a las circunstancias concretas y obtener de la existencia el mayor placer posible. La filosofía alemana ha de ser como su música: profunda, sabia y sumamente difícil. Y, sobre todo, debe provenir del estudio de la filosofía. Mejor dicho, a la tudesca: la Filosofía.
He glosado a Camba y tratado de obtener alguna coletilla por mi cuenta. Sólo cabe aceptar, una vez más, la agudeza de la ironía cambiana, que vio lo que Hegel había definido como fanatismo: el entusiasmo por las abstracciones. La música como abstracción sería un buen ejemplo. Corrijo: un mal ejemplo, el de los abundantes melómanos que exaltaron los fantasmas de la guerra, la raza y el terror. Salvados sean Beethoven, Bach, Wagner, Brahms y demás colegas.
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