Después de pasar unos días maravillosos en Rubielos de Mora, decidimos acercarnos hasta Albarracín, un punto pendiente en nuestra geografía como historiadores. Porque en Albarracín murió Bernardino Gómez Miedes, uno de esos españoles del XVI que tumba cualquier leyenda negra de medio pelo. Porque la leyenda negra, como tal, no existió. Es una invención más de los enemigos acérrimos del mayor imperio que había visto aquella Europa renacentista. Imperio, palabra maldita. Pero ese es otro tema, no el que hoy quiero contar.
Pues sí, Bernardino Gómez Miedes, turolense de Alcañiz, estudió en el Estudi General de Valencia, una de las universidades más antiguas y prestigiosas de España. Estudios que amplió en París y en Lovaina, que tampoco le van a la zaga en cuanto a antigüedad y prestigio. Pasó buena parte de su vida en diversas ciudades europeas que, en realidad, eran españolas, como la Amberes de Carlos V o la Roma eterna de los Papas, que podía presumir de tener más ciudadanos españoles que italianos, en aquellos tiempos convulsos. De regreso a España, Gómez Miedes fue premiado con el obispado de Albarracín y allí terminó sus días, en 1589.
Durante veinticinco años, el turolense escribió una obra monumental, los Commentarii de sale, una suerte de enciclopedia sobre la sal en sus más variados aspectos, incluyendo los alquímicos. Hoy por hoy, Gómez Miedes goza del privilegio de ser el primer español que citó a Paracelso, algo que puede parecer una tontería del tres al cuarto, pero que no lo es. Porque citar a Paracelso, en la década de los setenta del siglo XVI, borra de un plumazo buena parte de la leyenda negra vinculada con la ciencia española.
Porque, seamos sensatos, ¿acaso se puede poner puertas al campo? ¿Acaso alguien sigue creyendo que los españoles fueron encerrados por Felipe II en la piel de toro, merced a la celebérrima pragmática de 1555, que impedía a los estudiantes españoles ir a universidades protestantes? ¿En serio que podemos seguir creyendo semejante papanatada?
Seamos serios, por favor, seamos serios. Que el imperio (repelús) español se extendía por buena parte de Europa. Que médicos, boticarios, embajadores, soldados, escribanos y burócratas de Alcañiz, o de Alcalá, o de Berruguete campaban a sus anchas por Amberes, por Nápoles, por Augsburgo o por Gante. Y, claro, hablaban con colegas de aquellas tierras. Y compraban libros o se hacían con manuscritos. Y estaban al tanto, evidentemente, de todo lo que escribían esos herejes de más allá de los Pirineos. Y los herejes aprendían de los papistas españoles, ojo, que la España del XVI era punta de lanza en no pocas disciplinas, por más que se empeñen algunos en seguir manteniendo lo contrario.
Pero no quería yo hablar de Paracelso. Yo quería hablar de la sal. Del pacto de la sal, uno de los pactos más antiguos y solemnes que existen, que existieron, en la cuenca mediterránea. El pacto más sólido e inquebrantable entre los hebreos. Un pacto eterno, entre Dios y el hombre, cuyos orígenes se remontaban al mismo origen del mundo.
Bernardino Gómez Miedes, buen conocedor de la exégesis hebraica, realizó una investigación digna de encomio, pues son muchas las referencias que se encuentran en el Antiguo Testamento, relativas al uso ritual de la sal, pero ninguna explica cuándo se estableció ese pacto eterno. Rebuscó en manuscritos y códices antiguos, releyó obras de reputados hebraistas y concluyó que la clave estaba en la obra de Nahmánides, un judío del siglo XIII, máximo representante del círculo de cabalistas de Gerona, la mayor autoridad rabínica de la época…
Para muestra, dos botones: un obispo católico, del muy católico imperio (¡horror!) citando a un judío y a un hereje, hablando de cábala y alquimia, mencionando textos incluidos en el índice de libros prohibidos… en serio, va siendo hora de que nos lo hagamos mirar. Lo de la leyenda negra, digo.
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