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Héctor Tizón, una voz en el desierto

La vida de Héctor Tizón (1929-2012) empezó y terminó en la provincia de Jujuy, tierra de confín, donde la Quebrada argentina se orienta hacia el Altiplano de Bolivia o la alta meseta boliviana se abre en la Quebrada jujeña. Más concretamente, fue una vida en la que salió y volvió al punto nativo, el pueblo de Yala.

En efecto, a pesar de sus numerosos viajes, de sus años como diplomático en México y Milán y su septenio de exilio en Madrid (1976-1983), Tizón estuvo en Yala o volviendo a ella. Esta circularidad tiene que ver, además, con su opción para ser un escritor argentino y con su visión circular del mundo, donde los caminos vuelven sobre sí o se interrumpen, sin conducir a ninguna parte.

Como escritor de esas provincias que, siguiendo a Borges, él adjetivó de crueles en uno de sus libros (Luz de crueles provincias donde la luz la pone el entrerriano Carlos Mastronardi), le correspondía el tópico del regionalismo, del que siempre y prolijamente huyó. Se podría ver, con muchas connotaciones, en sus pequeños poblados frecuentadas por tajantes vientos contra un fondo de desolación, un paisaje de la Puna argentina, alta meseta preandina simétrica a la chilena, pero la escasez o franca ausencia de costumbrismos visuales y orales, el desarraigo y la desmemoria de sus personajes, llevan a otros espacios, que prefiero imaginar, justamente, como imaginarios.

A la población tizoniana le importan poco las peculiaridades, a pesar de algunas señales de tiempo y espacio. Casabindo en la novela homónima (Fuego en Casabindo) pertenece al segundo. Al primero, una alusión muy oblicua al Éxodo Jujeño, episodio de la Guerra de la Independencia con el general Belgrano a la cabeza, un fisiócrata afrancesado, educado en la España de Jovellanos y perdido en los laberintos militares de la revolución (Sota de bastos, caballo de espadas).

Tampoco me convence su inclusión en la vaga y mediática categoría del Boom, palabra que evoca una explosión y que nada tiene que ver con su mundo, sonoramente taciturno, silencioso. Su cercanía con Rulfo puede aceptarse si se marcan diferencias. Técnicamente, el mexicano es deudor de cierta narrativa norteamericana de los años veinte (Faulkner), de muy difícil encaje en Tizón, escritor, por otra parte, de sesgo laico, desprovisto del trasfondo católico rulfiano: idolatrías aldeanas, culpa, mediación de sacerdotes, pecado, confesión, penitencia.

Más bien me inclinaria a ficharlo en el mundo existencial construido por unos cuantos escritores argentinos coetáneos suyos, con resultados muy dispares: ViñasSebreli, MurenaDi BenedettoAbelardo Arias. Existencial, ya que no existencialista, lo cual nos llevaría a la academia de las influencias y las deudas trasatlánticas. En especial por su ahínco en el pequeño formato del cuento (El jactancioso y la bella, El traidor venerado), que dibuja una imagen de la vida como algo henchido de contingencia, de casualidad, algo episódico, disperso, inorgánico.

Hasta en las mismas novelas de Tizón hay ese juego con lo inconcluso, el hueco y la intermitencia, particularmente en lo que podríamos entender como su madurez: La casa y el viento, El hombre que llegó a un pueblo, la ya citada al comienzo.

Existencia, dicen los alemanes que de esto sí saben un montón, es el ser-que-está-ahí, del que sólo sabemos que es un ser y que ocupa ese lugar. Está como tirado por el tiempo en cualquier suelo, con la sola certeza de su mortalidad. Del mundo sabe poco, salvo algunas consejas y cuatro aforismos –nada de supuesta sabiduría popular, pura invención irónica y reticente en el dolor pero dolorosa, todo muy tizoniano–, tal vez porque del mundo, como sentido primero y último, como progreso o recaída, nada hay por saber. Esto hace difícil la relación entre las gentes, lo cual dramatiza sus vidas porque, de modo enigmático, todos se buscan para convivir.

Lo mismo pasa con la comunicación: es un ejercicio dialógico pero inconcluyente porque se han aprendido unas palabras cuya historia se ignora y cuyo destino es el olvido. Esta dificultad comunicativa es uno de los desafíos y, en su caso, el mejor hallazgo de la literatura tizoniana. Lo digo por otra dificultad añadida: sus personajes son movidos o inmovilizados por sentimientos y entre las cosas que no pueden decirse y que intuyen indecibles, en primer término están esos afectos.

Nada, pues, de misterioso ni de ese realismo mágico que atasca las puertas de nuestras aulas. Existencia humana, tirada, reluciente en su singularidad, obligada a apostar en un juego cuya regla se desconoce o se oculta o no existe, hostigada por un lenguaje que sirve para reconocer pero no para decir. No hay dioses que premien estas pruebas ni instancias sublimes que justifiquen su gasto: la historia universal, la patria, la lucha de clases, la salvación de las almas. Un estricto pudor de raíz ética y resultados estéticos, una suerte de estoicismo verbal apretado como rictus de ironía en oportunos momentos, evita cualquier patetismo o la queja que podrían recoger los altos espacios cósmicos o la silenciosa grandeza de Dios.

Los personajes de Tizón, aunque no lo digan, tienen que arreglárselas solos, sin protesta metafísica ni angustia redentora. Por eso hablé de existencia y no de existencialismos.

De todos modos, una conclusión al paso y que se declara provisoria, sí podría extraerse de este panorama: la vida, aunque azarosa y desprovista de apoyos divinos o cósmicos, es digna de ser vivida porque es digna de perpetuarse en un cuento, en una historia, bien que no esté en juego la historia universal.

¿Y si se tratara de una manera muy peculiar y recóndita de contar la historia argentina? Esto fatalmente tiene que aparecer por alguna costura de la trama. Ese mundo de gente que va de un lugar a otro sin hallar su pertenencia, o que está arraigada a un espacio sin conocer el peso de su historia, esas empresas iniciadas con pasión visionaria y que se quedan en fragmento – el puente, el canal, la escuela donde una maestra intenta enseñar cómo es una ballena a unos chicos que nunca verán el mar – todo ello se parece demasiado a un país a medio hacer que tiene malos vínculos con su pasado. Un pretérito que se suele simbolizar, en Tizón, con la desolación de la naturaleza, la piedra polvorienta bajo el sol exhaustivo, los caminos donde el transeúnte es un asombro, la pequeña población de pronto visitada por un orador que pide votos para una lejanía llamada gobierno. Hay pueblo, sin duda, pero escasamente hay sociedad. Algo les ha ocurrido a esas gentes mas no sabrían narrarlo. Es el momento en que Héctor Tizón ordena sus papeles y lo cuenta, a ellos y a nosotros.

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Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")