Aunque nacido y educado como porteño, hace décadas que no habito Buenos Aires y así es como la ciudad sigue siendo capaz de sorprenderme. Anoto apenas una de estas sorpresas: la cantidad de lugares urbanos bautizados con nombres de escritores. La ciudad lo merece porque uno de sus títulos universales es, justamente, es ser sitio letrado: así es como he paseado por calles y plazas que se llaman Roberto Arlt, Jorge Luis Borges, Victoria Ocampo, Julio Cortázar y Leopoldo Marechal.
Es Buenos Aires la que ha juntado a estas personas pasajeras en nombres perdurables. En vida, por ejemplo, Borges y Arlt apenas se vieron, Victoria y Marechal disintieron en política y duramente, todos supieron de la existencia ajena pero no se consideraron vecinos del mismo barrio por ser con la figura ciudadana. Sin embargo, Cortázar pasó la mitad de su vida en París. Todos tuvieron “su” Buenos Aires y ahora la ciudad les reconoce tales parcialidades.
Borges imaginó una Buenos Aires geométrica y pesadillesca, habitada por navajeros incesantes, oficiantes de la dura y ciega religión del coraje. Marechal diseñó una urbe subterránea, infernal, dantesca, poblada por los dobles alegóricos de la ciudad superficial y diurna. Arlt echó a vagar por sus calles la angustia existencial y la locura de sus pandilleros y sus rufianes. Victoria, en cambio, recogió la memoria de las cosas que el tiempo se lleva y la compensó con la admiración que le producían las avenidas y los parques de la Buenos Aires vegetal, en constante renovación de vida orgánica. Cortázar describió galerías porteñas que desembocaban en galerías parisinas.
Una ciudad es un amasijo de cosas y de gentes. También es una construcción imaginaria, una suerte de jaula verbal donde se encierran las historias cotidianas, que el olvido atesora, hasta convertirlas en mitos. Una ciudad es asimismo un estante de libros, un manojo de páginas. Por eso es justo que sus pobladores se encuentren cada día con la nómina de sus más memorables escritores.
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