Conocer historias en torno a los duelos nos hace sentir una punzada de asombro y de alarma. Dos detalles sirven de base a esta impresión contradictoria. El primero adquiere un regusto épico, y deriva de comprobar la satisfacción con la cual nuestros antepasados se jugaban la vida en asuntos de honor. El segundo detalle tiene su origen en un claro desprecio a la violencia, y nos lleva a sobresaltarnos ante la frialdad con la cual se conducían los duelistas.
No pretendo escoger ninguna de las dos actitudes. Baste decir que el duelo compone una hermosa imagen literaria y, a un mismo tiempo, ejemplifica una costumbre de bárbara y trasnochada caballerosidad.
La Real Academia Española, en el tomo segundo del Diccionario de la lengua castellana, en que se explica el verdadero sentido de las voces, su naturaleza y calidad, con las phrases o modos de hablar, los proverbios o refranes, y otras cosas convenientes al uso de la lengua (1732), define duelo como el «combate entre dos personas, en que cuerpo a cuerpo se llega a las manos, determinando lugar y tiempo para la pelea, a fin de purgar alguna sospecha infame, o asegurar algún derecho dudoso, o por conseguir crédito de valiente, o por vengar algún odio». Según la misma referencia, el origen de esta voz procede del vocablo latino duellum, «que vale lo mismo que duorum bellum, contienda de dos; pero ya por duelo se entiende todo género de desafío o contienda aplazada».
Durante la Edad Media, tiempo de torneos y juicios de Dios, la batalla entre dos de la cual hablaban los romanos pasó a denominarse desafío, una palabra que evolucionó a partir del latín deffidamentum o defidere, y asimismo reto, del latín rectum, usado como término propio del Derecho.
En tierras germánicas, el duelo admitió ese sesgo jurídico, cifrado en leyes reguladoras. Así, los godos españoles determinaron las ordenanzas del desafío en el Fuero Juzgo. Conviene saberlo: la biblioteca de los duelistas incluye otros escritos, como el Doctrinal de caballeros (1483), el Remedio de desafíos, de Castillo de Villasante (1525) y La verdadera fama contra la ley del duelo (1633).
A partir de la evolución de tales reglamentos y tratados, quedaron formuladas las distintas variedades de esta práctica armada. A saber, los combates decretorios, en los cuales uno de los adversarios debía perecer en la lucha; los propugnatorios, donde se calibraba una cuestión de honor, pero sin el propósito de arrebatar la vida del oponente; y los satisfactorios, en los cuales el ofendido era capaz de retirar su desafío si el ofensor pedía perdón de algún modo.
En el antedicho diccionario, la Real Academia incluía la definición de duelista: «El que afecta saber, o sabe mucho de las leyes del duelo». En la actualidad, muchos llaman así a los propios combatientes. En líneas tomadas de la misma obra, leemos que duelo vale también por dolor, lástima, aflicción o sentimiento. Y con aire de luto, el texto añade: «Es asimismo la solemnidad funeral y el concurso de los que asisten a la persona a quien se le ha muerto algún pariente inmediato». Está claro que la jornada del duelista armado concluye, necesariamente, con este duelo de los entierros y funerales.
Copyright del artículo © Guzmán Urrero. Esta es una versión expandida de un artículo que escribí, con el seudónimo «Arturo Montenegro», en el Centro Virtual Cervantes, portal en la red creado y mantenido por el Instituto Cervantes para contribuir a la difusión de la lengua española y las culturas hispánicas. Reservados todos los derechos.